La bestia humana. Emile Zola
y se estrenó la bella navaja nueva. Fue un triunfo: cortaba de manera divina.
—Pero, ¿y tu asunto? ¡Cuéntame! —pidió Severina—. Me estás haciendo hablar todo el tiempo y no me dices cómo ha terminado lo del subprefecto.
Entonces, Roubaud le contó en detalle la forma en que le había recibido el jefe de la explotación. ¡Oh, sí, un lavado de primera! Se había defendido, había revelado la verdad, había dicho cómo ese mequetrefe del subprefecto se había obstinado en subir con su perro en un coche de primera clase, cuando había uno de segunda reservado para los cazadores y sus bestias, y la disputa que había resultado de ello, y las palabras a las que se había llegado. En suma, el jefe le daba la razón por haber deseado que se respetase el orden; pero lo terrible era aquella frase que el mismo Roubaud no negaba haber pronunciado: “¡No serán siempre los amos!”.
Sospechaban que era republicano. Las discusiones que habían marcado la apertura de la sesión de 1869, y el sordo temor a las próximas elecciones generales, hacían al gobierno desconfiado. Seguramente le habrían trasladado si no hubiera tenido la buena recomendación del presidente Grandmorin. Pero, aun así, había tenido que firmar la carta de excusa, aconsejada y redactada por este último.
Severina le interrumpió gritando:
—¿Ves cómo hice bien en escribirle y como hicimos bien en hacerle una visita los dos esta mañana, antes de que recibieras tu jabón? Sabía que él nos sacaría del atolladero.
—Sí, te quiere mucho —prosiguió Roubaud—, y tiene él mucha manga ancha en la Compañía... Pero fíjate, ¿de qué sirve ser buen empleado? ¡Oh, no me han escatimado los elogios!, poca iniciativa, pero buena conducta, obediencia, valor, en fin, todo... Y bien, querida mía, de no ser tú mi mujer y de no intervenir Grandmorin en mi favor, por la amistad que te tiene, habría estado perdido y me mandarían a cumplir la penitencia, en alguna miserable estación.
Ella tenía la mirada fija en el vacío y murmuraba, cual si se hablase de sí misma:
—¡Oh! no cabe duda, es un hombre que tiene mucha manga ancha.
Hubo un silencio. Ella permanecía sentada con los ojos muy abiertos y la mirada perdida a lo lejos. Evocaba, sin duda, los días de su infancia, allá en el castillo de Doinville, a cuatro leguas de Rouen. Nunca había conocido a su madre. Cuando murió su padre, el jardinero Aubry, acababa de cumplir los doce años. Fue entonces cuando el presidente, que ya era viudo, permitió que permaneciera al lado de su hija Berta, bajo la vigilancia de su hermana, la señora Bonnehon. Ésta, esposa de un fabricante, había enviudado también, y era a ella a quien pertenecía ahora el castillo. Berta, que llevaba a Severina dos años, se había casado, seis meses después de la boda de su compañera, con el señor De Lachesnaye, consejero del tribunal de Rouen, hombrecillo seco y de tez biliosa. El año anterior el presidente, que por entonces se hallaba a la cabeza de aquel tribunal de su tierra, se había retirado después de una magnífica carrera. Nacido en 1804, sustituido en Digne al día siguiente de la revolución de 1830, había desempeñado el mismo cargo en Fontainebleau y en París, siendo luego fiscal en Troyes, procurador general en Rennes y, finalmente, primer presidente en Rouen. Este hombre, millonario y miembro del Consejo General desde 1855, fue nombrado comandante de la Legión de Honor el día mismo de su jubilación. Y por lejos que remontasen sus recuerdos, siempre Severina le veía tal como era aún, rechoncho y fornido, prematuramente encanecido, con cabellos cortos de un blanco dorado propios de hombre rubio, con su collar de barbas bien cortado, sin bigote y con un rostro cuadrado que parecía severo debido a los ojos de un azul duro y a la gruesa nariz. Era de modales rudos, y todos los que se hallaban a su alrededor temblaban ante él.
Roubaud tuvo que alzar la voz al repetir dos veces:
—Pero, ¿en qué estás pensando?
Severina se estremeció, como sorprendida y presa de miedo. —En nada —dijo.
—No comes. ¿Es que ya no tienes hambre?
