Introducción a Tomás Aquino. Josef Pieper
herejía, también por su recusación de la Iglesia oficial. El nombre deriva de un comerciante lionés, Pedro Valdo, que en un año de hambre, 1176, regala su fortuna e intenta vivir según el mandamiento de Cristo literalmente entendido, según el Evangelio, por tanto, y reúne a su alrededor una comunidad de simpatizantes. Sus características son pobreza, lectura de la Biblia, predicación ambulante.
Estas dos corrientes se mezclan mutuamente de formas diversas, sobre todo en el sur de Francia, donde surge de ello un potente movimiento popular que es llamado el movimiento albigense, por la ciudad de Albi. Los intentos de misión por parte de la Iglesia fracasan por completo. Inocencio III envía al Sur de Francia, al abad de Citeaux con algunos de sus compañeros, donde tienen que «luchar contra la herejía según el estilo de San Bernardo, por la fuerza de la predicación»[17]. Por entonces, hacia 1200, el gran reformador Bernardo de Claraval hace escasamente unos cincuenta años que había muerto; pero ya ha sucedido lo que el cisterciense renano Caesarius von Heisterbach habría de formular pocos años más tarde como una ley trágica: la templanza engendra riqueza y la riqueza destruye la templanza[18]. Los legados del Papa, en vez de como misioneros, se presentan como jueces; destierran, proscriben y condenan. Y no sólo esto. De entrada pierden todo crédito pues aparecen con toda la pompa mundana. El ya citado prior dominico de Lovaina, Tomás de Chantimpré[19], escribe hacia la mitad del siglo XIII: «Me encontré en la calle a un abad con tantos caballos y un séquito tan numeroso, que si no le hubiese conocido, antes bien le podría haber tomado por un duque o conde... Sólo faltaba que... hubiese llevado una corona en la cabeza».
Más tarde, un nuevo Papa, Honorio III, dirige un escrito a la Universidad de París exhortando a que los profesores y estudiantes fueran a misionar a las ciudades heréticas del Sur de Francia[20]. No es probable que se llevase a cabo algo semejante. También era ya demasiado tarde, pues ya hace tiempo que se había llegado al empleo de la fuerza. La guerra albigense de los 20 años ha empezado ya y rápidamente, como dice Joseph Bernhart, en su Historia de los Papas[21], se convierte de una cruzada «en una vulgar guerra de conquista de los barones franceses, a pesar de la seriedad religiosa de muchos caballeros».
Aquí comienza entonces la obra de Santo Domingo. Este visigodo nacido en Castilla en 1170, sacerdote, vicario del capítulo catedralicio de Osma, acompaña a su obispo Diego en un viaje a Roma que naturalmente tiene que cruzar el Sur de Francia, este territorio sísmico, por así decir. De este viaje jamás regresará a su patria. Cuando en 1206 encuentra en Montpellier a los legados pontificios, se encuentra al mismo tiempo con su tarea vital que emprende con toda pasión. Domingo tiene ya treinta y cinco años y morirá a los cincuenta. Pero estos quince años sólo se podrían contar adecuadamente en el estilo de las sagas de Islandia. Los dos españoles se dan cuenta de que les aguarda una enorme tarea y de que los intentos hasta entonces llevados a cabo para desempeñarla han sido desde el principio falsos. Ellos mismos empiezan a misionar, tomándose por primera vez en serio la pobreza evangélica y considerando a los herejes ante todo como congéneres humanos. En el mismo año de 1206 tiene lugar en Montpellier la primera disputación auténtica en la que los albigenses ya no se encuentran como reos ante el juez. Antes bien, como participantes en la discusión, con los mismos derechos, se esfuerzan en la búsqueda de la verdad según reglas del juego previamente establecidas a las que pertenece también ésta: quien no pueda probar su tesis en la Biblia debe darse por vencido[22]. Esta disputación constituye el núcleo de la Orden dominicana, que desde un principio encuentra la mayor desconfianza en la Iglesia: los legados pontificios consideran este método misional un disparate[23]. Ciertamente hay figuras excepcionales como el obispo Fulco de Tolosa, excepcional en muchos aspectos. Este Fulco había sido uno de los más famosos trovadores y más tarde ingresará un día, junto con su mujer y dos hijos, en la Orden cisterciense, llegará a abad y, un año antes de la disputación de Montreal, a obispo de Toulouse. Él va a ser quien obtenga el reconocimiento de la Orden de Predicadores por Inocencio III. Domingo y su obispo se quedan en Francia, fundan la primera comunidad, ¡totalmente según el modo de los albigenses! «El movimiento de reforma de Santo Domingo» —un año después de las Disputaciones de Montreal, al morir el obispo Diego, va a ser el único motor de esta dinámica tan repentinamente desatada— «el