Alfonso XIII y la crisis de la Restauración. Carlos Seco Serrano
latentes en la realidad del país, alumbradas súbitamente por el fogonazo del 98— podría hallar su formulación política en el siguiente esquema:
Necesidad de dar autenticidad al sistema político —teóricamente, una democracia coronada—, revitalizando a los partidos y apelando a la conciencia —insensibilizada por las viciadas prácticas del sufragio— de la masa neutra: de las clases medias de la ciudad y del campo, emancipándolas de las viejas oligarquías dominantes.
Atención simultánea a las reivindicaciones del sector obrero, en buena parte enmarcado en los cuadros socialistas.
A la larga, integración en el sistema de la Restauración de dos polos de la sociedad española marginales al mecanismo de los partidos turnantes: de un lado, la socialdemocracia, cauce de un amplísimo sector proletario; de otro, las corrientes autonomistas, vinculadas a los núcleos burgueses más fuertes del país.
El primero y segundo de estos puntos programáticos quedaban implicados en el revisionismo posterior al Desastre —es decir, la búsqueda de una España viva tras los telones de la España oficial—. El tercero suponía una síntesis entre los dos ciclos revolucionarios en que, como ya indicamos, se parte la Edad Contemporánea. Para salvar las lógicas tensiones inevitables en el proceso, se hacía necesario, en fin, prestar una atención especialísima a dos fuerzas sociales eminentemente representativas de la conciencia tradicional del país, adecuándolas a las exigencias del tiempo. Me refiero a la Iglesia y al ejército.
EL ESFUERZO REVISIONISTA DE LA «ESPAÑA OFICIAL»
Junto a todos los aspectos positivos de esta etapa histórica —que tan injustamente se han sumido, según antes recordábamos, en la nebulosa retórica de los «cincuenta años de incuria y abandono»—, el doble ciclo político que ella supone —primero, el intento de fundir la España oficial del canovismo con la masa neutra del país: después, el empeño de sustituir los cuadros políticos canovistas, ya caducados como base de sustentación del sistema, por otros hasta entonces marginales a él—, naufragaría en un fracaso que iba a arrastrar al sistema y al trono. Ese doble fracaso, esa doble frustración ¿se puede atribuir al rey? Tal es la tesis, para apelar a un libro reciente, de Francisco Ayala, que echa de menos para España en el primer cuarto del siglo actual, «un monarca más discreto que Alfonso XIII». En la opinión de Ayala, de no ser por la «indiscreta» intervención del rey, «la presión continua de la opinión pública hacia una democracia auténtica para la cual el país estaba ya maduro, hubiera conducido a la apertura cada vez mayor del régimen, a su ensanchamiento y nacionalización»[11].
Tanto Ayala como su glosador Tovar —este último en su obra, sin duda sugestiva, Universidad y educación de masas—, nos hacen una pintura de los intereses de clase encarnando de nuevo los «obstáculos tradicionales». Son estas fuerzas —escribe Tovar— «las que ejercieron su presión sobre el rey Alfonso, o las que espontáneamente incorporó y personificó. El hecho es que a partir de su mayoría de edad se nota cada vez un crujido mayor en los ejes de la vida política española. Son los años de la destrucción de Maura, de la duplicación y escisión de los partidos, del liberalismo de Romanones con toda la confianza de Palacio, de Dato levantado contra su jefe... Y pulverizados así los débiles partidos, partidos de yernocracia y cunerismo, pero partidos al fin y al cabo, los militares que en el régimen de 1876 habían empezado al fin (con mesianismos, con Polaviejas) a comprender que tenían que ser un mero instrumento de la nación, dan un paso adelante. La crisis del régimen ocurre entre 1909 y 1917. Aparece entonces y se perfila admirablemente un órgano de opinión de las clases que rodean a la monarquía y quieren mantenerla como su abogado, guardián de su mentalidad de privilegio, enemiga de la igualdad ante la ley, principio el más indiscutible del derecho moderno»[12].
