La bestia humana. Emile Zola
de la barrera del paso a nivel.
Como si Misard pudiera oírla, la tía Fasia bajó la voz con un estremecimiento.
—Me está envenenando —cuchicheó.
Jacobo tuvo un sobresalto ante tal confidencia, y sus ojos, al volverse hacia la ventana, siguiendo la mirada de su madrina, se nublaron de nuevo por aquella extraña turbación, aquel ligero velo rojizo que parecía empañar su brillo negro, teñido de reflejos dorados.
—¡Oh, tía Fasia, qué idea! —murmuró—. Parece tan dulce y tan inofensivo.
Un tren que iba a El Havre acababa de pasar, y Misard salía de su puesto para cerrar la vía detrás de él. Jacobo observaba cómo subía la palanca, haciendo aparecer la señal roja. Era un hombrecillo endeble, de cabello y barba pobres y descoloridos, y con un rostro hundido y miserable. Silencioso y tímido, no se enfadaba nunca, y ante sus superiores hacía alarde de una cortesía obsequiosa. Ahora entraba en su barraca de tablas para escribir en el libro de control la hora de paso del tren y pulsar los dos botones eléctricos, de los cuales uno servía para dejar la vía libre desde el puesto precedente, mientras que el otro anunciaba el tren al puesto siguiente.
—¡Ay, no lo conoces! —prosiguió la tía Fasia—. Te digo que me está haciendo tomar alguna porquería. Yo, que era tan fuerte... Habría podido comérmelo, ¡y resulta que es él, ese mequetrefe, ese harapiento, quien me está comiendo!
Presa de un rencor sordo, mezclado de terror, desahogaba su corazón, feliz de tener, por fin, alguien que la escuchara. ¿Dónde había tenido la cabeza al casarse con semejante socarrón y, además, tan mísero y tacaño? ¡Ella, que le llevaba cinco años y que tenía dos hijas ya mayorcitas, de seis y de ocho años! Diez años se cumplirían pronto, desde que había hecho tan brillante negocio, y no había pasado ni una sola hora sin que se arrepintiera. Una vida perra, un destierro en aquel rincón glacial del Norte, donde temblaba de frío; un aburrimiento para morirse, sin tener a nadie con quién hablar, ni siquiera una vecina. Él era un antiguo peón caminero que a la sazón ganaba mil doscientos francos como vigilante estacionario; ella seguía cobrando por la barrera, de la que ahora se encargaba Flora, los cincuenta francos que había recibido al principio. Y esto era el presente y el porvenir. Ninguna esperanza, ninguna perspectiva, sino pudrirse en ese desierto, a mil leguas de todo ser viviente. Lo que no contaba, eran aquellos consuelos que había recibido antes de caer enferma; entonces su marido trabajaba fuera y ella guardaba la barrera sola, con sus dos hijas. En aquellos días tenía, desde Rouen hasta El Havre, a lo largo de toda la línea, tal reputación de mujer hermosa, que los inspectores de la vía solían visitarla de paso y hasta había rivalidades entre ellos; los empleados de otros servicios procuraban ser mandados siempre en jiras de inspección, ansiosos de vigilarla más de cerca. El marido no molestaba a nadie. Deferente hacia todo el mundo, iba y venía, deslizándose por las puertas sin llamar la atención, aparentando no ver nada. Pero aquellas diversiones habían cesado, y la señora Misard pasaba, desde entonces, semanas y meses sentada en la misma silla, en medio de una soledad infinita, sintiendo, de hora en hora, descomponerse un poco más de su cuerpo.
—Te lo digo —concluyó— es él: me odia y acabará conmigo, por endeble que él sea.
El brusco ruido de un timbre le hizo lanzar una inquieta mirada hacia fuera. Era el puesto precedente que anunciaba a Misard el paso de un tren que iba rumbo a París; la aguja del aparato de vigilancia, colocado junto a la ventana, se inclinaba indicando esa dirección. Misard detuvo el timbre y salió para anunciar el tren con dos toques de bocina. Flora cerró la barrera, y luego él se colocó junto a ella, manteniendo recta frente a sí la bandera envuelta en su funda de cuero. Se podía escuchar el creciente rugido del tren, un expreso que se aproximaba escondido en una curva de la vía. Ahora pasaba como un relámpago, moviendo la casucha y amenazando arrastrarla tras de sí en medio de un huracán. Flora volvía ya a sus hortalizas, y Misard, después de cerrar tras del tren la vía ascendente, fue a abrir de nuevo la descendente, bajando la palanca para quitar la señal roja. Otro sonido del timbre, acompañado por la elevación de la aguja opuesta, acababa de advertirle que el expreso que había pasado hacía cinco minutos, había ya franqueado el puesto siguiente. Volvió a entrar, previno a los dos puestos, inscribió el paso, y esperó. Tarea siempre igual, que realizaba durante doce horas, viviendo y comiendo allí, sin leer tres líneas de un periódico, se diría, incluso, que bajo su cráneo oblicuo, se agitara una sola idea.
