La bestia humana. Emile Zola

La bestia humana - Emile Zola


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se había roto cuando estaban formando el tren de Montevilliers. Roubaud escuchaba en silencio, con tranquilo semblante; estaba solamente un poco pálido; sin duda por un resto de fatiga, que también sus ojos acusaban. Su compañero dejó de hablar, y él parecía interrogarlo aún como si esperara otros acontecimientos. Pero aquello era todo, y Roubaud bajó los ojos entonces, posando su mirada un instante sobre el suelo.

      Andando a lo largo del andén, habían llegado los dos hombres al final del muelle abierto, a un sitio en el que, a la derecha, había una cochera en la cual estaban estacionados los vagones que habían llegado por la noche y servirían para formar los trenes del día siguiente. Roubaud levantó la cabeza y sus miradas se fijaron en un coche de primera señalado con el número 293, al cual alumbraba precisamente en aquel momento, con su vacilante luz, un mechero de gas. Entonces exclamó el otro:

      —¡Ah! Se me olvidaba...

      El pálido rostro de Roubaud se coloreó; no pudo contener un movimiento involuntario.

      —Se me olvidaba —repitió Moulin—. Este coche no debe salir. Tenga cuidado de que no le enganchen esta mañana al expreso de las seis y cuarenta.

      Hubo un breve silencio, antes de que Roubaud preguntara en tono natural:

      —¿Por qué?

      —Porque han pedido que se reserve un coche para el expreso de la tarde. Y como no se sabe si habrá alguno disponible durante el día, vale más guardar éste por si acaso.

      Roubaud, que no había cesado de mirarlo fijamente, contestó: —Sin duda.

      Pero parecía pensar en otra cosa, pues de repente exclamó furioso:

      —¡Mire cómo limpian esos cochinos! ¡Es repugnante! Me parece que no han quitado el polvo a este coche desde hace una semana. —¡Ah! —replicó Moulin—, cuando los trenes llegan después de las once, no hay peligro de que los mozos les den una limpiada... ni los miran. El otro día dejaron a un viajero dormido sobre el asiento, y no se despertó hasta la mañana siguiente.

      Luego, ahogando un bostezo, dijo que se iba a dormir, pero cuando ya se alejaba, una brusca curiosidad le hizo volver.

      —A propósito —dijo—, su asunto con el subprefecto, ¿quedó resuelto, eh?

      —Claro, sí, ha sido un buen viaje. Estoy muy contento.

      —Me alegro... Y recuerde que el 293 no debe salir.

      Cuando Roubaud se encontró solo en el andén, se acercó lentamente hasta el tren de Montivilliers que esperaba listo para salir. Se abrieron las puertas de las salas y aparecieron los pasajeros: algunos cazadores con sus perros y dos o tres familias de tenderos; poca gente, en suma. Pero despachado este tren, el primero del día, Roubaud no tenía tiempo que perder; hubo que formar inmediatamente el tren omnibus de las cinco y cuarenta y cinco, con destino a Rouen y París. A esas horas de la madrugada había poco personal, y las funciones del jefe segundo se complicaban con toda clase de cuidados. Así que hubo presenciado la maniobra de los mozos, consistente en pasar de la cochera, uno por uno, todos los vagones, colocarlos sobre carretón que reemplazaba allí a la plancha giratoria y empujarlos después, llevándolos a su destino, se fue corriendo a dar un vistazo a la distribución de los billetes y al registro de los equipajes. Una disputa entre algunos soldados y un empleado reclamó su intervención. Durante media hora, exponiéndose a las corrientes de aire glaciales, en medio de un público que temblaba de frío, con los ojos hinchados todavía por el sueño y con el mal humor resultado de un exceso de trabajo, Roubaud multiplicaba su presencia, sin tener un minuto para pensar en sí mismo. Luego, como la salida del tren omnibus había dejado expedita la estación, se apresuró a dirigirse hacia el puesto del guardagujas con objetivo de asegurarse que también allí todo marchaba debidamente, pues llegaba otro tren, el directo de París que venía retrasado. Volvió a presenciar el desembarque, esperó a que la muchedumbre de viajeros devolviera los billetes, antes de asaltar los coches de los hoteles que esperaban debajo del tejado mismo de la estación, separados de la vía por una simple barda, y fue solamente entonces cuando pudo respirar un momento en la estación desierta y silenciosa.

