Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa

Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa


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a derrotarlo en guerra abierta, y ni sus negros senegaleses, ni sus camiones, ni aun sus tanques, fueron de utilidad en un desierto que los tuareg y sus meharis dominaban, de punta a punta.

      Los tuareg eran pocos y dispersos, mientras los soldados llegaban de la metrópoli o las colonias como nubes de langosta, hasta que amaneció un día en que ni un camello ni un hombre, ni una mujer, ni un niño pudo beber en el Sáhara, sin permiso de Francia.

      Ese día, los «imohag», cansados de ver morir a sus familias, depusieron las armas.

      Desde ese momento fueron un pueblo condenado al olvido; una «nación» que no tenía razón alguna de existir puesto que las razones de esa existencia:

      la guerra y la libertad, habían desaparecido.

      Aún quedaban familias dispersas, como la de Gacel, perdidas en confines del desierto, pero ya no estaban compuestas por grupos de guerreros orgullosos y altivos, sino por hombres que continuaban rebelándose interiormente, sabiendo a ciencia cierta que jamás volverían a ser el temido «Pueblo del Velo», «de la Espada» o «de la Lanza».

      Sin embargo, los «imohag» continuaban siendo dueños del desierto, desde la «hamada» al «erg» o a las altas montañas batidas por el viento, pues el verdadero desierto no eran los pozos en él desperdigados, sino los miles de kilómetros cuadrados que los circundaban, y lejos del agua no existían franceses, «áscaris» senegaleses, ni aun beduinos, pues estos últimos, conocedores también de las arenas y los pedregales, transitaban tan solo por las pistas, de pozo a pozo, de pueblo a pueblo, temerosos de las grandes extensiones desconocidas.

      Únicamente los tuareg, y en especial los tuareg solitarios, afrontaban sin miedo a la «tierra vacía», aquella que no era más que una mancha blanca en los mapas, donde la temperatura hacía hervir la sangre en los mediodías calurosos, no crecía ni el más leñoso de los arbustos, e incluso las aves migradoras las esquivaban en sus vuelos a cientos de metros de altura.

      Gacel había atravesado dos veces en su vida una de esas manchas de «tierra vacía». La primera fue un reto cuando quiso demostrar que era un digno descendiente del legendario Turki, y la segunda, ya hombre, cuando quiso demostrarse a sí mismo que seguía siendo digno de aquel Gacel capaz de arriesgar la vida en sus años mozos.

      El infierno de sol y calor; el horno desolado y enloquecedor, ejercían una extraña fascinación sobre Gacel; fascinación que nació una noche, muchos años atrás, cuando al amor de la lumbre oyó hablar por primera vez de «la gran caravana» y sus setecientos hombres y dos mil camellos tragados por una «mancha blanca» sin que ni uno solo de esos hombres o bestias regresara jamás.

      Se dirigía de Gao a Trípoli y estaba considerada como la mayor caravana que los ricos mercaderes «haussas» organizaron nunca, guiada por los más expertos conocedores del desierto, transportando a lomos de elegidos meharis una auténtica fortuna en marfil, ébano, oro y piedras preciosas.

      Un lejano tío de Gacel, del que él llevaba el nombre, la custodiaba con sus hombres, y también se perdió para siempre, como si jamás hubieran existido; como si hubiera sido solo un sueño.

      Muchos fueron los que en los años siguientes se lanzaron a la loca aventura de reencontrar sus huellas con la vana esperanza de apoderarse de unas riquezas que, según la ley no escrita, pertenecían a quien fuera capaz de arrebatárselas a las arenas, pero las arenas guardaron bien su secreto. La arena era capaz, por sí sola, de ahogar bajo su manto ciudades, fortalezas, oasis, hombres y camellos, y debió llegar, violenta e inesperada, transportada en brazos de su aliado, el viento, para abatirse sobre los viajeros, atraparlos y convertirlos en una duna más entre los millones de dunas del «erg».

      Cuántos murieron después persiguiendo el sueño de la mística caravana perdida, nadie podía decirlo, y los ancianos no se cansaban de rogar a los jóvenes que desistieran en tan loco intento:

      «–Lo que el desierto quiere para sí, es del desierto –decían–. Alá proteja al que trate de arrebatarle su presa...».

