Crimen y castigo. Fiodor M. Dostoïevski

Crimen y castigo - Fiodor M. Dostoïevski


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se percibía el menor ruido. Sin más vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y empezó a bajar. Inmediatamente ‑sólo había bajado tres escalones‑ oyó gran alboroto más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio donde esconderse… Volvió a subir a toda prisa.

      ‑¡Eh, tú! ¡Espera!

      El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y corría escaleras abajo, no ya al galope, sino en tromba.

      ‑¡Mitri, Mitri, Miiitri! ‑vociferaba hasta desgañitarse‑. ¿Te has vuelto loco? ¡Así vayas a parar al infierno!

      Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo volvió a quedar en silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios hombres que conversaban a grandes voces empezaron a subir tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la sonora voz del joven de antes.

      Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su encuentro.

      «¡Sea lo que Dios quiera! Si me paran, estoy perdido, y si me dejan pasar, también, pues luego se acordarán de mí.»

      El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de pronto… , ¡la salvación! Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso abierto y vacío. Era el departamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir. Seguramente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y alborotando. Los techos estaban recién pintados. En medio de una de las habitaciones había todavía una cubeta, un bote de pintura y un pincel. Raskolnikof se introdujo en el piso furtivamente y se escondió en un rincón. Tuvo el tiempo justo. Los hombres estaban ya en el descansillo. No se detuvieron: siguieron subiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar a voces. Raskolnikof esperó un momento. Después salió de puntillas y se lanzó velozmente escaleras abajo.

      Nadie en la escalera; nadie en el portal. Salió rápidamente y dobló hacia la izquierda.

      Sabía perfectamente que aquellos hombres estarían ya en el departamento de la vieja, que les habría sorprendido encontrar abierta la puerta que hacía unos momentos estaba cerrada; que estarían examinando los cadáveres; que en seguida habrían deducido que el criminal se hallaba en el piso cuando ellos llamaron, y que acababa de huir. Y tal vez incluso sospechaban que se había ocultado en el departamento vacío cuando ellos subían.

      Sin embargo, Raskolnikof no se atrevía a apresurar el paso; no se atrevía aunque tendría que recorrer aún un centenar de metros para llegar a la primera esquina.

      «Si entrara en un portal ‑se decía‑ y me escondiese en la escalera… No, sería una equivocación… ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomara un coche? ¡Tampoco, tampoco… !»

      Las ideas se le embrollaban en el cerebro. Al fin vio una callejuela y penetró en ella más muerto que vivo. Era evidente que estaba casi salvado. Allí corría menos riesgo de infundir sospechas. Además, la estrecha calle estaba llena de transeúntes, entre los que él era como un grano de arena,

      Pero la tensión de ánimo le había debilitado de tal modo que apenas podía andar. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su semblante; su cuello estaba empapado.

      ‑¡Vaya merluza, amigo! ‑le gritó una voz cuando desembocaba en el canal.

      Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más turbado se sentía.

      Al llegar al malecón y verlo casi vacío, el miedo de llamar la atención le sobrecogió, y volvió a la callejuela. Aunque estaba a punto de caer desfallecido, dio un rodeo para llegar a su casa.

      Cuando cruzó la puerta, aún no había recobrado la presencia de ánimo. Ya en la escalera, se acordó del hacha. Aún tenía que hacer algo importantísimo: dejar el hacha en su sitio sin llamar la atención.

      Raskolnikof no estaba en situación de comprender que, en vez de dejar el hacha en el lugar de donde la había cogido, era preferible deshacerse de ella, arrojándola, por ejemplo, al patio de cualquier casa.

      Sin embargo, todo salió a pedir de boca. La puerta de la garita estaba cerrada, pero no con llave. Esto parecía indicar que el portero estaba allí. Sin embargo, Raskolnikof había perdido hasta tal punto la facultad de razonar, que se fue hacia la garita y abrió la puerta.

      Si en aquel momento hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado: «¿Qué desea?», él, seguramente, le habría devuelto el hacha con el gesto más natural.

      Pero la garita estaba vacía como la vez anterior, y Raskolnikof pudo dejar el hacha debajo del banco, entre los leños, exactamente como la encontró.

      Inmediatamente subió a su habitación, sin encontrar a nadie en la escalera. La puerta del departamento de la patrona estaba cerrada.

      Ya en su aposento, se echó vestido en el diván y quedó sumido en una especie de inconsciencia que no era la del sueño. Si alguien hubiese entrado entonces en el aposento, Raskolnikof, sin duda, se habría sobresaltado y habría proferido un grito. Su cabeza era un hervidero de retazos de ideas, pero él no podía captar ninguno, por mucho que se empeñaba en ello.

Parte 2

      Capítulo 1

      Raskolnikof permaneció largo tiempo acostado. A veces, salía a medias de su letargo y se percataba de que la noche estaba muy avanzada, pero no pensaba en levantarse. Cuando el día apuntó, él seguía tendido de bruces en el diván, sin haber logrado sacudir aquel sopor que se había adueñado de todo su ser.

      De la calle llegaron a su oído gritos estridentes y aullidos ensordecedores. Estaba acostumbrado a oírlos bajo su ventana todas las noches a eso de las dos. Esta vez el escándalo lo despertó. «Ya salen los borrachos de las tabernas ‑se dijo‑. Deben de ser más de las dos.»

      Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván.

      «¿Ya las dos? ¿Es posible?»

      Se sentó y, de pronto, acudió a su memoria todo lo ocurrido.

      En los primeros momentos creyó volverse loco. Sentía un frío glacial, pero esta sensación procedía de la fiebre que se había apoderado de él durante el sueño. Su temblor era tan intenso, que en la habitación resonaba el castañeteo de sus dientes. Un vértigo horrible le invadió. Abrió la puerta y estuvo un momento escuchando. Todo dormía en la casa. Paseó una mirada de asombro sobre sí mismo y por todo cuanto le rodeaba. Había algo que no comprendía. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado pasar el pestillo de la puerta? Además, se había acostado vestido e incluso con el sombrero, que se le había caído y estaba allí, en el suelo, al lado de su almohada.

      «Si alguien entrara, creería que estoy borracho, pero… »

      Corrió a la ventana. Había bastante claridad. Se inspeccionó cuidadosamente de pies a cabeza. Miró y remiró sus ropas. ¿Ninguna huella? No, así no podía verse. Se desnudó, aunque seguía temblando por efecto de la fiebre, y volvió a examinar sus ropas con gran atención. Pieza por pieza, las miraba por el derecho y por el revés, temeroso de que le hubiera pasado algo por alto. Todas las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces.

      Lo único que vio fue unas gotas de sangre coagulada en los desflecados bordes de los bajos del pantalón. Con un cortaplumas cortó estos flecos.

      Se dijo que ya no tenía nada más que hacer. Pero de pronto se acordó de que la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de la vieja estaban todavía en sus bolsillos. Aún no había pensado en sacarlos para esconderlos; no se le había ocurrido ni siquiera cuando había examinado las ropas.

      En fin, manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos vació los bolsillos sobre la mesa y luego los volvió del revés para convencerse de que no había quedado nada en ellos. Acto seguido se lo llevó todo a un rincón del cuarto, donde el papel estaba roto y despegado a trechos de la pared.


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