Alfonso XIII y la crisis de la Restauración. Carlos Seco Serrano
al jornalero del campo, y más en esta desgraciada coyuntura histórica en que la acción directa convencía más que cualquier otro procedimiento subversivo al impaciente, al resentido, al místico de la violencia, al que, frente a la quiebra del Estado y de la política en juego, no veía otro recurso que la fuerza, magnicidio inclusive, cuando no teóricamente la negación de cualesquiera instituciones... Los socialistas no dejaban pasar la ocasión de la guerra y el desastre para intensificar sus propagandas contra la monarquía, y ninguna otra campaña de más efecto, por su simplismo, pudo desarrollar que la cifrada en este dilema: O todos o ninguno, aludiendo a la movilización militar de pobres y ricos, sin redención a metálico ni sustitutos, o en el reconocimiento de la independencia de Cuba como única manera de llegar a la paz... Luego vino la campaña en contra de las despiadadas condiciones en que era repatriado el combatiente en Cuba y Filipinas, enfermo, hambriento, deprimido, pendiente de cobrar los haberes que tarde, mal o nunca le abonarían. Esta campaña que trascendió del Partido Socialista e hicieron suya los grupos anarquistas y los republicanos de todos los matices, logró extraordinaria difusión popular[7].
En segundo término, el movimiento de los «mesócratas», de las clases mercantiles y los intereses agrarios, claramente afectados por el desastre en sí y por el reajuste hacendístico necesario para acomodar la economía del país a la nueva situación creada por la supresión de los mercados de ultramar[8]. Este movimiento servirá de plataforma a las campañas de Joaquín Costa, y lógicamente tendrá una última cristalización política en torno a lo que se llama regeneracionismo. La reacción encarnada por Costa supone un repudio de la falsa política de superficie, sin contenido práctico y eficiente, y por eso se formula muy bien en el slogan «escuela y despensa», y se articula en torno a unos objetivos programáticos que podríamos llamar «de urgencia doméstica»: plan de regadíos —la famosa «política hidráulica»—, restauración de bienes comunales, lucha contra el caciquismo, impulso alfabetizador, protección eficiente al cultivador, desarrollo de la red de carreteras y caminos... —La cuestión del régimen no acaba de plantearse con claridad, en cambio. No puede hablarse de antimonarquismo concreto, por lo pronto, en la base de este programa; pero en cambio se hallan en él peligrosas alusiones al «cirujano de hierro», lo que alguien ha interpretado como una apelación prefascista— y no hay que olvidar el «costismo» indudable que alienta en las concepciones y proyectos de Primo de Rivera, considerado por muchos, en los días de esplendor de la dictadura, como ese «cirujano de hierro» patéticamente reclamado, al despuntar el siglo, por el «león de Graus».
En tercer lugar, el Desastre implica —en reacción muy similar a la de las Cámaras de Comercio enardecidas por el verbo de Costa—, un recrudecimiento de la postura, ya cristalizada en las Bases de Manresa, de la burguesía catalana en tension creciente con la «política de Madrid». «Las deplorables consecuencias del desastre colonial —escribió uno de los más selectos espiritas de la época, Santiago Ramón y Cajal, que vivió directamente, por añadidura, la lucha en la manigua— fueron dos, a cual más trascendentales: el desvío e inatención del elemento civil hacia las instituciones militares, a quienes se imputaban faltas y flaquezas de que fueron responsables gobiernos y partidos, y, sobre todo, la génesis del separatismo disfrazado de regionalismo». Era la «doble herida» de que ha hablado Lain Entralgo: «Progresiva separación entre los hombres y creciente disensión entre las regiones»[9]. Pabón ha enumerado los estímulos que, en la crisis del 98, llevan a una enorme crecida del catalanismo: «La insolidaridad consiguiente a la derrota, con su ruptura de lazos espirituales; la quiebra del Estado y el súbito horror al vacío; el hundimiento de la política general y el deseo de diferenciarse respecto a los responsables; el acierto deslumbrante de los disconformes de la víspera; todo empujará las aguas catalanas al cauce catalanista». En el momento en que las orientaciones «del centro» habían conducido a la catástrofe, se reclamaba el derecho a buscar el propio camino. «Aquí —escribía Maragall— hay algo vivo, gobernado por algo muerto, porque lo muerto pesa más que lo vivo y va arrastrándolo en su caída a la tamba. Y siendo esta la España actual, ¿quién puede ser españolista de esta España, los vivos o los muertos?»[10].
