Panorama del Jazz en México durante el siglo XX.. Roberto Aymes

Panorama del Jazz en México durante el siglo XX. - Roberto Aymes


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no debe omitirse a las reinas Ella Fitzgerald4, Bessie Smith y Sarah Vaughan5.

      Durante mi más reciente visita, en compañía de mi esposa, disfruté mucho una incursión al Preservation Hall, donde escuchamos el mismo Jazz que oyen todos los turistas, pero tuvo para mí gran fuerza evocadora, reforzada por mi charla en la banqueta con el trompetista, quien me habló mucho de México. Años atrás, con mis hijos tuve la imborrable experiencia de un dúo de trompetas a la orilla del río: ambos negros; uno con canas incipientes; el otro un niño. ¿Su hijo, su pariente, su discípulo, su amigo? De todas formas, tan heredero suyo como de la más rancia tradición. En aquella Nueva Orléans, que aún no sufría la devastación del Katrina, se podía gozar por las calles de otros ritmos regionales como el zydeco, y atreverse a participar en una sesión de baile cajun, nombre dado a la música y la cocina importada desde Nueva Escocia o L’Acadie, por los acadienses o “acadians” que el uso acabó pronunciando cajun. Repertorio avalado por el Festival de Lafayette y gastronomía que pasea sus gumbos y sus jambalayas desde los suntuosos restaurantes hasta los figones más modestos. Poco se sabe en México de estos acervos, igualmente sabrosos para el oído y el paladar.

      Es imprescindible mencionar el intercambio espiritual que se produjo entre el Jazz y los músicos que llamamos “clásicos” o “de arte”. Gunther Schuller soñó con la apertura de una third stream que tuvo adeptos como el pianista Ran Blake, pero no llegó lejos. Pagaron tributos de variada especie compositores como Igor Stravinski, que hizo en 1945 su Concierto Ebony para Woody Herman, y tras él Hindemith, Poulenc, Kreneck y Kurt Weill, entre muchos otros. No deben olvidarse los músicos influenciados de diferentes maneras, como Gershwin, Bernstein, y Paul Newman con su arreglista Ferde Grofé.

      El Jazz vive, y como dice el editor de la revista “Down Beat”, John S. Wilson, “continúa analizando su pasado, redescubriéndose y retrocediendo hasta sus raíces que siempre han tenido la fuerza suficiente para devolver plenitud y frescura a su corriente”. Lozanía que un libro como éste contribuye a preservar.

      Para hablar del Jazz en México parece necesario bajar por dos vertientes. La de los músicos y los gestores que lo han impulsado, y la de los artistas extranjeros cuyas visitas fueron enriquecedoras.

      Recuerdo mis incursiones a los bares donde actuaban Tino Contreras, Chilo Morán, Mario Patrón y muchos cuyos nombres se me escapan, excepto el de Juan José Calatayud a quien cada semana escuchaba en un cafetín de Cuernavaca, adonde iba yo con el inolvidable Carlos de la Sierra.

      En parte con ese ejemplo, y en parte empujado por circunstancias buenas para el Jazz pero malas para mi bolsillo, dediqué un poco de mi actividad como empresario musical a la organización de conciertos. Debuté en esta línea con Charlie Mingus y después vinieron Dexter Gordon, Woody Shaw, Cal Tjader, Gerry Mulligan, los Heath Brothers, Lionel Hampton, Bobby Hutcherson, Chick Corea. También presenté a Ran Blake.

      Mis aventuras llegaron al Teatro de la Ciudad, con el resultado que siempre se obtiene cuando uno necesita asomarse a la burocracia del piso alto, que es la peor. Por allí anduvo, siempre cerca de mí, Roberto Aymes.

      Colofón de aquellas actividades fue la visita de un grupo atípico. El combo polaco de Andrzej Jagodzinsky, que asombró a México con su programa Chopin en Jazz. Sin juzgar calidad y ortodoxia jazzística, fue delicioso escuchar las improvisaciones sobre valses, polonesas, mazurkas y preludios con las que no tengo duda de que el propio compositor hubiese estado muy de acuerdo.

      Varios años después, durante un concierto en la Sala Carlos Chávez de la CU, donde yo estaba en calidad de público, Aymes promovió un aplauso en mi honor, presentándome como alguien que puso su fervor en apoyo del Jazz. Reconocimiento que agradezco, tanto más cuanto que es de los pocos recibidos en esta materia... y en muchas otras.

      Los caminos se bifurcaron de manera que Roberto y yo dejamos de vernos con la frecuencia de antes. Pero la buena amistad se prueba con la lejanía. Mi vida en Cuernavaca me llevó a meterme una vez más en andanzas teatrales. La ciudad y el clima me permiten una rutina que comienza ante el teclado de la computadora y termina en el del piano, pasando por el intermedio de la gimnasia en el jardín y, cuando la temperatura es propicia, una remojadita en la alberca.

      Un intento postrero de promoción musical, que pido al Cielo sea el último, propició la recuperación de un Roberto con el que no me veía, aunque tuviéramos los corazones cerca. Lo mejor del reencuentro está siendo este libro, que tiende a testimoniar una etapa del Jazz en México, donde coincidieron dos personajes si no completamente locos, tampoco muy alejados de esa cualidad. Uno de ellos, que soy yo, persistió en su nomadismo cultural. El otro sigue su línea invariable que arranca de una mística, y le ha dado al Jazz un músico prominente y un terco apóstol.

      Estas páginas, que reúnen colaboraciones periodísticas, me parecen un panorama valioso de nuestra historia jazzística, en el que solamente un conocedor como Roberto puede precisar los planos del paisaje. Propician una mirada que nos permite relacionar el pasado con un presente que nos parece pobre, y en realidad lo es. En Jazz, en música, en arte y en cultura no puede hablarse de avances cuando a los promotores que no sean del equipo se les cierran puertas, cuando la gente del gobierno carece de formación cultural y la más alta jerarquía que se da bofetadas con los sustantivos y con los adverbios.

      El libro que se ofrece, más que testimonio del Jazz, es un jirón de nuestra historia musical reciente.


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