La bestia humana. Emile Zola
tratar ella de librar su mano, Roubaud sintió la sortija, aquella pequeña serpiente de oro con cabeza de rubíes, olvidada en su dedo. Se la arrancó y, en un nuevo acceso de ira, la aplastó con el tacón sobre los ladrillos. Luego se puso a andar de un extremo a otro del cuarto, mudo y aterrado. Ella, sentada en el borde de la cama, le miraba con sus grandes ojos fijos. Y el terrible silencio continuó.
La ira de Roubaud no se calmaba. Apenas había comenzado a disiparse cuando volvía, en grandes olas redobladas, arrastrándole hacia el vértigo. Entonces ya no era dueño de sí y, convertido en juguete del viento de violencia que le golpeaba, se debatía en el vacío: sólo obedecía a la necesidad única de apaciguar la bestia que aullaba en él. Era una necesidad física, espontánea, como la sed de la venganza que le retorcía el cuerpo y que ya no le daba tregua alguna hasta que la hubiera satisfecho.
Sin detenerse un solo instante, golpeaba sus sienes con ambos puños, balbuceando con voz angustiosa:
—¿Qué es lo que he de hacer?
A esa mujer, a la que no había matado en seguida, ahora ya no la mataría. Su cobardía, al perdonarle la vida, exasperaba su furia. Era un cobarde, y si no la había ahogado con sus manos, era porque seguía deseándola. Sin embargo, no podía conservarla a su lado después de lo sucedido. ¿Entonces, la echaría fuera? ¿La arrojaría a la calle para no volverla a ver nunca? Y una nueva oleada de sufrimiento le invadió, una execrable náusea le agobió cuando se dio cuenta de que ni siquiera eso haría. Entonces, ¿qué? ¿Habría de resignarse a aceptar la abominación y a llevarse a esta mujer a El Havre; a continuar la apacible vida con ella, como si no hubiera pasado nada? ¡No, no! ¡Antes la muerte, la muerte para los dos, al instante! Y Roubaud se sintió presa de una angustia tal que, perturbado, gritó:
—¿Qué he de hacer?
Desde la cama, en la que había permanecido sentada, Severina continuaba siguiéndole con sus grandes ojos. Movida por la serena afección que le inspiraba su marido, se apiadaba de él viendo su dolor desmesurado. Las brutales palabras, los golpes, los habría ella excusado; pero aquel arrebato le causó una sorpresa de la que aún no se había repuesto. Ella, tan pasiva, tan dócil; que, ya de niña, se había sometido a los deseos de un anciano; que, más tarde, se había dejado casar, queriendo, únicamente, arreglar las cosas: ella no lograba comprender tal explosión de celos por una falta de antaño, de la que se arrepentía, que había realizado sin vicio, en la que sus sentidos apenas si habían despertado. Severina, en su seminconsciencia de niña dulce y casta a pesar de todo, miraba a su marido, que iba y venía y daba vueltas con furia, como habría mirado a un lobo, a un ser de especie diferente. ¿Qué era lo que le movía? ¡Había tantos que desconocían la ira! Lo que le espantaba era ver desencadenada, enloquecida y presta a morder, a la bestia que había adivinado en él desde hacía años, escuchando ciertos gruñidos sordos. ¿Qué decirle para impedir una desgracia?
A cada vuelta, Roubaud pasaba, cerca de la cama, ante Severina; ella esperaba que una vez se aproximara más. Al fin osó hablarle.
—Querido —empezó—, escucha...
Pero él no la oía. Ya se dirigía hacia el lado opuesto del cuarto, como una paja azotada por la tempestad, repitiendo sin cesar:
—¿Qué haré, Dios mío, qué haré?
Por fin, cogiéndole de la muñeca, logró ella detenerlo por un instante.
—¡Vamos, querido! Si yo misma me negué a ir... —dijo—. ¡Yo no habría ido nunca, nunca! Te quiero a ti.
Y se volvía cariñosa, atrayéndolo hacia sí, tendiéndole sus labios para que los besase. Pero Roubaud, dejándose caer a su lado, la rechazó con un movimiento de horror.
¡Ah, perra! Ahora sí quieres. Hace un rato, no quisiste, no tuviste ganas de mí. Ahora quieres, para no perderme, ¿eh? Cuando se tiene a un hombre así sujeto se le tiene sólidamente. Pero me quemaría si te toco. ¡Sí, siento que me quemaría la sangre como un veneno!
