Mayo del cuarenta y cinco. Boti García Rodrigo
había sufrido un conato de tuberculosis. Me la imagino, escuchimizada, respirando fuerte para sanar pronto «que con la salud no hay que gastar bromas», le diría su abuela, una viuda con muchas ínfulas, un aire de nobleza trasnochada, una ciega devoción alfonsina, en la nuca un moño altivo y hermoso; una señora de otro tiempo, muy dada a los refranes, a la que le gustaba repetir «el mejor hombre, ahorcado».
Tal vez quien insistiera en que tenía que cuidarse mucho fuese su hermano mayor, Marianito, que era médico y murió tan joven; escuché su historia contada por mi madre y sus hermanas en voz muy baja y lágrimas en los ojos, mientras repasaban sin ver unas fotos manoseadas de un joven de bata blanca y cara de viejo que, devorado por la tuberculosis, «pasaba las horas muertas estudiando librotes de medicina que apoyaba en un atril para no fatigarse».
… de veintiocho años, natural de Chiclana, Cádiz, soltero, falleció en la calle de Floridablanca el día de ayer, a las nueve horas, a consecuencia de un síncope cardiaco.
«Que Dios le perdone lo que hizo, pobrecito, cuando supo que no saldría de su enfermedad, y qué horror para su novia de toda la vida, qué chica tan buena, y hay que ver lo que tuvo que padecer el abuelo —su padre, el padre de él, de ellas, mi abuelo— para conseguir que le enterraran en sagrado, que a los suicidas ya se sabe… qué disgusto y qué vergüenza para el abuelo, tuvo que echar mano de todas sus amistades».
Dos
Entre los García no hubo esos dramas: sus vidas y sus muertes fueron de lo más corriente, vidas y muertes muy de andar por casa. En la familia de mi padre nunca se habló de alfonsinos ni de carlistas.
Los García eran gente del pueblo, empleados, comerciantes, trabajadores del Grao de Valencia, sin mayores trajines. «Mi casa estaba cerca del mar, pero enseguida, cuando murió mi hermano Julianín del garrotillo, vinimos a Madrid». Vinieron enseguida a Madrid y el mar quedó en un recuerdo, en una devoción por Valencia y su bullicio mediterráneo, por su luz, las fallas y el olor de la pólvora de las tracas, por la paella, que «como en Valencia, que sepas que no se hace en ningún sitio, que lo sepas». Que lo sepas.
El abuelo, con mucho pelo blanco repeinado hacia atrás, era un orgulloso funcionario de Correos, la abuela era bajita y muy castiza, sin altivo moño en la nuca y usaba palabras raras como apechugar, jícara, botica, miasmas, tirria, apencar y trinar; «se armó un Tiberio» o «eres más tonto que Pichote» eran expresiones muy de ella.
Vivían los García en un pueblo cerquita de Madrid que hoy es ya Madrid, pues el abuelo era el orgulloso administrador de la oficina de Correos de Carabanchel Alto —Correos con una enorme ce mayúscula—, y con mucho esfuerzo y más vocación todos sus hijos llegaron a obtener plaza en el Cuerpo de Correos. Mi padre explicaba siempre que, con diecisiete años, fue nombrado Cartero del Extrarradio de Carabanchel Alto con un sueldo anual de 750 pesetas. Tan feliz.
Los García sentían como algo suyo los matasellos, las sacas, el coche-correo, las carteras de los carteros, los variados, brillantes, artísticos, infinitos sellos de correos —de Correos—. Y, sobre todo, especialmente, sentían suyo el Palacio de Comunicaciones de Cibeles: «Es como una catedral, mira qué enormes las escaleras, qué grande y reluciente el hall principal; esto es la capilla; esto, el museo postal».
Mi padre me llevaba al Palacio de Cibeles y hablaba y no paraba. Me repitió mil veces que una carta llegó sin señas a su destino, solo con dibujos: «Fíjate, nena, un sobre sin señas, solo con signos, como un jeroglífico egipcio… Fíjate, y es que los del Cuerpo de Correos somos muy listos y no se pierde nunca ninguna carta, todas llegan a su destino, menudos somos los de Correos, el cuerpo más serio y sacrificado de la Administración».
