Crimen y castigo. Fiodor M. Dostoïevski

Crimen y castigo - Fiodor M. Dostoïevski


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Un momento después insistió con violencia.

      No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no conducir a nada, habría sido una torpeza. No cabía duda de que la vieja estaba en casa; pero era suspicaz y debía de estar sola. Empezaba a conocer sus costumbres…

      Aplicó de nuevo el oído a la puerta y… ¿Sería que sus sentidos se habían agudizado en aquellos momentos (cosa muy poco probable), o el ruido que oyó fue perfectamente perceptible? De lo que no le cupo duda es de que percibió que una mano se apoyaba en el pestillo, mientras el borde de un vestido rozaba la puerta. Era evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo mismo que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la impresión de que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y refunfuñó unas palabras. Luego tiró del cordón de la campanilla por tercera vez, sin violencia alguna, discretamente, con objeto de no dejar traslucir la menor impaciencia. Este momento dejaría en él un recuerdo imborrable. Y cuando, más tarde, acudía a su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo había podido desplegar tanta astucia en aquel momento en que su inteligencia parecía extinguirse y su cuerpo paralizarse… Un instante después oyó que descorrían el cerrojo.

      Capítulo 7

      Como en su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y que en la estrecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con desconfianza desde la sombra.

      En este momento, el joven perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que estuvo a punto de echarlo todo a perder.

      Temiendo que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un hombre cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la puerta, Raskolnikof lo impidió mediante un fuerte tirón. La usurera quedó paralizada, pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que cayera de bruces. Después, viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el umbral, para no dejarle el paso libre, él se fue derecho a ella. Alena Ivanovna, aterrada, dio un salto atrás e intentó decir algo. Pero no pudo pronunciar una sola palabra y se quedó mirando al joven con los ojos muy abiertos.

      ‑Buenas tardes, Alena Ivanovna ‑empezó a decir en el tono más indiferente que le fue posible adoptar. Pero sus esfuerzos fueron inútiles: hablaba con voz entrecortada, le temblaban las manos‑. Le traigo… , le traigo… una cosa para empeñar… Pero entremos: quiero que la vea a la luz.

      Y entró en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él, dando suelta a su lengua.

      ‑¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?

      ‑Ya me conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof… Tenga; aquí tiene aquello de que le hablé el otro día.

      Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo observó con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e indignación. Pasó un minuto. Raskolnikof incluso creyó descubrir un chispazo de burla en aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese adivinado todo.

      Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría huido si aquel mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.

      ‑¿Por qué me mira así, como si no me conociera? ‑exclamó Raskolnikof de pronto, indignado también‑. Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me dirigiré a otra parte. No tengo por qué perder el tiempo.

      Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.

      ‑¡Es que lo has presentado de un modo!

      Y, mirando el paquetito, preguntó:

      ‑¿Qué me traes?

      ‑Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.

      Alena Ivanovna tendió la mano.

      ‑Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos te tiemblan. ¿Estás enfermo?

      ‑Tengo fiebre ‑repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió, con un visible esfuerzo‑: ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?

      Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La usurera le quitó el paquetito de las manos.

      ‑Pero ¿qué es esto? ‑volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.

      ‑Una pitillera… de plata… Véala.

      ‑Pues no parece que esto sea de plata… ¡Sí que la has atado bien!

      Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente.

      Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas.

      ‑Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! ‑exclamó la vieja, volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.

      No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.

      Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.

      La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.

      Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de sangre… Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya había visto.

      Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí… Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó… , pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta.

      Se


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