La bestia humana. Emile Zola

La bestia humana - Emile Zola


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porque había observado que la menor gota de alcohol lo volvía loco. Y vino a caer en la cuenta de que pagaba por los demás: por los padres, por los abuelos, por generaciones de borrachos que tenían la sangre gangrenada; y él ahora sentía un lento envenenamiento, un salvajismo que le asemejaba a los lobos devoradores de mujeres en el fondo de los bosques. Jacobo se había apoyado sobre un codo y reflexionaba mirando la negra entrada del túnel. Un nuevo sollozo recorrió todo su ser. Cayó de nuevo dando con la cabeza en tierra, lanzando gritos de dolor. ¡Aquella muchacha, aquella muchacha que él había querido matar! Esta idea le acosaba, aguda y terrible, como si las tijeras le hubieran entrado en sus propias carnes. Ningún razonamiento le tranquilizaba; había querido matarla y la mataría, si es que aun se hallaba en el mismo sitio, desceñida, con el seno descubierto. Jacobo se acordaba bien: apenas tenía dieciséis años, cuando le sorprendió el mal por primera vez. Jugaba con una muchacha, hija de una pariente, dos años menor que él; la muchacha se había caído, él le vio las piernas y se echó encima. También recordaba que al año siguiente había afilado un cuchillo para hundirlo en el cuello de una graciosa rubia a quien veía pasar todas las mañanas por su puerta. Ésta tenía el cuello grueso y sonrosado, el lugar que Jacobo había elegido, y tenía una señal oscura detrás de la oreja. Luego habían sido otras. Una hilera que se presentaba ante su recuerdo como horrible pesadilla, todas aquellas a quienes había rozado con su brusco deseo de homicidio. Hubo una, principalmente, a la que sólo conocía porque estuvo sentada junto a él en el teatro, de la cual tuvo que huir para no destriparla. Supuesto que no las conocía, ¿qué furor podía tener contra ellas? Y, sin embargo, aquello era como una crisis repentina de rabia ciega, como una inagotable sed de vengar antiguas ofensas de las cuales hubiese perdido el recuerdo exacto. ¿Procedía esto del mal que las mujeres habían causado en su generación, del rencor acumulado de varón en varón, desde el primer engaño en el fondo de las cavernas? Y él sentía también, en su acceso, una necesidad de batallar para conquistar la hembra y domarla, la necesidad perversa de echarse la muerta a la espalda cual un botín que se arranca a los demás para siempre. Su cráneo estallaba bajo el esfuerzo. Jacobo no lograba darse una contestación satisfactoria, Era demasiado ignorante; sólo sentía aquella agonía de hombre impelido a cometer actos en que su voluntad no tomaba parte, actos cuya causa había desaparecido en él.

      Otro tren pasó con el relámpago de sus luces y se internó, como un rayo que ruge y se extingue, en el fondo del túnel. Y Jacobo, como si aquella muchedumbre anónima, indiferente y presurosa hubiera podido oírle, se había levantado ahogando sus sollozos, con una actitud de inocente. ¡Cuántas veces, después de uno de estos accesos, al menor ruido, había sentido los sobresaltos de la culpable! No vivía tranquilo, feliz, desligado del mundo, sino cuando estaba en su máquina. Cuando lo llevaba en la trepidación de sus ruedas, con gran velocidad; cuando Jacobo tenía puesta la mano sobre el volante de marcha, absorbido enteramente por la vigilancia de la vía, mirando las señales, no pensaba ya y respiraba libre el aire puro que soplaba siempre como aire de tormenta. Y por esto amaba tanto su máquina, como si fuese una querida de la cual sólo esperara felicidad. Al salir de la Escuela de Artes y Oficios, a pesar de su viva inteligencia, había elegido este oficio de maquinista por causa de la soledad y aturdimiento en que vivía, sin ambiciones. En cuatro años había llegado a maquinista de primera clase y ganaba ya dos mil ochocientos francos; lo cual, con las primas de calefacción y engrase, ascendía a más de cuatro mil. Nada más deseaba. Veía a sus compañeros de segunda y tercera clase, a los que formaba la Compañía, a los obreros a quienes tomaba como discípulos; los veía a casi todos casarse con obreras, con mujeres modestas, a las que solamente se veía a la hora de partir, cuando llevaban las cestas de comida; mientras que los compañeros ambiciosos, sobre todo los que salían de alguna escuela, esperaban a ser jefes de depósito para casarse, con la esperanza de encontrar una señora de sombrero. Él huía de las mujeres. ¿Qué le importaban? No se casaría nunca, no tenía más porvenir que rodar solo, ahora y siempre, sin descanso. Todos sus jefes le presentaban como un maquinista excepcional, que no bebía ni se mezclaba en aventuras, y que solamente era objeto de burlas por parte de sus compañeros por el exceso de su buena conducta, y que inquietaba silenciosamente a los demás cuando caía en su tristeza, mudo y lánguido y terrosa la faz. En su cuartito de la calle de Cardinet, desde donde se veía el depósito de Batignolles, al cual pertenecía su máquina, ¡cuántas horas recordaba haber pasado, encerrado como monje cartujo en el fondo de su celda, dominando sus deseos rebeldes a fuerza de sueño, durmiendo boca abajo!

