Un mes de 20 siglos. Rafael Rivera

Un mes de 20 siglos - Rafael  Rivera


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pregunté, frotándome las sienes.

       -En Lago Redondo, un mini balneario, refugio de jubilados y turistas de ocasión.

       Salimos al porche. Morrison puso una cerveza en mis manos y el líquido desapareció en una fracción de segundo. Poco faltó para que me brotara vapor al contacto con el líquido. Así de seco estaba mi organismo.

       Miré a mí alrededor y el panorama que llenó mis pupilas no encajaba en mi estilo de vida. En el lugar faltaba el bullicio de la existencia como yo la entendía. El ruido “normal” de la gran ciudad estaba ausente. Solo se oía el soplar del viento entre los árboles y el gorjeo de algunos pájaros en algún rincón entre el follaje.

       Busqué con la vista algún edificio que descollara en las inmediaciones. Aparte de un puñado de casas con tarimas de madera y chimeneas… nada. Solo piedrotas redondas entre árboles, cocoteros, agua, nubes, cielo y bichos voladores o rastreros. Lago Redondo correspondía a la descripción que había hecho mi anfitrión.

       -Aquí no hay nada, Pat- protesté, asiendo otra botella sudorosa.

       -No, no hay nada y así lo queremos- dijo el norteamericano, enfático.

       En efecto, no había nada. A Lago Redondo se llegaba por un camino asfaltado que se desprendía culebreando de la supercarretera, a 2 o 3 millas de distancia al noreste. La cinta, después de tocar el Embarcadero, atravesaba una aldea de 5 o 6 casas y el restaurante descrito arriba y salía por el otro extremo rumbo al sur. El Café de Rebeca tenía un letrero con su nombre en letras verdes y se ubicaba en las orillas de la masa de agua que la daba vida al sitio.

       Entre el restaurante y el lago se apreciaba una tarima con techo de vigas y sin paredes y, en el extremo opuesto, una cabaña que parecía ser prolongación del restaurante.

       Lago Redondo era de una belleza natural innegable. El lago y los grandes pinos brindaban sombra y frescura y, en la distancia, a lo lejos, se podía ver el muelle del Embarcadero entrando en las aguas. Alrededor del muelle se podían ver botes deportivos, un velero y cierto movimiento; gente saliendo y entrando a una gran construcción de madera y techos inclinados.

       Las construcciones que nos rodeaban eran, ciertamente, de gente adinerada pero, a mis ojos, Lago Redondo no era más que un lugar ideal para curarse la resaca o para un fin de semana con alguien de pelo largo y nalgas redondas.

       -Allá parece haber vida- dije ese día, señalando hacia el edificio al lado del muelle.

       -Es el Embarcadero. Aparte de lo que trae la carretera, por allí nos llega todo lo que necesitamos. Es decir, lo que ordenamos a domicilio.

       -No te entiendo.

       -La carretera trae el surtido del almacén, el edificio que ves en el muelle y un lanchón nos provee de lo que ordenamos: licor, tal o cual disco o perfume, anzuelos, unos gramos de mota etc. Es como si el lanchón nos proveyera la diversión y la carretera lo más decente- explicó Morrison.

       La descripción del balneario, oída por primera vez, no me entusiasmó en lo más mínimo. En las condiciones en que estaba, no me hubiera entusiasmado aunque mi anfitrión me hubiera puesto una fila de “nativas” bailando el hula hula.

       -Está muy bonito tu retiro para viejitos, Pat. Pero ya comienzo a aburrirme. Esto está más solo que un gimnasio para jubilados… no agraviando.

       Con el aburrimiento anunciado asomando a mi hiperactiva humanidad, mis ojos subieron por la colina que había divisado y pregunté, antes de darle “mate” a mi segunda botella:

       -¿Qué es aquello? Parece “Fort Apache”.

       -Era una prisión. La desecharon cuando construyeron otra en Campanares- explicó Morrison.

       Con la imagen de la abandonada cárcel metida en una cabeza que protestaba por los excesos de la noche anterior, los 3 nos trasladamos al “Café de Rebeca” Ahí, entre espuma de cerveza y chocar de cubos de hielo desterramos el malestar de la resaca.

       Fue entonces que la vi y fue entonces que se me ocurrió comprar el cerro con todo y cárcel.

