La bestia humana. Emile Zola

La bestia humana - Emile Zola


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traseros.

      Clavado en la tierra, el joven seguía con sus ojos el tren, cuyo rugido se extinguía en el fondo de la paz mortal de los campos. ¿Había visto bien? Dudaba; no se atrevía a afirmar la realidad de esta visión traída y llevada en un relámpago. Ni un rasgo solo de los actores del drama se le había quedado impreso en la imaginación. La masa oscura debía ser una manta de viaje, caída sobre el cuerpo de la víctima. Y sin embargo, había creído distinguir, bajo una masa de espesos cabellos, un fino y pálido perfil. Pero todo se confundía evaporándose como un sueño. Durante un segundo, aquel perfil resurgió; luego se desvaneció definitivamente. No había sido, sin duda, más que imaginación. No obstante, la visión le dejaba helado, y todo le parecía tan extraordinario que, al fin, se decidió a creer que todo fue una alucinación nacida de la terrible crisis que acababa de atravesar.

      Durante casi una hora, Jacobo continuó vagando así, abrumado por confusos ensueños. Sentía un mortal cansancio y, al mismo tiempo, un relajamiento, un frío intenso que iba extinguiendo la fiebre. Involuntariamente, sus pasos habían tomado la dirección de La Croix-de-Maufras; pero cuando, de pronto, se vio ante la casucha del guardabarreras, no tuvo el valor de entrar. Dormiría bajo el cobertizo adherido a una de las paredes delanteras. Entonces advirtió un rayo de luz que se deslizaba por debajo de la puerta y, maquinalmente, la empujó. Un espectáculo inesperado le dejó inmóvil en el umbral.

      Misard, a gatas en el rincón donde estaba el tarro de mantequilla, había removido éste de su sitio, y ahora, con una linterna colocada a su lado, buscaba, examinando la pared y dando en ella ligeros golpes con el puño. El ruido de la puerta le hizo levantarse. No se turbó lo más mínimo. Sencillamente dijo, con acento natural:

      —Se me cayeron las cerillas —y, devolviendo el tarro de mantequilla a su antiguo lugar, añadió—: Vine a buscar la linterna, porque he visto, hace un rato, al regresar a casa, a un individuo tendido en la vía. Creo que está muerto.

      Jacobo, que aun no había salido de su asombro al sorprender a Misard en el momento en que estaba buscando el caudal de la tía Fasia, descubrimiento que convertía bruscamente en certidumbre las dudas acerca de las acusaciones de su madrina, se sintió tan violentamente conmovido por la noticia, que se olvidó del otro drama, del drama que se desarrollaba en la casa. La escena de la cabina, aquella visión tan fugaz de un hombre degollando a otro, acababa de renacer.

      —¡Un hombre en la vía! ¿Dónde? —preguntó palideciendo.

      Misard iba a contarle que lo había visto al venir con dos anguilas que quería ocultar en su casa. Pero ¿tenía necesidad de confiarse a este muchacho? Así, pues, se contentó con responder:

      —Allí abajo, como a quinientos metros... Hay que verlo claro, para saber a qué atenerse.

      En aquel momento oyó Jacobo un leve ruido sobre su cabeza. Tan ansioso estaba que se sobrecogió.

      —No es nada —manifestó Misard—. Flora que se mueve.

      Y el joven conoció, en efecto, el ruido de dos pies desnudos pisando el suelo. Se entendió que Flora había estado esperándolo y venía a escuchar por la rendija de la puerta.

      —Le acompañaré —dijo Jacobo—. ¿Y está usted seguro de que está muerto?

      —¡Caramba! Eso me parece. Con la linterna saldremos de dudas. —¿Y qué le parece a usted? Un accidente, ¿no es eso?

      —Puede ser. Algún muchacho que habrá querido morir aplastado, o quizás algún viajero que se ha tirado del vagón. Jacobo se estremeció.

      —¡Venga usted pronto! ¡Pronto!