      Dieron las seis. Roubaud salió con paso perezoso de la sala de andenes. Una vez fuera, al aire libre, levantó la cabeza y respiró viendo que, al fin, comenzaba a nacer el día. El viento del mar había terminado de barrer la niebla y la mañana anunciaba un día claro. Roubaud, dirigiendo la mirada hacia el Norte, observó cómo la playa de Ingouville, hasta los árboles del cementerio, dibujaba sobre el pálido cielo una violácea raya. Luego, volteando hacia el Mediodía y el Oeste, contempló, por encima del mar, el último vuelo de ligeras nubes blancas que bogaban lentamente por los espacios, mientras la inmensa abertura del Sena comenzaba a incendiarse con los rayos precursores de la salida del sol. Con un movimiento maquinal, Roubaud se quitó la gorra bordada de plata, como para refrescarse la frente al aire puro del amanecer. Aquel horizonte familiar —el conjunto de las dependencias de la estación: a la izquierda la sala de llegada, después el depósito de locomotoras y, a la derecha, la sala de salida; toda una ciudad, en fin—, parecía apaciguarle devolviéndole la calma de su cotidiano trabajo, el mismo eternamente. Por encima de la muralla de la calle Charles–Lafitte se levantaban enormes columnas de humo que salían de las chimeneas de las fábricas. A lo largo de la cuenca de Vauban, se veían extendidos grandes montones de carbón. Los silbidos de los trenes de mercancías, el olor de la marea, traído por el viento y que anunciaba el despertar de las aguas, le hicieron pensar en la festividad del día, en el navío que iba a ser botado al agua en presencia de una apiñada muchedumbre.

      Al entrar Roubaud en el muelle cubierto, encontró a los muchachos que comenzaban a formar el expreso de las seis y cuarenta. Creyó que iban a enganchar el vagón 293, y toda la calma, que le proporcionó la apacible mañana, huyó de él en un violento acceso de cólera.

      —¡Qué diablos!... ¡Ese coche no! ¡Déjenlo en paz! No sale hasta la noche.

      El jefe de la cuadrilla le dijo que no hacían más que empujar aquel coche para sacar otro que estaba detrás; pero él no oía, trastornado como estaba por la vehemencia de su irascible carácter.

      —¡Animales!... ¡Cuando se les dice que no lo toquen!

      Así que, habiendo comprendido al fin lo que le decían, siguió furioso, maldiciendo de las condiciones de la estación, en la que apenas se podía maniobrar. Efectivamente, la estación, que fue una de las primeras construidas en la línea, era indigna de El Havre, con su cochera de maderas viejas, su techumbre de tablas y de zinc, cuajada de pequeños vidrios y sus caserones desnudos y agrietados por todas partes.

      —Es una vergüenza —dijo—. No sé cómo la Compañía no ha derribado ya todo esto.

      Los trabajadores lo miraban sorprendidos, oyendo hablar en tales términos a él, habitualmente tan disciplinado. Notó esto Roubaud y se detuvo de repente, vigilando en silencio la maniobra. Una arruga de descontento surcaba su frente, mientras su sonrosada faz, erizada de barba rubia, adquiría un aspecto resignado.

      Desde entonces conservó toda su sangre fría, atendiendo cuidadosamente a la formación del expreso. Habiéndole parecido que unos enganches estaban mal hechos, ordenó que los ejecutaran de nuevo en presencia suya. Una madre con dos hijos, que solía visitar a Severina, quiso que la colocaran en el departamento de señoras solas. Luego, antes de dar con el silbato la señal de marcha, Roubaud se aseguró, una vez más, de la buena disposición del tren. Y lo miró alejarse despacio, con el ojo avizor de un hombre cuya más insignificante distracción podría costar la vida a muchas personas. En seguida tuvo que atravesar la vía para recibir un tren de Rouen, que entraba en la estación. Encontró allí a un empleado de correos con quien todos los días se comunicaba las noticias. Esto constituía, en sus mañanas tan ocupadas, un corto reposo, cerca de un cuarto de hora durante el cual podía respirar en libertad, porque ningún trabajo inmediato reclamaba su vigilancia. Y aquella mañana, como de costumbre, armó un cigarrillo y estuvo hablando alegremente. Ya era día claro; habían acabado de apagar las luces de gas del muelle cubierto,


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