La bestia humana. Emile Zola

La bestia humana - Emile Zola


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cuando iba y venía, colocándose ante la barrera con la bandera empuñada, entonces no pensaba nunca en estas cosas. Pero desde que pasaba los días atada a su silla, sin pensar más que en la sorda lucha entre ella y su marido, sentía su cabeza embrollada por ensueños confusos. Le parecía absurdo vivir perdida en el fondo de aquel desierto, sin un alma a quien confiarse, cuando, día y noche, sin cesar, desfilaban ante ella tantos hombres y mujeres arrastrados por los trenes como ráfagas que sacudían la casa huyendo a todo vapor. Era seguro, el mundo entero pasaba por allí, no solamente franceses, sino también extranjeros de las comarcas más lejanas, ya que nadie podía permanecer ahora en su casa y que todos los pueblos, según se decía, pronto no formarían más que uno solo. Eso sí que era el progreso, todos hermanos, caminando todos juntos, veloces, hacia una tierra de Jauja. Intentaba calcular el número de esos viajeros, a tantos por coche; eran demasiados, no lo lograba. A menudo, creía reconocer uno u otro rostro; el de un señor de barbas rubias, sin duda inglés, que hacía cada semana un viaje a París, o el de una dama morenita que pasaba regularmente los miércoles y los sábados. Pero pasaban como relámpago, no estaba nunca muy segura de haberlos visto realmente. Todas las caras se mezclaban y se fundían en una sola impresión. El torrente corría sin dejar huella de sí. Y lo que la volvía triste era sentir que aquella oleada humana, en medio de un bienestar y de su opulencia, ignoraba que ella se encontraba allí, en peligro de muerte; y que, si alguna noche su marido acabara por matarla, los trenes continuarían cruzándose ante su cadáver, sin sospechar siquiera el crimen oculto tras las paredes de la casa solitaria.

      Fasia había seguido mirando por la ventana. Al fin trató de resumir con palabras lo que sentía, aunque de un modo demasiado vago. —¡Ah! —exclamó—. Es una magnífica invención, por más que se diga. Se camina más rápido y se sabe más... Pero las bestias salvajes siguen siendo bestias salvajes, y por más que se inventen máquinas mejores, siempre habrá, detrás de ellas, la bestia salvaje.

      Jacobo movió la cabeza para decir que pensaba lo mismo. Hacía ya un rato que estaba mirando a Flora, que se hallaba ocupada en abrir la barrera ante un carro de cantera cargado con dos enormes piedras. El camino sólo servía a las canteras de Becourt, de modo que por la noche la barrera se cerraba con candado, y ocurría raras veces que obligaban a la joven a levantarse. Viéndola platicar familiarmente con el carretero, un jovencito moreno, Jacobo exclamó:

      —¿Cómo? ¿Está enfermo Cabuche para que Luis guíe los caballos?... ¡Ese pobre de Cabuche! ¿Lo ve usted a menudo, madrina? Fasia levantó las manos y lanzó un profundo suspiro. Había sido todo un drama, en el otoño pasado. Un drama que no había contribuido a mejorarla. He aquí lo que había ocurrido: su hija menor, Luisita, que estaba de doncella en casa de la señora Bonnehon, en Doinville, se había escapado una noche, herida y loca de susto, para ir a morir en la choza de su buen amigo Cabuche, situada en pleno bosque. Corrieron rumores que acusaban de violencia al presidente Grandmorin; mas nadie se atrevía a repetirlos en voz alta. La propia madre, aunque sabía a qué atenerse, se mostraba poco

      inclinada a hablar del asunto. Sin embargo, acabó por decir:

      —No, ya no viene. Se está convirtiendo en un verdadero lobo... ¡La pobre Luisita! ¡Tan graciosa, tan blanca, tan dulce! ¡Ella sí que me quería! ¡Qué bien me hubiera cuidado! Mientras que Flora... Por cierto que no me quejo, pero no sé, es tan rara, siempre quiere salirse con la suya. Desaparece durante horas enteras... Con eso,

      tan altanera y violenta... Es muy triste todo esto, muy triste... Mientras escuchaba, Jacobo seguía con la vista al carro, que en aquel momento atravesaba la vía. Pero las ruedas se atascaron en los rieles, y fue preciso que el conductor hiciera restallar su látigo mientras que Flora excitaba los caballos con gritos.