Tres
Mi bisabuela materna, refranera y gaditana, era hija de un ingeniero belga que había venido para construir las primeras líneas del ferrocarril y se quedó aquí para siempre, así que además del altivo moño, lucía ella un hermoso apellido extranjero terminado en equis y un acento andaluz que no llegó a perder en la vida.
Esta señora rubia me mira desde una foto sepia junto a un militar de empenachado ros y mostacho claro de puntas retorcidas, con muchas condecoraciones en el pecho. Mi madre solía enseñarme esa foto y repetirme muy ufana lo guapos que eran sus abuelos: «Hay que ver lo guapos que eran tus bisabuelos».
Se encargó la abuela de llevar la casa de su hijo Mariano al enviudar este de su mujer Margarita, «que pasaba las horas muertas tocando el arpa y era frágil, delicada y rubia, un poco extranjera pues había nacido en San Juan de Luz». Margarita y Mariano se casaron muy jóvenes y muy felices, él recién ganada la plaza de juez, mas al nacer su primera hija, a Margarita se le marchó lejos la razón; los médicos no supieron curarla ni acertaron siquiera a explicarse su mal. Si había enfermado por un parto, concluyeron, otro parto le devolvería la salud, y así Margarita padeció hasta seis embarazos más en busca de su imposible curación; cinco hijas y dos hijos que iban pasando directamente a manos de una colección de amas de cría bajo la estricta supervisión de su suegra. Muchos años después, Margarita, tras un penoso internamiento, murió en el frenopático de Cádiz.
Mi madre y sus hermanas jamás hablaban de la enfermedad de la madre, guardando en silencio el gran secreto de los Rodrigo.
Cuatro
Sin secreto alguno ni asomo de solemnidad, de la infancia de mi padre me han llegado tres fotos de un deslustrado color; en una, de enero de 1909, un niño muy serio y algo bizco posa sobre un tosco caballo de cartón con un sombrero enorme, embutido en un abrigo de botonadura dorada, con medias blancas y zapatos de charol. En otra, el mismo niño con enfadada expresión aparece vestido de valenciano, enfundadas las piernas en unas medias de croché muy gruesas y con unas toscas alpargatas de cintas que le llegan a la rodilla, la cabeza bien erguida y con un enorme pañuelo de seda amarillo con flores rojas. La tercera foto es del día de su Comunión y en ella se le ve con un aspecto tremendamente solemne, posando de pie entre infinitos espejos que le reflejan con un pantaloncito corto y una chaqueta oscura rematada con un gran lazo de raso bordado, el pelo muy rapado y las orejas algo despegadas de la cabeza. Yo he heredado esas orejas.
Cinco
Los hijos de Margarita y Mariano fueron naciendo aquí y allá debido a los sucesivos destinos del joven juez, de forma que se puede seguir su carrera profesional en las anotaciones de su Libro de Familia. En Arrecife de Lanzarote nació mi madre en diciembre de 1908.
Aunque fuera canaria solo por designio del Ministerio de Gracia y Justicia y viviera allí poco tiempo, añoraría siempre su isla; aseguraba que un día volvería a Canarias, que iría a Arrecife y buscaría su casa natal, que se pasearía por la playa, montaría en un camello y subiría a un volcán. Incluso, afirmaba con una sonrisa limpia, «freiré un huevo en el suelo».
De pequeña yo confundía las Canarias con las Baleares, lo que le provocaba un gran enfado y, con resignado empeño, se daba a explicarme que su isla natal estaba abajo, abajo, muy cerquita de África. Yo sospechaba que estaba equivocada porque en mi mapa escolar veía claramente las islas Canarias en un rectángulo, pegadas junto a Portugal y Andalucía, y desde luego África no aparecía por ningún sitio, pero no se lo decía para no soliviantarla más.
Los Rodrigo —la madre enferma, la abuela siempre ocupada— iban de ciudad en ciudad sin hacer mudanza: compraban lo imprescindible en cada lugar para malvenderlo todo al marchar y empezar de nuevo en el siguiente destino del padre: nuevas las sillas, las mesas, las camas. El arpa de Margarita habría quedado perdida mucho tiempo atrás, muchos hijos antes.
Seis
Recuerdo apenas al abuelo Mariano; si me esfuerzo mucho, puedo recordarle vagamente avanzando con cara de mal humor por el largo pasillo de la casa de la tía Sofía, envuelto en una ajada bata de cuadros atada de mala manera a la cintura por un cordón despeluchado, en la cabeza el gorro