Alfonso XIII y la crisis de la Restauración. Carlos Seco Serrano
(aceptadas por Cánovas en 1890 para no romper la continuidad esencial en la vida política del «sistema del turno», pero también porque estaba previsto el reverso de la ley, esto es, la viciada práctica electoral), tendría ya de inmediato consecuencias graves y trascendentes: en el plano de los partidos dinásticos —concretamente, en el seno de la familia conservadora—, el enfrentamiento de Silvela con Romero Robledo, representante el primero de un purismo o exigencia de autenticidad que había de hacer muy incómoda la postura canovista, y encarnación el segundo de una «picaresca» capaz de paliar los inconvenientes de la apertura democrática ante unas masas sin preparación efectiva para ejercer con independencia la plenitud de los derechos ciudadanos; en el plano de los núcleos sociales enemigos del régimen, una réplica violenta, a través de las organizaciones anarquistas[12] estimuladas más o menos por el terrorismo italiano que convertiría a Barcelona en la «ciudad de las bombas» (bombas del Liceo y atentado contra el general Martínez Campos en 1893; bomba en la procesión del Corpus de 1896). La acracia respondía a la falsa democracia sagastina atacando, de forma casi simbólica, a tres columnas básicas del Estado canovista: la burguesía de la industria y el comercio; el ejército; la Iglesia. En 1897, el ataque se lanzaría contra el propio estadista y artífice de la Restauración, Cánovas del Castillo. La muerte de Cánovas, en vísperas del desastre colonial, iba a abrir la primera crisis irreparable del sistema —muy pronto seguida por la humillación ultramarina—.
Y con Cánovas se iría toda una época. Incluso —aunque esté vedada al historiador la especulación en este sentido—, la posibilidad de que lo ocurrido en 1898 tomara cauces distintos a los del Desastre. Ahí queda, en efecto, la aguda sugerencia de Jesús Pabón:
La preferente condenación de Cánovas privó al 98 de una hipótesis: la de su reacción titánica, capaz de resistir y contrariar la pública opinión en el conflicto de las Carolinas, según la observación de Sánchez Toca, capaz quizá de concebir la solución de la independencia, conforme al juicio del duque de Tetuán. ¿Qué hubiera hecho Cánovas de encontrarse, como Sagasta y Moret, en la disyuntiva de la venta o la guerra? Porque él tenía —como Maeztu dijo— un “patriotismo desesperado”, ese que sirve a la hora de la desesperación[13].
Pero la réplica anarquista y la tensión interna de los partidos dinásticos no fueron las únicas consecuencias inmediatas de la inflexión democrática teóricamente impresa por Sagasta a la Restauración. Los años de la Regencia registraron otro fenómeno muy significativo, esencial en la configuración de nuestro tiempo: la formulación y el despliegue del catalanismo político —y todavía, indirecta o directamente estimulado por este, el del nacionalismo vasco—.
En apurada síntesis[14] podríamos decir que las corrientes que afluyen al catalanismo político son tres: la que procede de una posición tradicionalista a ultranza; la que brota en defensa de intereses económicos industriales a través de la polémica en torno al proteccionismo; la que intenta la adaptación de una doctrina más o menos exótica —la del federalismo pimargalliano—, en la visión concretamente catalana de Valenti Almirall.
El tradicionalismo catalanista abarca, a su vez, varias facetas: desde la puramente intelectual, filológica, literaria —en el espléndido despliegue de la Renaixença—, a la que se centra en defensa del «Derecho histórico catalán», emprendida por Duran y Bas; desde la de un carlismo foralista muy en conexión con el patriarcalismo rural del obispo Torras y Bages, al moderado «regionalismo conservador» expresado insuperablemente por Mañé y Flaquer. De hecho, estas facetas tradicionalistas son decisivas en la configuración mental del catalán de ayer y de hoy, más vertido, contra lo que suele creerse, a un sentimentalismo idealista que a las concretas realidades materiales, aunque estas no dejen de ejercer una fuerte presión sobre todo en determinados sectores de la sociedad barcelonesa.
