Grace y el duque. Sarah MacLean

Grace y el duque - Sarah MacLean


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sentí —dijo, lo suficientemente bajo como para que solo ella lo oyera—. Sé que me has tocado.

      Imposible, le habían dado una gran dosis de láudano.

      —No fui yo —protestó ella sin poder evitarlo.

      —Sí. Fuiste tú —dijo él en voz baja, avanzando hacia ella despacio, como un depredador—. ¿Creías que olvidaría tus caricias? ¿Que no las reconocería en la oscuridad? Las reconocería incluso en la batalla. Atravesaría el fuego por ellas. Las reconocería en el camino al infierno. Las reconocería en el infierno, que es donde he estado, anhelándolas, cada día desde que desapareciste.

      Grace ignoró los latidos de su corazón al oír esas palabras. Vacía y sin sentimientos, se armó de valor.

      —Desde que intentaste matarme, querrás decir —le espetó levantando la barbilla—. Tengo un edificio lleno de hombres decentes; no necesito a un duque chiflado.

      Una sombra cruzó el rostro del duque y desapareció en un instante. ¿Celos? Ella ignoró la sensación de placer que la recorrió al darse cuenta y se concentró en él. Lo tenía a su alcance.

      —Adelante, entonces. —Extendió los brazos de par en par.

      Tal vez pensaba que ella no lo haría. Tal vez pensaba en la chica a la que había conocido, que nunca le habría pegado. Que nunca le habría hecho daño.

      Se equivocaba.

      Dejó que su puño derecho volara para darle un golpe potente. Sonó un fuerte chasquido que envió la cabeza de Ewan hacia atrás por la fuerza del impacto. Retrocedió unos pasos mientras él recuperaba el equilibrio.

      Grace dejó escapar un suspiro, lento y uniforme.

      El bastón de Diablo golpeó dos veces en la oscuridad a modo de aprobación.

      —Siempre has sabido dar un buen golpe —comentó Ewan.

      —Tú me enseñaste.

      Vio cómo el recuerdo cruzaba su rostro. Las tardes escondidas en el claro de Burghsey House, cuando los cuatro habían planeado y conspirado contra el viejo duque, que había jurado robarles el futuro junto con la infancia. Las tardes en que se hiceron aquella promesa: quien ganara el perverso torneo del duque protegería a los demás. Quien se convirtiera en heredero acabaría con la línea de sucesión.

      Los habían reunido porque no había ningún otro heredero posible, ni hermanos ni sobrinos ni primos lejanos. A la muerte del duque, el ducado, con siglos de antigüedad, volvería a la Corona. El trío de niños era su única oportunidad de legarlo.

      Y se lo quitarían.

      Nunca ganaría, prometieron. No a largo plazo.

      Grace lo vio recordar esas tardes, trabajando duro para coreografiar las peleas, una idea que Ewan había tomado prestada a los luchadores de teatro que su madre había conocido en Drury Lane. Aquello no les evitaría la violencia que provocaba el duque, lo sabía, pero, al menos, no se harían daño unos a otros.

      Y Ewan no quería hacer daño a sus hermanos. Hasta que se lo hizo.

      El recuerdo hizo que su puño volviera a volar. Años de furia y frustración hicieron que el golpe lo alcanzara de pleno en las costillas, luego otro más, y el tercero lo desplazó hacia el borde del ring, fuera de la luz.

      Y fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba defendiéndose.

      Grace se detuvo. Dio un paso atrás. Trazó una línea en el serrín con la punta de la bota. Levantó los puños.

      —Comencemos de nuevo, duque.

      Dio un paso adelante, hacia ella, pero no levantó los puños.

      —Pelea —dijo enfadada.

      —No. —Negó con la cabeza.

      —Pelea conmigo. —Ella se acercó a él alzando la voz por la frustración.

      —No.

      Bajó las manos, se apartó de él y cruzó el cuadrilátero para alejarse. Una maldición sonó desde la oscuridad, casi feroz. Bestia quería entrar. Se apoyó en la pared del ring y el roce de los tablones de madera fue bienvenido en sus dedos desnudos.

