Grace y el duque. Sarah MacLean

Grace y el duque - Sarah MacLean


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incapaz de pensar en nada más que en la oscura sombra de su figura en la puerta de la habitación cuando había huido. Incapaz de dejar de preguntarse cómo habría cambiado la chica a la que amó tiempo atrás. En la forma en que ella lo miraría en la actualidad. Otra vez.

      Se abrió una puerta a la izquierda, detrás de él, y se volvió hacia allí, con la visión cegada por el áspero saco de arpillera que le cubría la cabeza.

      —¿Dónde está?

      No hubo respuesta.

      La incertidumbre y la desesperación se encendieron cuando el recién llegado se acercó con pasos lentos y uniformes. Detrás había otras dos personas. Dos, quizá tres, pero no se acercaron. Guardias.

      Le dio un vuelco el corazón.

      ¿Dónde estaba?

      Giró el cuello, volviéndose sobre sus rodillas e ignorando la punzada en el muslo mientras se movía. El dolor no era una opción. Ya no.

      —¿Dónde está?

      No hubo respuesta cuando la puerta se cerró en el extremo más alejado de la habitación. Se hizo el silencio, unos pasos lentos se acercaban cada vez más, una promesa siniestra. Se enderezó preparándose para lo que pudiera venir. Tener tanto la vista como la capacidad de movimiento anuladas no presagiaba nada bueno y, cuando el audaz recién llegado se acercó, se preparó para el ataque.

      Ningún golpe físico que pudieran asestarle sería nada comparado con el daño que le infligía la tortura mental.

      «¿Y si la he perdido, ahora que la había encontrado?».

      Aquel pensamiento resonó en su interior como un grito. Se retorció, el saco que cubría su cabeza se volvió repentinamente sofocante, sentía las ataduras de las muñecas demasiado apretadas mientras luchaba y se retorcía en vano.

      —¡Decidme dónde está!

      La orden resonó en la silenciosa habitación y, durante un instante, no hubo ningún movimiento, todo estaba tan en calma que se preguntó si se habría quedado solo una vez más. Si lo habría imaginado todo. Si la habría imaginado a ella.

      «Por favor, que esté viva. Dejad que la vea».

      «Solo una vez».

      En ese momento, el saco desapareció. Y su ferviente oración recibió respuesta.

      Se sentó sobre sus talones, con la mandíbula floja, como si acabara de recibir un golpe.

      Durante veinte años, había soñado con ella, el ser más hermoso que había visto nunca. Había imaginado cómo habría madurado, cómo habría crecido y cambiado, cómo habría pasado de niña a mujer. Y, aun así, no estaba preparado para ello.

      Sí, veinte años la habían cambiado. Pero Grace no había pasado de niña a mujer; había pasado de niña a diosa.

      Había pequeños indicios de su adolescencia, solo visibles para alguien que la hubiera conocido entonces. Que la hubiera amado entonces. Los brillantes rizos anaranjados de su infancia se habían oscurecido hasta convertirse en cobrizos, aunque seguían siendo espesos y salvajes, y caían alrededor de su cara y sus hombros como un viento otoñal. La cicatriz que atravesaba una de sus cejas apenas se notaba, la veías solo si sabías buscarla, como él. Él estuvo allí cuando se la había hecho al aprender a luchar en el bosque. Ewan le dio un puñetazo a Diablo por habérsela causado, antes de limpiarle la sangre de la ceja con la manga de su camisa.

      Ella no dijo nada mientras lo miraba fijamente, y Ewan se demoró observando las finas líneas de las comisuras de su boca y los bordes exteriores de sus ojos, líneas que demostraban que sabía bien cómo reír y que lo había hecho a menudo durante los últimos veinte años. ¿Quién la había hecho reír? ¿Por qué no había sido él?

      Hubo un tiempo en que era el único capaz de hacerlo. Allí, de rodillas, con las muñecas atadas, se enfrentó al impulso primitivo de volver a hacerlo.