Pues en efecto, tras lo que podríamos llamar «recreaciones puramente románticas», estás afirmándolas como réplica a uno de los dogmas de la escuela liberal progresista, las exigencias materiales de una sociedad urbana eminentemente industrial, agrupada sin disidencias en torno al principio del proteccionismo económico. No deja de ser curioso que estas dos razones de tensión o disentimiento respecto al Gobierno central hayan sido estímulo para las concepciones de Almirall, hijo espiritual de uno de los máximos demócratas de nuestro siglo XIX, el también catalán Pi.
En torno a la revolución de 1868 se habían abierto varios frentes de oposición desde Cataluña. La fuerte burguesía catalana, e incluso los elementos laborales ligados a ella a través de la industria y el comercio se agruparon estrechamente contra el librecambismo preconizado por el ministro Figuerola —catalán, por cierto—. El moderantismo isabelino en que había hallado excelente acomodo la revolución burguesa del segundo tercio del siglo, reaccionó contra los postulados democráticos del 69 a través de las campañas de prensa de Mañé y Flaquer, y en despliegue más extremo, estimulado por el anticlericalismo de las Constituyentes, en su apoyo a un carlismo que exaltaba la defensa de la libertad foral frente a la abstracta y uniforme libertad democrática.
La Restauración se benefició en principio de esta múltiple reacción. Pero la «apertura democrática» —desde el momento que Sagasta simbolizaba la herencia del 68—, abrió de nuevo el problema. En su manifestación más concreta, como réplica al librecambismo de Moret. En otro sentido, como reacción al proyecto uniformador y centralista del nuevo código civil. No deja de ser significativo el hecho de que en 1892 —cumplido plenamente el ciclo «democratizador» abierto por Sagasta en la Restauración conservadora— se articulen las «Bases de Manresa», o proyecto de Constitución regional catalana, en la que se cruzan «la fórmula federalista con reminiscencias de la antigua organización catalana y con el establecimiento del voto corporativo»[15].
[1] Sobre el influjo de este tipo de propaganda en el éxito de la revolución, véase el libro de José TERMES ARDÉVOL, El movimiento obrero en España. La Primera Internacional (1864-1881). Universidad de Barcelona, Facultad de Filosofía y Letras, Barcelona, 1965, pp. 21 y ss.
[2] La posición más audaz, en este orden de cosas —dentro del campo republicano—, es la de Pi y Margall cuyo pensamiento social supone, en cierto modo, una síntesis entre la tesis liberal-burguesa y la antítesis proletaria. Sobre el tema, véase el libro de Antonio JUTGLAR, Federalismo y revolución. Las ideas sociales de Pi y Margall. Universidad de Barcelona. Facultad de Filosofía y Letras, Barcelona, 1966; y mi prólogo a esa misma obra.
[3] El repudio, por parte de los internacionalistas, del programa pimargalliano, se hace evidente en los textos de la correspondencia del Consejo Federal de La Región Española, conservados en la Biblioteca Arús de Barcelona; por lo demás, en las Actas de la Asamblea de Valencia (1871), se dice, terminantemente: «La verdadera república democrática federal es la propiedad colectiva, la anarquía y la federación económica; o sea, la libre federación universal de las libres asociaciones obreras agrícolas e industriales, fórmula que acepta en todas sus partes» (Organización social de las secciones obreras de la Federación Regional Española, adoptada por el Congreso Obrero de Barcelona en junio de 1870, reformada por la Conferencia Regional de Valencia, celebrada en septiembre de 1871, y recomendada por el Congreso de Zaragoza, celebrado en abril de 1872, 2.a ed.. Valencia, 1872).
[4] También hay sobrados textos «internacionalistas» para glosar esta actitud. El endurecimiento del Gobierno, de cara al federalismo anarquista, a partir del acceso de Castelar a la presidencia, dejó muy atrás la posición de Sagasta en los tiempos de Amadeo.
[5] Véase Oriol VERGÉS MUNDO, La I Internacional en las Cortes de 1871, Universidad de Barcelona, Facultad de Filosofía y Letras. Barcelona, 1864, pp. 77-82 y 151 y ss.
[6] Véase TERMES, ob. cit., pp. 120 y ss.