      Haciendo un esfuerzo, intentó Jacobo levantarse. ¿Qué hacía allí, en la hierba, en aquella tibia y nebulosa noche de invierno? El campo seguía anegado en sombras; no había más luz que la del cielo. La fina niebla semejaba una inmensa cúpula de cristal esmerilado, que la luna, oculta detrás, alumbraba con un pálido reflejo amarillento; y el horizonte, negro, dormía con la inmovilidad de la muerte. Debían ser cerca de las nueve; lo mejor era irse a su casa a acostarse. Pero en su atolondramiento soñó verse de vuelta en casa de los Misard, subiendo la escalera del granero y echándose sobre el heno junto al cuarto de Flora. Allí estaría ella, Jacobo la oiría respirar: hasta sabía que jamás cerraba la puerta y podría reunirse con ella. Un gran escalofrío recorrió su cuerpo; la imagen evocada de aquella muchacha desnuda, con los miembros tibios por el sueño, le sacudió una vez más con un sollozo, cuya violencia le arrastró de nuevo al suelo. Había querido matarla, ¡matarla, Dios mío! Jacobo agonizaba ante la idea de que iría a matarla en el lecho dentro de poco, si volviera a la casa. Por más que no tuviera arma alguna, por más que hiciese esfuerzos para contenerse, comprendía que la bestia, libertada de su voluntad, empujaría la puerta y estrangularía a la muchacha bajo el impulso del rapto instintivo y de la necesidad de vengar la antigua injuria. ¡No, no! ¡Antes pasar la noche errando por los campos que volver allá! Se levantó de un salto y echó a correr.

      Entonces, durante media hora, anduvo errante a través del negro campo, como si la jauría desencadenada de los espantos lo hubiera perseguido con sus ladridos. Subió cuestas y bajó cañadas.

      Unos tras otros, se presentaron arroyos a su paso, pero él los franqueó mojándose hasta las caderas. Unas malezas que le cortaban el camino le exasperaron. Su único pensamiento era caminar en línea recta, lejos, más lejos cada vez para huir ante la bestia enfurecida que sentía dentro de sí. La bestia iba con él, galopaba al compás de él. Hacía siete meses que llevaba una existencia como la de cualquier mortal, creyendo estar ya libre de la fiera, y ahora volvía a empezar la lucha para no saltar sobre la primera mujer que hallara en su camino. Sin embargo, el profundo silencio y la inmensa soledad le tranquilizaban un poco; le hacían soñar con una vida muda y desierta, en un aislado país, en medio del cual caminaría siempre fuera de los senderos transitados, sin encontrar jamás su alma. Tuvo que volver, a pesar suyo, porque tropezó con la vía, después de haber descrito un ancho semicírculo entre las desiguales pendientes que hay bajo el túnel. Retrocedió, con inquieta cólera, temiendo encontrar seres vivientes. Luego quiso cortar por detrás de un montecillo, se perdió y volvió a tropezar con la valla del camino de hierro, precisamente a la salida del subterráneo, frente al prado donde había estado sollozando poco antes. Y, vencido, se encontraba allí de pie cuando el trueno de un tren que salía del seno de la tierra lo detuvo. Era el expreso de El Havre, salido de París a las seis y treinta, y que pasaba por aquellos lugares a las nueve y veinticinco: un tren que cada dos días tenía él que conducirlo.

      Jacobo vio aclararse la negra boca del túnel como la de un horno en el que se abrasan trozos de leña. Después, en medio del estruendo que producía, apareció la máquina con el deslumbramiento de su inmenso ojo redondo, la linterna delantera, cuya luz horadó las tinieblas del campo, encendiendo a lo lejos los rieles con una doble línea de fuego. Aquello era una aparición, como un relámpago; en seguida se pudieron ver todos los coches, rápidos, con los cuadrados vidrios de las portezuelas profusamente alumbrados, haciendo desfilar las cabinas llenas de viajeros, en vértigo tal de velocidad, que la vista se perdía sin distinguir claramente las imágenes. En aquel momento preciso, Jacobo vio, por los relucientes cristales de una cabina, a un hombre que, sujetando a otro que se hallaba tumbado sobre el asiento, le clavaba una navaja en la garganta, mientras una masa negra, tal


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