      Aquel pensamiento lo consumió cuando se encontró con sus hermosos ojos marrones y esos anillos limbales, igual que cuando eran niños, pero sin la expresión que habían tenido cuando lo miraban. Nada de esa adoración. Nada de aquel amor.

      El fuego de sus ojos no era de amor, sino de odio.

      Aun así, se quedó prendado de ella.

      Siempre había sido alta, pero había crecido desde la adolescencia hasta adoptar una altura de más de un metro ochenta y unas curvas que lo martirizaban. Estaba rodeada de una luz imposible; de alguna manera, la estancia se había inundado de un resplandor dorado, a pesar de la escasez de velas en la habitación. Había otras personas, las había oído entrar, ¿no era así?, pero no las veía y ni siquiera lo intentó. No iba a perder un momento mirando a los demás cuando podía admirarla a ella.

      Grace se dio la vuelta y salió del foco de la luz, desapareciendo así de su vista.

      —¡No!

      Ella no respondió, y Ewan contuvo la respiración, esperando que volviera. Cuando lo hizo, fue con una larga tira de lino en la mano derecha y otra colgada del hombro. Comenzó a envolver metódicamente el material alrededor de los nudillos y la muñeca izquierda.

      Fue entonces cuando lo entendió.

      Llevaba los mismos pantalones de antes, negros y ajustados a las piernas, largos y perfectos. Las botas que los cubrían eran de cuero marrón oscuro y flexible, se ceñían a sus pantorrillas y terminaban medio metro por encima de las rodillas. Estaban rayadas en la punta, no lo suficiente como para parecer descuidadas, pero sí para demostrar que las usaba con regularidad y quizá hacía negocios con ellas.

      En la cintura, dos cinturones. No. Un cinturón y un pañuelo de color escarlata, con incrustaciones de hilo de oro, el hilo de oro que él siempre le había prometido cuando eran niños y con el que se atrevían a soñar. Seguramente lo había comprado ella misma. Por encima del cinturón y el pañuelo, una camisa de lino blanco que dejaba desnudos sus brazos hasta algo más allá de los codos. La camisa estaba metida por dentro con cuidado y atada por el centro, ceñida a su cuerpo.

      Nada de telas sueltas, porque las telas sueltas eran un lastre en una pelea.

      Y mientras envolvía su muñeca con cuidado, dando una y otra vuelta, como si lo hubiera hecho cientos o miles de veces antes, Ewan supo que había venido a buscar pelea.

      No le importaba. No mientras fuera con ella con quien tuviera que enfrentarse.

      Le daría lo que deseara.

      —Grace —dijo, y aunque había intentado que sonara como un simple susurro que se pierde en el serrín que se extendía por el suelo de la estancia, la palabra, su nombre, su título, resonó como un disparo en la habitación.

      Ella no reaccionó. Ni un respingo, ni siquiera un parpadeo de reconocimiento en el rostro. Ningún cambio de postura.

      —Me han dicho que has arrancado mi puerta de la pared —dijo ella con un susurro de desagrado; su voz era baja, cadenciosa y magnífica.

      —He puesto Londres patas arriba buscándote —respondió—. ¿Creías que una puerta me retendría?

      —Y, sin embargo, aquí estás, de rodillas, así que parece que algo te ha alejado de mí después de todo. —Arqueó las cejas.

      —Te estoy mirando, amor, así que no me siento alejado de ti en absoluto. —Levantó la barbilla. Un ligero estrechamiento de su mirada fue la única señal de que había dado en el clavo. Grace terminó de vendarse la muñeca y metió el extremo de la venda en la palma de la mano antes de empezar a envolver la otra. Y solo entonces, una vez iniciado el movimiento medido y metódico, volvió a hablar.

      —Es extraño, ¿no?, que lo llamemos lucha a puño limpio, pero no luchemos a puño limpio. —Él no respondió—. Por supuesto, luchamos con los nudillos desnudos. Cuando llegamos aquí… —Se detuvo para buscar su mirada—. A Londres. —Las palabras fueron un golpe, más duro que cualquiera


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