Se estremeció. La idea de poseerla, la imagen de sus cuerpos arrojados sobre la cama le atravesaba como una llama. Y en medio de la turbia noche de sus impulsos, desde el fondo de sus manchados deseos que sangraban, de pronto se irguió la necesidad de la muerte.
—Para que no reviente al seguir contigo, ¡es preciso que reviente el otro! —exclamó—. ¡Tengo que matarlo, tengo que matarlo! Su voz crecía. Se había levantado y, al repetir la palabra, parecía él crecer. Se diría que esta decisión le calmaba. Calló y, avanzando lentamente, se aproximó a la mesa, fascinado por el brillo de la navaja abierta. Con un movimiento maquinal, la cerró y se la metió en el bolsillo. Y con las manos pendientes, y la mirada perdida a lo lejos, permaneció inmóvil, en el mismo lugar. Meditaba. Los obstáculos que surgían ante su espíritu, le obligaban, al parecer, a un gran esfuerzo mental, pues dos grandes arrugas cruzaban su frente. Para encontrar la solución, se acercó a la ventana. La abrió y bañó su rostro en el aire fresco del crepúsculo. Detrás de él, su mujer, oprimida de nuevo por el temor, se había levantado y, sin osar hacer preguntas, tratando de adivinar lo que estaba pasando en aquel cráneo duro, esperaba, erguida frente al vasto cielo.
Anochecía. Las casas lejanas se dibujaban negras sobre el fondo; el extenso espacio de la estación se llenaba de bruma violada. Por el lado de Batignolles especialmente, la profunda trinchera parecía sumergida en cenizas que iban borrando las armaduras del Puente de Europa. Hacia París, un último reflejo del día convertía en pálidas las vidrieras de las grandes salas de los andenes cubiertos, mientras que, por debajo de los tejados, las tinieblas flotaban densas. De pronto, saltaron chispas y algo comenzó a centellear: encendían las lámparas de gas a lo largo de los andenes. Una gran claridad blanca aparecía allí: el faro de la locomotora del tren de Dieppe, que atestado de pasajeros, con las portezuelas ya cerradas, sólo esperaba, para salir, la señal del jefe segundo de servicio. Acababa de surgir un obstáculo: la luz roja de la aguja cerraba ya la vía, cuando una pequeña máquina entró para llevarse algunos coches que, por una maniobra mal ejecutada, se habían quedado en el camino. Sin cesar huían los trenes por la sombra creciente en medio del inextricable entretejido de rieles e hileras de vagones estacionados en las vías de reserva. Uno salía hacia Argenteuil, otro hacia Saint-Germain; un tercero, muy largo, llegaba de Cherbourgo. Se multiplicaban las señales, los silbidos, los toques de bocina, y por todas partes, uno tras otro, aparecían fuegos encarnados, verdes, amarillos, blancos. Era una confusión, corriente en esa hora turbia de entre el día y la noche; y parecía que todo se iba a romper, que todo pasaba, se desprendía, se rozaba con un mismo movimiento suave y lento, apenas visible en medio del crepúsculo. Ahora la luz roja de la aguja se extinguió, el tren de Dieppe silbó y se puso en marcha. Desde el pálido cielo comenzaban a bajar volando algunas raras gotas de lluvia. La noche iba a ser muy húmeda.
Cuando Roubaud volteó, su rostro parecía hinchado de obstinación y como invadido por la sombra del anochecer. Estaba decidido. Su plan estaba hecho. A la luz del moribundo día, miró hacia el cuadrante del reloj de cuclillo y dijo en voz alta:
—Las cinco y veinte.
Sintió asombro: ¡una hora, una hora apenas! ¡Y cuánto había pasado! Hubiera creído que hacía semanas que los dos estaban allí, en aquel suplicio.
—Las cinco y veinte. Tenemos tiempo.
Severina, que no osaba interrogarlo, no había dejado de seguirle con sus ansiosas miradas. Lo vio rebuscar en el armario, luego sacar de un cajón algunas hojas de papel, un pequeño frasco de tinta y una pluma.
—¡Toma! —ordenó Roubaud—. Ahora vas a escribir.
—¿A quién?
—A él... Siéntate.
Y como ella, instintivamente, se alejaba de la silla, ignorando aún lo que Roubaud iba a exigirle, éste la hizo volver y la sentó con tanta fuerza ante la mesa, que Severina se quedó allí.
—Escribe... “Salga esta tarde en el expreso