      ¿En cuántas de esas peleas habría participado? ¿En cuántas había triunfado, y todo gracias a ese hombre? ¿Cuántas noches había llorado hasta quedarse dormida pensando en él?

      —He esperado veinte años para esto —dijo—. Para este castigo. Para mi venganza.

      —Lo sé. —Él estaba detrás de ella, más cerca de lo que esperaba—. Te la estoy dando.

      Ella giró la cabeza al oír aquellas palabras y lo miró por encima del hombro.

      —¿Vas a dármela? —Se rio con un sonido carente de humor y se volvió a mirarlo—. ¿Crees que puedes darme lo que quiero? ¿Que vas a ofrecerme mi venganza? ¿Tu propio castigo? ¿Tu destrucción? —Lo acechó de nuevo en el ring—. Qué tontería. Tú, que me lo has robado todo. Mi futuro. Mi pasado. Mi maldito nombre. Por no hablar de lo que le quitaste a la gente a la que quiero.

      »¿Qué crees?, ¿que una noche en el ring, aceptando mis golpes, te hará merecedor de mi perdón? —continuó, estallando con toda su rabia por ese regalo envenenado. Estaba ardiendo en un infierno—. ¿Crees que el perdón es un premio al que tienes acceso? —Estaba desequilibrado. Se había dado cuenta. Podía leer en sus ojos los pensamientos salvajes tan claramente como si fueran suyos—. Bah, quizá piensas que, si no presentas batalla, yo no querré golpearte. —Sacudió la cabeza—. Convertirte en duque seguramente te ha adormecido el cerebro. Permitidme que os recuerde algo, alteza —dejó que el Garden se colara en su voz—: Si algo es gratis, aceptadlo.

      Él se quedó quieto, y ella lo golpeó de nuevo.

      —Uno por lo que le hiciste a Whit al amenazar a su dama. —Otro—. Y por la dama, que tienes suerte de que no haya muerto, o dejaría que te matara. —Un puñetazo rastrero en las tripas, y no se defendió. A Grace no le importó—. Otro más por la mujer de Diablo, a quien estabas dispuesto a arruinar. —Y dos más en una rápida sucesión; su respiración se aceleró, su frente brillaba por el sudor. La furia la alimentaba—. Son por Diablo. El primero, por prácticamente dejarlo morir de frío el año pasado, y el segundo, por el corte que le hiciste en la cara hace veinte años. —Hizo una pausa—. Debería hacerte uno en la cara a juego. —Ewan aceptó todos los golpes. Una y otra vez, y ella se nutrió de su inacción y cogió aire para alimentar su fuego. Otro golpe, que le hizo sangrar la nariz—. ¿Y ese? Ese es por los chicos que ya no están en la colonia por tu culpa. Desaparecidos, porque tus secuaces buscaban sangre, porque buscabas tu propia seguridad como un loco.

      Esas palabras le llamaron la atención. Ewan alzó la vista y su mirada ambarina encontró con la de ella al instante.

      —¿Qué has dicho?

      —Ya me has oído —escupió—. ¡Eres un maldito monstruo! Has hecho que todos nos escondiéramos de ti porque no bastaba que te hubiéramos dado todo lo que querías. También necesitabas nuestras vidas. —Se apartó de él cruzando el ring.

      —¡Atrás! —La advertencia de Bestia hizo que se diera la vuelta cuando Ewan iba a por ella desde el otro lado del ring. Antes de que pudiera resistirse, la levantó por la cintura y la llevó hasta la pared, apoyándole la espalda contra ella. Sin contundencia; si hubiera habido fuerza, la habría agradecido. Se habría alegrado de tener por fin un oponente.

      Se quedaron quietos, con las fuertes y rápidas respiraciones de alguna manera sincronizadas. Los labios de él junto a su oreja, lo suficientemente cerca como para que oyera las palabras desgarradas que susurraba:

      —No he venido por mí. He venido por ti. Te juré que te encontraría. ¿Cuántas veces te prometí que te encontraría?

      «Te encontraré, Gracie.


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