      Gacel ambicionaba tan solo desvelar su misterio; la razón por la que tantas bestias y tantos hombres desaparecieron sin dejar rastro, y cuando se encontró por primera vez en el corazón de una de las «tierras vacías», lo comprendió, pues se podría pensar que no setecientos, sino siete millones de seres humanos se diluirían fácilmente en aquel abismo horizontal del que lo extraño era que alguien, no importaba quien, saliera con vida.

      Gacel salió. Por dos veces. Pero «imohags» como él no había muchos y por ello el «Pueblo del Velo» respetaba a Gacel «el Cazador, inmouchar» solitario que dominaba territorios que ningún otro pretendió nunca dominar.

      Aparecieron ante su «jaima» una mañana. El anciano se encontraba en las puertas mismas de la muerte y el joven, que le había transportado a hombros los dos últimos días, apenas pudo susurrar unas palabras antes de caer sin sentido.

      Ordenó que acondicionaran para ellos la mejor de las tiendas y sus esclavos y sus hijos los atendieron día y noche en una desesperada batalla por conseguir, contra toda lógica, que continuasen en el mundo de los vivos.

      Sin camellos, sin agua, sin guías, y no perteneciendo a una raza del desierto parecía un milagro de los cielos que hubieran logrado sobrevivir al pesado y denso «sirocco» de los últimos días.

      Llevaban, por lo que pudo comprender, más de una semana vagando sin rumbo por entre las dunas y los pedregales, y no supieron decir de dónde venían, quiénes eran, ni hacia dónde se encaminaban. Era como si hubieran caído de pronto en una de aquellas estrellas fugitivas y Gacel los visitó mañana y tarde, intrigado por su aspecto de hombres de ciudad, sus ropas, tan inadecuadas para recorrer el desierto, y las incomprensibles frases que pronunciaban entre sueños en un árabe, tan puro, y educado, que el targuí apenas conseguía descifrar.

      Por fin, al atardecer del tercer día, encontró despierto al más joven, que inmediatamente quiso saber si aún se encontraban muy lejos de la frontera.

      Gacel le miró con sorpresa:

      –¿Frontera? –repitió–. ¿Qué frontera? El desierto no tiene fronteras... Al menos, ninguna que yo conozca.

      –Sin embargo –insistió el otro–, tiene que existir una frontera. Está por aquí, en alguna parte...

      –Los franceses no necesitan fronteras. –Le hizo notar–. Dominan el Sáhara de punta a punta.

      El desconocido se irguió sobre el codo y le observó con asombro.

      –¿Franceses? –inquirió–. Los franceses se fueron hace años... Ahora somos independientes –añadió–. El desierto está formado por países libres e independientes. ¿Es que no lo sabías?

      Gacel meditó unos instantes. Alguien, alguna vez, le había hablado de que, muy al Norte, se estaba librando una guerra en la que los árabes pretendían sacudirse el yugo de los «rumis», pero no prestó atención al hecho, pues esa guerra venía librándose desde que su abuelo tenía memoria.

      Para él ser independiente era vagar a solas por su territorio y nadie se había molestado en venir a comunicarle que pertenecía a un nuevo país.

      Negó con un gesto:

      –No. No lo sabía –admitió confuso–. Ni sabía tampoco que existiera una frontera. ¿Quién es capaz de trazar una frontera en el desierto? ¿Quién evita que el viento lleve la arena de un lado a otro? ¿Quién impedirá que los hombres la atraviesen...?

      –Los soldados.

      Le miró con asombro.

      –¿Soldados? No hay suficientes soldados en el mundo para proteger una frontera en el desierto... Y los soldados le temen. –Sonrió levemente bajo el velo que le ocultaba el rostro que jamás descubría cuando se encontraba ante extraños–. Únicamente nosotros, los «imohag», no tememos al desierto. Aquí, los soldados son como agua derramada: la arena se los traga.

      El joven quiso decir algo, pero el targuí advirtió que se encontraba fatigado, y le obligó a recostarse en


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