Queda, en fin, la reacción de los intelectuales, que aunque en muchos aspectos tenga contactos o se apoye en Costa —y de aquí que más de una vez se haya incluido a este en la «generación del 98»—, es más profunda y más extensa, por cuanto se proyecta en una crítica universal, pero de momento menos operante porque no desciende al campo de la política práctica —en contraste sustancial con la posterior «generación de 1914»—. Se ha denostado con frecuencia la posición «negativa» de la crítica noventaiochista —tan negativa, que en sus posiciones más juveniles algunos de estos escritores se inclinan hacia el anarquismo—. Pero el reverso de tan discutible postura es una especie de «mea culpa», surgiendo del análisis crudo de las razones profundas que llevaron al Desastre; y el repudio de la «España vigente», denominador común de este preclaro grupo de escritores, implica una afirmación de la «España posible». Diríamos que los noventaiochistas crean un espíritu de inconformismo, de inquietud, que envuelve una esperanza: la apelación a la «España real», oculta y oprimida tías los velos de la «España oficial». Y de tal modo pesará esa dicotomía en la segunda fase de la Restauración —la que corresponde al reinado personal de Alfonso XIII—, que toda la trayectoria política del primer tercio de nuestro siglo podría resumirse, a través de los distintos intentos de regeneración interna que lo van jalonando, en el empeño de identificar esas dos Españas.
Lo cual no quiere decir que el grupo intelectual del 98 haya sabido nunca definir con justeza la «España real», ni, por supuesto, lo que de forma demasiado vaga él entendía por «España oficial». Antes hemos hablado de dos ciclos revolucionarios en el mundo contemporáneo: el protagonizado por la burguesía —la revolución liberal—; el promovido por el obrerismo —la revolución socialista: entendamos esta en toda su amplitud y radicalismo, o bien en el sentido de un revisionismo a fondo del primer ciclo revolucionario—. No es difícil identificar el divorcio entre España oficial y España vital —término preferido por Ortega— como la tensión entre esos dos ciclos revolucionarios. Ahora bien, los hombres del 98 no rebasan de una visión estrictamente burguesa de la crisis española; su noción de la problemática social se queda en la epidermis —y ello explica muchas actitudes, en apariencia contradictorias, en la vorágine de 1936, pero también la inconsciencia radical de sus planteamientos de cara a los esfuerzos «regeneracionistas» de la política alfonsina—. La crítica de estos intelectuales, sin hacer justicia, por una parte, a la amplitud liberal de un sistema del que ellos constituían la mejor justificación[11], se limitaba, en el aspecto político, a una nostalgia del 68, y, en consecuencia, a una reserva rencorosa respecto al régimen que, de momento, había frenado aquel desbordamiento para después incorporarse aparentemente sus programas falseándolos en la práctica; pero en su vertiente social no pasaba, en la mayor parte de los casos, de un enfrentamiento —más o menos directo— con las columnas matrices en que todo el sistema canovista se apoyaba: la Iglesia y el ejército.
LAS FORTALEZAS CONSERVADORAS: IGLESIA Y EJÉRCITO
Cierto que el estamento eclesiástico, en la Restauración, carece de auténtica grandeza: se nos aparece siempre ligado a los círculos burgueses o a la aristocracia, y cada vez más alejado de las masas obreras; respecto a estas últimas, su actitud no supera un paternalismo que solo en escasas proporciones da paso a tímidas iniciativas a favor de una verdadera «justicia social». Su intransigencia ideológica —a veces muy alejada de un auténtico espíritu evangélico, hecho bien claro a la luz del Concilio Vaticano II—, la enfrentaba con las corrientes de pensamiento que afloran en la Institución Libre de Enseñanza, contra mínimas afirmaciones de independencia por parte del Estado —tal actitud se pondría de manifiesto, sobre todo, en la etapa de gobierno de Canalejas—: lo que recrudecía contra ella la oposición, a que antes aludíamos, por parte de amplios sectores intelectuales, sin que esa oposición se viera compensada por su crédito entre los humildes y los analfabetos (lo cual no excluye la existencia de grandes prelados, y la obra benemérita de determinados institutos eclesiásticos). El anticlericalismo en crecida tiene una de sus raíces en la ideología progresista; pero adquiere su dimensión más grave como consecuencia de la escasa «sensibilidad social» de esta Iglesia de la