      Jamás le había agitado semejante fiebre de ver. Afuera, mientras que su compañero seguía tranquilo por la vía, balanceando la linterna cuyo círculo de claridad se deslizaba levemente sobre los rieles, corría él delante, irritado por tanta lentitud. Su anhelo era como un deseo físico, como el fuego interior que acelera el andar de los amantes en las horas de cita. Tenía miedo de lo que le esperaba allí abajo, y volaba, no obstante, con toda la velocidad que le permitían sus musculosas piernas. Cuando llegó, por poco choca con una negra masa tendida junto a la vía descendente. Se detuvo paralizado, sacudido de pies a cabeza por un estremecimiento nervioso. Y su agonía, al no ver nada claramente, se tradujo en juramentos contra el otro, que venía rezagado treinta pasos más atrás.

      —¡Por vida de Dios! ¡Acabe usted de llegar! Si viviese todavía, podríamos ayudarle.

      Misard llegó con su habitual calma, y cuando hubo paseado la linterna por encima del cuerpo, declaró:

      —¡Ah! Está muerto.

      El individuo, caído sin duda de un vagón, estaba boca abajo, con el rostro pegado al suelo, a unos cincuenta centímetros de los rieles. No se veía de la cabeza más que una espesa corona de cabellos blancos. Las piernas estaban abiertas y el brazo derecho yacía como desprendido, mientras que el izquierdo permanecía doblado debajo del pecho. Se hallaba muy bien vestido, llevaba un amplio paletó de paño azul, y sus pies iban calzados con unas elegantes botas. El cuerpo no presentaba señales de fuerte contusión; pero mucha sangre había salido de la garganta y manchaba el cuello de la camisa.

      —Un caballero a quien han despachado —dijo tranquilamente Misard, pasados algunos segundos de silencioso examen.

      Luego volviéndose hacia Jacobo, que se hallaba inmóvil, estupefacto, prosiguió:

      —No hay que tocarlo. Está prohibido... Quédese usted aquí custodiándolo mientras yo voy a Barentin a dar noticia al jefe de estación.

      Levantó la linterna y miró a un poste.

      —¡Bueno! —dijo—. Exactamente en el poste 153.

      Y dejando la linterna en el suelo, se alejó despacio.

      Jacobo, sólo ya, no se movía, mirando sin cesar aquella masa inerte, que la vaga claridad rasante con el suelo hacía confusa. Y la agitación que había precipitado su marcha, el horrible atractivo que lo detenía allí, lo condujeron a este punzante pensamiento que brotaba de todo su ser: el otro, ¡el hombre de la navaja se había atrevido! ¡Había matado! ¡Ah, no ser cobarde, satisfacerse, clavar la navaja! Había en su fiebre un desprecio a sí mismo; cierta admiración por el otro y, sobre todo, el deseo de ver aquello, la inextinguible sed de satisfacer los ojos en el pingajo humano, en el muñeco en que la navaja convierte a una criatura.

      El otro había realizado lo que él soñaba. Si él matase tendría aquello en tierra. Le saltaba el corazón del pecho; su prurito de asesino se exasperaba ante el espectáculo de aquella trágica muerte. Y dio un paso, y se acercó más, como un niño nervioso que se familiariza con el miedo. ¡Sí, él se atrevería! ¡Él también se atrevería!

      Pero un rugido detrás de su espalda, le obligó a echarse a un lado. Llegaba un tren, que no había oído hasta entonces, absorto como estaba en la contemplación. Iba a ser triturado; el cálido aliento, el soplo formidable de la máquina acababa de advertírselo. Y el tren pasó envuelto en su huracán de ruido, de humo y de luz. Iba lleno de gente. La ola de viajeros continuaba hacia El Havre para la fiesta del día siguiente. Un niño aplastaba la nariz contra los cristales, mirando el negro campo; algunos perfiles de hombres se dibujaban, y una joven, bajando el cristal, arrojó un papel manchado de aceite y azúcar. El alegre tren se perdía a lo lejos, indiferente hacia aquel cadáver que había rozado con sus ruedas, indiferente hacia aquel cuerpo que yacía en tierra vagamente alumbrado por la linterna, única claridad que se destacaba en la inmensa paz de la noche.

      Entonces experimentó Jacobo el deseo de ver la herida, mientras permanecía solo. Una sola inquietud le detenía, la idea de que, si tocaba la cabeza, lo notarían tal vez. Había calculado que Misard no podría estar de vuelta con el jefe de estación antes de tres cuartos de hora. Y dejaba pasar los minutos, pensando en Misard, en ese enteco, tan lento, tan calmoso, que se atrevía también, matando tranquilamente con drogas.

      ¡Qué


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