Jacobo, que en otro tiempo solía hacer a su madrina objeto de sus bromas por los estragos que causaba entre los inspectores de la vía, no pudo contener una sonrisa, diciendo:
—Bien puede ser que tenga celos.
Fasia se encogió de hombros y con un dejo de lástima y con una risa irresistible que hizo brillar sus pálidos ojos, exclamó:
—¿Qué estás diciendo? Él, ¡celoso! Aquello siempre le tuvo sin cuidado mientras no le costaba dinero.
Luego, asaetada de nuevo por un estremecimiento, añadió:
—No, no, no le interesaba aquello. No le interesa nada excepto el dinero. Estamos reñidos por otro motivo. No quise darle los mil francos de papá, el año pasado, ¿sabes?, cuando heredé. Entonces me amenazó, y caí enferma... Y el mal ya no me ha dejado desde aquel día, sí, desde aquel mismo día.
El joven comprendió, y creyendo que eran temores infundados, de esos que tienen las mujeres enfermas, quiso apartarla de sus ideas. Mas ella meneaba la cabeza con obstinación, segura de lo que decía. Y Jacobo, deseoso de tranquilizarla, le aconsejó finalmente:
—Y bien, nada más fácil, si quiere usted que esto termine: dele los mil francos.
Se levantó de un salto, como impulsada por una fuerza extraordinaria. Pareció resucitada, cuando, violenta, gritó:
—¡Mis mil francos! ¡Jamás! Prefiero reventar... ¡Ah! ¡Bien escondidos los tengo, bien escondidos! Aunque revuelvan toda la casa, nadie los encontrará... ¡Y bastante la ha revuelto el muy astuto! ¡Le he oído, de noche, dar golpes a las paredes! ¡Busca, busca! Sólo cuando veo alargarse su nariz recobro la paciencia... Aun queda por saber quién de los dos flaqueará primero, si él o yo. Estoy con cien ojos, no tomo nada de lo que toque él. Y aunque muriera, no los vería, no vería él mis mil francos. Preferiría que los guardara la tierra.
Se dejó caer sobre la silla, exhausta. Al oír un nuevo toque de bocina, volvió a temblar. Era Misard, que desde el umbral del puesto de vigilancia señalaba la llegada del tren de El Havre. La tía Fasia, a pesar de su obstinación en negarle la herencia, le tenía miedo, un miedo secreto, que iba creciendo. Era el terror del coloso ante el insecto que le roe. El tren anunciado, un tren omnibus que había salido de París a las doce y cuarenta y cinco, aparecía a lo lejos, aproximándose con el sordo ruido de sus ruedas. Se oía cómo salía del túnel, y cómo, atravesando de nuevo el campo, soplaba más fuerte. Luego pasó haciendo atronar las ruedas y se vio la masa de sus vagones lanzados con la invencible fuerza de una borrasca.
Jacobo había levantado los ojos hacia la ventana. Veía desfilar los cristales cuadrados en los que se dibujaban siluetas de pasajeros. Queriendo disipar los negros pensamientos de Fasia, observó en tono de broma:
—Madrina, se queja usted de no ver siquiera un gato en esta ratonera. Pues, ahí tiene usted gente de sobra.
Ella no comprendió en seguida.
—¿Dónde está la gente? —preguntó extrañada—. ¡Ah, sí! pero es gente que pasa. ¡Gran provecho me traen! No se les conoce, ni puede hablarse con ellos.
Jacobo rió.
—Me conoce a mí, y me ve pasar a menudo.
—A ti sí que te conozco. Sé la hora de tu tren y lo espero para verte en tu máquina. Pero ¡corres tan de prisa! Ayer me hiciste así con la mano. Ni siquiera tengo tiempo de contestar. No, no, no es ésta la manera de ver gente.
Sin embargo,