      —¡Caramba! —exclamó el joven—. ¡No quiera Dios que llegue un tren, porque los dejaría hechos una tortilla! —¡No hay peligro! —dijo la tía Fasia—. Flora es rara, a veces, pero conoce su oficio y tiene los ojos bien abiertos... A Dios gracias, hace cinco años que no tenemos accidente alguno. Fue atropellado un hombre, pero eso ocurrió antes. Nosotros no hemos tenido más víctimas que una vaca que estuvo a punto de hacer descarrilar un tren. ¡Pobre animal! El cuerpo lo recogieron aquí, y la cabeza por allá, junto al túnel. Con Flora puede una estar sin cuidados.

      El carro se alejó, dejando oír el ruido producido por las ruedas al hundirse en los profundos carriles. Entonces, Fasia volvió a hablar de lo que era su constante preocupación: la salud, tanto suya como la de los demás.

      —¿Y tú? —preguntó a Jacobo—. ¿Te sientes perfectamente bien ahora? ¿Recuerdas los achaques que sufriste en nuestra casa, que dejaban perplejo al doctor?

      Aquella mirada vacilante e inquieta reapareció en los ojos de Jacobo.

      —Me siento perfectamente, madrina —respondió.

      —¿De veras? ¿Ha desaparecido todo? ¿Ese dolor que parecía taladrarte el cráneo detrás de las orejas? ¿Y los bruscos ataques de fiebre, y esos accesos de tristeza que hacían que te ocultaras como un animal en el fondo de su guarida?

      A medida que hablaban, crecía la turbación del muchacho. Se sintió presa de un malestar tal que acabó por interrumpirla.

      —Le aseguro, me siento bien —dijo en tono seco—. Ya no tengo nada, nada en absoluto.

      —¡Tanto mejor, hijo mío! —exclamó su madrina—. No me habría devuelto la salud el que tú estuvieras malo. Además, es natural que a tu edad no tengas de qué quejarte. ¡Ah, no hay nada como la salud!... Has sido muy bueno en venir a verme, cuando hubieras podido divertirte mejor en otra parte. ¿Vas a cenar con nosotros? Dormirás arriba, en el desván, junto al cuarto de Flora.

      Un toque de bocina le cortó la palabra. Ya era de noche y, al mirar por la ventana, sólo distinguían ambos la forma borrosa de Misard, que estaba hablando con alguien. Acababan de dar las seis, momento en que entregaba el servicio al vigilante de noche. Por fin iba a quedar libre, después de doce horas pasadas en aquella barraca, cuyo solo mobiliario consistía en la mesa de los aparatos, un taburete y una estufa tan ardiente que había de mantenerse la puerta abierta casi constantemente.

      —Ahí viene —murmuró la tía Fasia, llena de miedo.

      El tren anunciado por el toque de bocina llegaba con su silueta larga y pesada, precedido por un fragor cada vez más fuerte. El joven tuvo que inclinarse hacia la enferma para hacerse oír. Se sintió conmovido ante la súbita excitación de la pobre mujer y, queriendo aliviarla, le dijo:

      —Escuche, madrina, si realmente tiene malas intenciones, tal vez le detenga saber que estoy metido en el asunto... Haría usted bien en confiarme esos mil francos.

      Por vez última, se rebeló.

      —¡Mis mil francos! ¡No! ¡Ni a ti ni a él! ¡Te digo que prefiero morir!

      En aquel momento pasó el tren con su violencia tempestad. Podía creerse que barría todo ante su paso. La casa envuelta en un fuerte soplo, temblaba. Aquel tren que se dirigía hacia El Havre, iba muy lleno de pasajeros: al día siguiente, un domingo, había de celebrarse una fiesta con motivo de la botadura de un barco. Pese a la velocidad que desplegaba, podía obtenerse, a través de las ventanas alumbradas, una clara visión de las cabinas llenas y de las densas filas de cabezas alineadas, cada una con su perfil. Y estas filas se sucedían, una tras otra desapareciendo en el instante siguiente. ¡Cuánta gente! ¡Una vez más la multitud, la multitud infinita, en medio del rodar de los vagones, de los pitidos de la locomotora, del repiquetear del telégrafo y de las llamadas del timbre eléctrico! Aquello era como un gran cuerpo; un ser gigantesco acostado sobre la tierra, con la cabeza en París, las vértebras arrojadas sobre toda la extensión de la línea, los miembros dispersos por cada ramal y los pies y las manos en El Havre y las demás ciudades de llegada. Y pasaba, pasaba mecánico, triunfal, avanzando hacia el porvenir con matemática rectitud, voluntariamente ignorante de lo que quedaba a ambos lados del camino, oculto, pero siempre vivo: la eterna pasión y el eterno crimen.

      Fue Flora la que


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