movimiento de reforma de Santo Domingo surgió del valdense»[24]. «Para Santo Domingo es un hecho el que el movimiento valdense sólo puede ser superado cuando sean reconocidas sus justas exigencias y se lleven a cabo dentro de la Iglesia católica»[25]; «al igual que los valdenses, Domingo se remonta a la Iglesia primitiva»[26]. En esta decisión se empeñará Domingo acuciado por el espectáculo que se perpetúa hasta el final de su vida: la increíble crueldad de la guerra albigense. Estará en Lavaur en 1211 cuando, tras la conquista de la ciudad, los herejes son lapidados, quemados y crucificados en masa. Pero mientras se desencadena esta locura surge la Orden dominicana, aun cuando el Concilio de Letrán acaba de decidir precisamente que no debe ser reconocida ninguna nueva Orden. Nace una Orden que se diferencia de las antiguas Órdenes en algo muy revolucionario: ninguna stabilitas loci; vivir no en el retiro, sino en medio de la ciudad; pobreza en sentido literal: pobreza mendicante (el mendigar está hasta entones expresamente prohibido al clérigo[27]); además, estudio de la Biblia y ciencia; las Constituciones determinan incluso que, a causa del estudio, puede dejarse el rezo del coro: una dispensa inconcebible en la Orden Benedictina[28]. Pero también la Comunidad de Santo Domingo, luego llamada «Orden de Predicadores», se distingue en forma considerable de la fundación casi coetánea de San Francisco de Asís, la Orden franciscana, aun cuando ambas fundaciones son respuestas a la misma exigencia. La Orden de Santo Domingo es, primeramente, una Orden de sacerdotes desde el principio (San Francisco nunca llegó a ser sacerdote); en segundo lugar, es desde el origen nada romántica, es racional, sobria; en tercer lugar, no rechaza, por principio, la cultura y la ciencia (como Francisco de Asís), sino antes bien supone una dedicación expresa a las primeras Universidades de Occidente. Y son especialmente estudiantes de Universidad y también profesores los que acuden en masa a la nueva fundación, lo que constituye algo muy notable y conmovedor. Con una dureza quizás sólo posible al español, envía Domingo a sus hermanos, que precisamente empiezan a sentirse bien en comunidad, sin medios, sin un centavo de dinero y además con la prohibición de utilizar cabalgadura alguna, a través de media Europa, a las Universidades de Bolonia y París. La comunidad se aloja tan miserablemente en Bolonia que pronto empieza a disolverse; algunos hermanos quieren salirse y llegan a obtener el permiso eclesiástico para entrar en la Orden cisterciense. Pero entonces pasaron en estos primeros años heroicos cosas del todo incomprensibles (cuya historicidad es por completo indudable). Cuando, por ejemplo, los hermanos se encontraban reunidos en Bolonia para despedirse de aquellos que se querían marchar, entra en la sala uno de los más famosos profesores de Filosofía de la Universidad de Bolonia, Rolando de Cremona[29], extremadamente agitado, para pedir el ingreso en la Comunidad. Será el primer dominico que tendrá una cátedra en la Universidad de París. Por cierto que la segunda cátedra parisiense de los dominicos surge de una manera igualmente desacostumbrada: el profesor Juan de St. Gilles, sacerdote secular, da un sermón en el convento dominico de St. Jacques sobre la pobreza evangélica; y durante este sermón se interrumpe y solicita el hábito de la Orden. Es sencillamente inconcebible que tales sucesos no afectasen a la vida de la Universidad. En las cartas del segundo General de la Orden de los dominicos, Jordán de Sajonia, en una carta fechada en París en 1226, se dice: «Durante las cuatro primeras semanas de mi estancia han ingresado 21 hermanos; seis de ellos son doctores de la Facultad de Artes»[30]. En el semestre de invierno 1235/36 fueron recibidos en la Orden, en su presencia, 72 escolares. Es como un incendio. Cuando Domingo muere en 1221, agotado por este terrible esfuerzo de 15 años, se ha establecido la Orden en España, Francia, Italia, Alemania, Hungría, Inglaterra, Suecia, Dinamarca, con un total de más de 30 conventos.
Hay que recordar los sucesos y la atmósfera de estos dos años fundacionales para comprender en qué circunstancias se encuentra Tomás, apenas dos décadas después de la muerte de Santo Domingo, en Nápoles con los dominicos de allí y lo que tuvo que haber significado su propio ingreso en esta Orden. El impulso es, por una parte, la pasión de anunciar la verdad (Tomás en su primera Suma, en la Suma contra los Gentiles, la llama el propositum nostrae intentionis; el propósito de nuestra intención)[31], un anuncio de la verdad de tal tipo que precisamente se muestra la verdad al contrario por sí sola. El otro impulso es el evangélico. Está por completo