       Rebeca era morena y su figura reunía los elementos que necesita una mujer si quiere poner de cabeza al más flemático de los feos. Sus ojos, tan negros como el plumaje de un cuervo, tenían un brillo que nunca disminuía. Era sensual y apacible y sus cejas, curvadas hacia abajo en los parietales, le daban un aire de eterna melancolía. Tenía, más allá de aquel fino arco nostálgico, una personalidad que invitaba a interesarse en hacer algo por ella. Era Rebeca Rosales, una auténtica invitación a la caricia protectora.

       -¿Quién es?- le había preguntado a Pat, vivamente impresionado.

       -Es la dueña de este lugar. Quedó viuda y decidió conservar el merendero al morir el marido, por lo cual le damos las gracias. Si te gusta, piénsalo; tiene un hijo de 12 años.

       -Un futuro analfabeta. No veo una escuela por aquí- apunté.

       -El chico va a la escuela en La Alameda. Ahí vive con sus abuelos políticos. Ah, pero a veces recorre los 10 kilómetros en su bicicleta entre semana y, de seguro, lo tenemos aquí sábados y domingos.

       No contesté de inmediato pero cerro y merendero tomaron posesión de mis pensamientos. Un “vejigo” atravesado no sería difícil de neutralizar, pensé, viendo a Rebeca con los ojos con que un agiotista vería mis billetes.

       ¿Has oído, amable lector, el dicho que dice: “Jala más un par de…ojos femeninos que una yunta de bueyes? Rebeca tenía un par que jalaba más que el hato entero.

       -¿Dónde están las putas?- pregunté, asumiendo que el tal café era un lupanar disfrazado.

       -Aquí no hay putas, Ratán. Si las quieres, tienes que ir a Campanares. Y si te encuentras una, llévatela a tu casa. Si la traes aquí, Rebeca la sacará a escobazos.

       No quedé muy convencido con la descripción de Pat. La mesa estaba llena de botellas vacías y, a lo largo y ancho del país, donde había botellas vacías, yo había encontrado putas.

       -Si te invitamos alguno de nosotros, aquí te puedes poner hasta las “trancas”. Pero si vienes sólo y mal acompañado, Rebeca te pone un límite y nosotros la respaldamos. Rebeca es como la tía de todos nosotros.

       -¿Quiénes son nosotros?

       -Jácome Strauss, el viejo Cesáreo, Roque Mendieta y yo. Hay otras personas que tienen casa aquí pero vienen ocasionalmente. Esas no cuentan como “sobrinos” de rebeca.

       A esa primera visita siguieron otras tantas hasta que un día me aparecí con la “Gioconda” Gaxiola, la puta más apetecible de Campanares. Rebeca no tardó en confirmar lo dicho por Morrison. Fuimos atendidos como cualquier cliente de paso pero tan pronto como empezamos con nuestros arrumacos, nos puso como lodo enzacatado. “¡A resollar gordo en el hotel o en el monte!”, había gritado y tuvimos que salir por piernas.

       Yo aprendo rápido las lecciones que da la vida… cuando me conviene. Después de la correteada con escoba de Rebeca, la Gioconda Gaxiola se puso cara y yo decidí no tener más conflictos con la dueña del merendero. Simplemente me comporté como un acólito en su primera comunión y me uní al escuadrón de apoyo en defensa de la “tía” Rebeca.

       Empecé a pasar lista de presente cada que tenía oportunidad y, si no la tenía, me la inventaba. Por coincidencia, entre comillas, siempre aterrizaba por el balneario cuando el chico de Rebeca estaba ausente. Con todo, coincidí con él en un par de ocasiones y mas tarde decidí que no era tan malo descolgarme inclusive los fines de semana. Era, incluso, menos malo cuando llegaban los bikinis a retozar en las lanchas. Era un deleite ver a las chicas practicando el gracioso ritual de despojarse de la parte superior para tenderse boca abajo en los reclinables de la orilla. Y lo era todavía más cuando lo hacían deliberadamente en mis narices. Casi hice un segmento obligado de mis viajes el corretear bikinis retozones que casi de rigor, se dejaban alcanzar.

       Un día de tantos, al regresar de un viaje de pesca, una idea empezó a germinar en mi cerebro.


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