—Sí, ahora verás.
Había tomado de golpe el vino blanco y se dispuso a acabar con el resto de la rebanada de pâté que tenía en su plato. De pronto se produjo una alarma: se habían comido el pan de una libra, y ya no quedaba un solo bocado para el queso. Hubo gritos, que se convirtieron en risas cuando, al buscar por todas partes, acabaron por descubrir, en el fondo del aparador de la señora Victoria, un pedazo de pan seco Aunque la ventana estaba abierta, hacía calor, y Severina, que tenía la estufa a sus espaldas, seguía acalorada y parecía aún más sonrosada, llena de excitación por lo imprevisto de este almuerzo animado. A propósito de la señora Victoria, Roubaud volvió a hablar de Grandmorin: ¡otra que tenía razones de sobra para estarle agradecida! Siendo joven había dado a luz un hijo ilegítimo, que murió. Entonces se convirtió en nodriza de Severina, pues ella había costado la vida a su madre. Casada, más tarde, con uno de los fogoneros de la Compañía, la señora Victoria vivía en París, al lado de un marido derrochador, sosteniéndose apenas gracias a la costura, cuando un encuentro casual con Severina tuvo por resultado el estrechar los antiguos lazos que unían a las dos mujeres, y al hacer también de la otra una protegida del presidente. Gracias a él, la señora Victoria había obtenido ahora un puesto en la salubridad; la custodia de los gabinetes de lujo para señoras, que eran los mejores. La Compañía no le pagaba más que cien francos al año, pero ella sacaba, con las propinas, casi mil cuatrocientos, sin contar el alojamiento, pues incluso la calefacción de aquel cuarto le era pagada. En suma, una situación muy agradable. Y Roubaud calculaba que si Pecqueux, el marido, en vez de ir de parranda en las dos terminales de la línea, contribuyese con sus dos mil ochocientos francos de sueldo fijo y primas, entonces el matrimonio reuniría más de cuatro mil francos, o sea el doble de lo que ganaba él como segundo jefe de estación en El Havre.
—Sin duda —concluyó— no le gustaría a cualquier mujer limpiar los gabinetes. Pero no hay oficio malo.
Mientras tanto, lo más agudo de su hambre se había apaciguado y ya no comían sino con aire de pereza, cortando el queso en pedacitos para prolongar el placer.
También sus palabras se hacían lentas.
—A propósito —exclamó Roubaud— se me olvidó preguntarte... ¿Por qué no quisiste aceptar cuando el presidente te invitó a pasar dos o tres días en Doinville?
Su espíritu, sumido en el bienestar de la digestión, acababa de evocar la visita que, en la mañana, había hecho el matrimonio al hotel de la calle de Rocher, junto a la estación; se había visto otra vez en aquel gran gabinete de aspecto severo, oyendo al presidente decir que saldría el día siguiente para Doinville. Luego, y como cediendo a una súbita idea, Grandmorin había expresado el deseo de tomar con ellos, la misma tarde, el tren de las seis y treinta y llevar luego a su ahijada a casa de su hermana, que hacía ya mucho tiempo que la estaba esperando con impaciencia. Pero Severina había alegado toda clase de razones que, según decía, la retenían.
—Sabes —prosiguió Roubaud— este pequeño viaje no me habría desagradado. Hubieras podido quedarte hasta el jueves. Yo me habría conformado. En nuestra posición los necesitamos, ¿no es cierto? No me parece prudente rechazar sus atenciones, y menos cuando tu negativa les debió causar verdadera pena... Por eso, no he cesado de insistir que aceptaras, hasta que me tiraste del gabán. Entonces dije lo mismo que tú, pero sin comprender... Ahora dime, ¿por qué no quisiste?
Severina, evitando su mirada, hizo un ademán de impaciencia. —¿Acaso podría dejarte solo?
—Ésa no es una razón —dijo Roubaud—. Desde que nos casamos, hace tres años, te has ido dos veces a Doinville para pasar allí una semana entera. Nada impedía que te fueras una vez más.
La confusión de su mujer aumentaba. Volvió la cabeza al contestar.
—Sencillamente, no tenía ganas. No vas a obligarme a hacer cosas que me desagraden.
Roubaud abrió los brazos, como para declarar que no la obligaba a nada.