Pero convendremos en que toda esta brillante síntesis es, cuando menos, discutible, a poco que nos detengamos a examinar los auténticos planteamientos de la continuada crisis del reinado —sustancialmente, el doble fracaso a que antes nos hemos referido—: discutible la atribución al rey del hundimiento de Maura, olvidando los errores y las intransigencias del político mallorquín; discutible la gratuita suposición de que el liberalismo de Romanones era el único grato al monarca, saltando por encima de un hecho incontestable, el apoyo de aquel a Canalejas; discutible atribuir al «palatino Dato» el alzamiento contra su jefe, ignorando que si hubo un efectivo «pronunciamiento» fue el de Maura, según la certera frase de Ortega —«un pronunciado de levita»—; desde luego inexacta, en fin la afirmación que remata toda esta catilinaria: la atribución a don Alfonso de la aventura dictatorial («el golpe de Estado que promovió el rey», según Francisco de Ayala).
Es necesario hacer un análisis objetivo de la actitud de Alfonso XIII, de su verdadero papel en la crisis de la Restauración; voy, al menos, a intentarlo, aunque confieso que no abrigo muchas ilusiones acerca de la eficacia que mi esfuerzo pueda tener frente a las posiciones empecinadas, irreductibles, que prefieren el tópico repetido y no examinado a fondo, a un objetivo estudio de la realidad estrictamente histórica. Pero vaya por delante una observación que ya hice en otro lugar: aludo a la paradoja en que incurrieron los republicanos de 1931, cuando atacaban al rey por sus presuntas perfidias al mismo tiempo que condenaban la «farsa» de Cánovas. Porque en todo caso, la conducta política de don Alfonso se inspiró siempre en el empeño de hacerse eco de una opinión real, a sabiendas de que esa opinión no podría identificarse nunca con unos parlamentos prefabricados por los partidos del «turno». Muy exactamente escribió Winston Churchill, refiriéndose al soberano español: «Es... como estadista y gobernante, y no como monarca constitucional siguiendo comúnmente el consejo de sus ministros, como él desearía ser juzgado, y como la Historia habrá de juzgarle... No tiene por qué temblar ante la prueba. Posee, como él mismo ha dicho, una buena conciencia...»[13].
Afirmaba el historiador francés Mousset que Alfonso XIII era uno de los raros soberanos europeos que no sufría la influencia de ningún consejero, porque sus intervenciones se inspiraban siempre en una concepción del interés nacional que escapaba a los cálculos egoístas de los partidos; cosa que —añadamos— no le perdonarían estos, ya fuese Maura o ya Romanones el consejero que no le podía hacer exactamente conservador o liberal. Pese a que sus prejuicios republicanos le impiden una perfecta claridad de visión, no cabe duda de que Madariaga acierta en buena parte cuando escribe: «La mayor parte de los hombres que le rodean ven los movimientos históricos de su nación desde el punto de vista de su propia posición política personal. El rey los ve en relación a la corona y a sus poderes. Como la situación política del rey era la más alta y su interés político el más permanente, los actos reales resultan ser, por tanto, los menos divergentes del interés nacional. Así pues, el político coronado da la impresión no solo de ser el más agudo, sino también el más patriótico de los hombres públicos con quienes hubo de cooperar. Y no vale rechazar esta opinión a la ligera. En ausencia de un criterio objetivo en que apoyarse, el rey no podía adoptar como principio de política otro criterio más seguro que el de la estabilidad de la corona». Similar a este juicio es el que emite Raymond Carr: Alfonso XIII «no cayó totalmente víctima de su manía de grandeza política cuando pensó que la voluntad real era el único factor estable dentro de un sistema fluido de grupos parlamentarios en pugna. Los diplomáticos y los generales antes buscaban en el rey la continuidad de la orientación política, que en las movedizas combinaciones de un conglomerado confuso de jefes de partido independientes...»[14]. Y en esta misma línea se sitúa la observación de Churchill: «Se sintió [Alfonso XIII] el eje fuerte e inconmovible, alrededor del cual giraba la vida española...»[15].
Identificado con su papel de intérprete y polarizador de la voluntad nacional, por encima de la movediza estructura y de los mezquinos intereses de los partidos, don Alfonso, al llegar al trono, se encontró con que las más genuinas atribuciones que la Constitución le reservaba habían sido reducidas a pura teoría por los prohombres del «turno». «Los políticos, los oligarcas políticos de la Restauración, se habían valido de la regencia de su madre para hacerse ellos con las prerrogativas otorgadas a la corona por la Constitución, y habían reducido a una ficción el poder de destituir y nombrar libremente a los ministros. El paralelismo con Jorge III es sorprendente: Alfonso quiso ser un rey y además