Grace y el duque. Sarah MacLean

Grace y el duque - Sarah MacLean


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sucesión de sonidos apagados, gritos y risas próximos, pero más allá de la habitación, y un estruendo que venía de más lejos, quizá de fuera del edificio. ¿Dentro, pero no cerca? El ruido sordo de una multitud, algo que nunca había oído en los lugares en los que solía despertarse. Algo que apenas recordaba. Pero la memoria llegó con aquel sonido desde una distancia similar, desde más lejos, desde hacía una vida.

      Y, por primera vez en veinte años, el hombre conocido por todo el mundo como Robert Matthew Carrick, duodécimo duque de Marwick, tuvo miedo. Porque lo que oyó no era el mundo en el que había crecido.

      Era el mundo en el que había nacido.

      Ewan, hijo de una cortesana de alto copete caída en desgracia por un bebé en el vientre, que se había acabado convirtiendo en una de las mejores prostitutas de Covent Garden.

      Se puso de pie y atravesó la oscuridad, tanteando a lo largo de la pared hasta que encontró una picaporte. Una puerta.

      Estaba cerrada.

      Los ángeles lo habían rescatado y trasladado a una habitación de Covent Garden cerrada con llave.

      No tenía que salir de allí para saber lo que encontraría al otro lado: tejados de pizarra con chimeneas torcidas. Un niño nacido en el Garden no se olvidaba de sus sonidos por mucho que lo intentara. Sin embargo, se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Llovía, las nubes bloqueaban la luz de la luna y se negaban a dejarle ver el mundo exterior. Le negaban ver, pero le permitían oír.

      «Una llave en la cerradura».

      Se giró con los músculos tensos, preparado para enfrentarse a un enemigo. O a dos. Listo para la batalla. Llevaba meses, años, toda una vida en guerra con los hombres que gobernaban Covent Garden, donde los duques no eran bienvenidos. Al menos, no los duques que habían amenazado sus vidas.

      No importaba que fuera su hermano.

      Tampoco le importaba a él. Habían roto la confianza que depositó en ellos, incapaces de mantener a salvo a la única mujer a la que había amado.

      Y, por eso, presentaría batalla hasta el fin de los tiempos.

      La puerta se abrió y él cerró los puños. El muslo le escoció mientras se mantenía de pie, preparado para el golpe que iba a recibir. Preparado para asestar un golpe similar.

      Se quedó inmóvil. El pasillo que había más allá apenas era más luminoso que la habitación en la que se encontraba, pero sí lo suficiente como para revelar una figura. No en el exterior. Sino dentro. No entraba, salía.

      Había habido alguien en la habitación cuando se había despertado, en las sombras. Había acertado, pero no eran sus hermanos.

      El corazón comenzó a palpitarle en el pecho, salvaje y violento. Sacudió la cabeza para despejársela.

      Había una mujer en las sombras. Era alta, esbelta y fuerte. Llevaba unos pantalones que se ceñían a unas piernas increíblemente largas, un par de botas de cuero que terminaban por encima de las rodillas y un abrigo que podría haber sido el de un hombre sin problemas, si no fuera por el forro dorado que, no sabía cómo, brillaba en la oscuridad.

      «Hilo de oro…».

      No lo había acariciado un fantasma. No se había imaginado la voz.

      Dio un paso hacia ella para alcanzarla, dolido con ella y por ella.

      —Grace… —pronunció su nombre con desgarro, como el traqueteo de ruedas sobre adoquines rotos.

      Una pequeña inhalación. Apenas un sonido. Apenas estaba allí.

      Pero era suficiente.

      Y entonces lo supo.

      «Estaba viva».

      La puerta se cerró de golpe y ella desapareció.

      Él rugió de tal manera que temblaron las vigas.

      Capítulo 4

      Grace giró la llave en la cerradura como un rayo. Apenas la había sacado cuando la manilla vibró: alguien intentaba abrir desde dentro. Y no, nadie quería huir, sino perseguirla.

      Oyó un grito furioso y herido. Y algo más…

      El grito finalizó con un golpe que reconoció al instante. Un puño contra la madera, lo bastante fuerte como para aterrorizar a cualquiera.

      Aunque ella no estaba asustada. Apoyó una mano en la puerta, la palma sobre la hoja de madera, y contuvo la respiración, esperando.

      Nada.

      «Y si él hubiera golpeado de nuevo, ¿qué habría pasado?».

      Retiró la mano cuando aquella idea le atravesó la mente.

      No entraba en sus planes que se despertara. Le había dado una dosis de láudano suficiente para derribar a un oso. Suficiente para mantenerlo en cama hasta que su hombro y su pierna estuvieran listos para afrontar un esfuerzo. Hasta que estuviera preparado para el enfrentamiento que ella ansiaba.

      Pero lo había visto ponerse de pie sin vacilar, una prueba de que sus heridas estaban sanando con rapidez. Que sus músculos eran tan fuertes como siempre.

      Conocía bien esos músculos. Incluso aunque no debiera.

      Había querido ser lo más fría posible. Atender sus heridas y curarlo para luego mandarlo a paseo, para darle el castigo que se merecía desde aquel día, hacía ya dos décadas, en que destruyó sus vidas. Sobre todo la de ella.

      Había planeado esa venganza con años de anticipación y rabia, y estaba preparada para llevarla a cabo.

      Aunque había cometido un error. Lo había tocado.

      Estaba quieto, y era fuerte y muy diferente al chico que no había vuelto a ver; sin embargo, en los ángulos de su cara, en la forma en que el pelo demasiado largo le caía sobre la frente, en la curva de sus labios y en el corte de sus cejas, era demasiado parecido. No había tenido elección.

      La primera noche se había dicho a sí misma que estaba buscando lesiones, palpando las costillas de su torso, fijándose en las crestas y los valles de los músculos. Estaba demasiado delgado para su constitución, como si apenas comiera o durmiera.

      Como si hubiera estado demasiado ocupado buscándola.

      No tenía excusa que justificara el modo en que había explorado su rostro, acariciándole las cejas, maravillándose con la suave piel de sus mejillas, notando la aspereza de la barba incipiente que le cubría la mandíbula.

      No tenía forma de catalogar los cambios que él había sufrido, la forma en que el niño que había amado se había convertido en un hombre fuerte, anguloso y peligroso.

      Y fascinante.

      Pero él no debería resultarle fascinante. Y ella no debería sentir curiosidad.

      Lo odiaba.

      Durante dos décadas, él la había perseguido. Había amenazado a sus hermanos. En última instancia, los había perjudicado a ellos y a los hombres y a las mujeres de Covent Garden, a quienes los Bastardos Bareknuckle habían jurado proteger.

      Y eso lo había convertido en su enemigo.

      Así que no debería resultarle fascinante.

      Y no debería haber deseado tocarlo.

      Tampoco debería haberlo tocado, no tendría que haberse quedado con los ojos clavados en su torso, en el ascenso y descenso uniforme de su respiración, en la aspereza de la barba de su mandíbula, en la curva de sus labios, en su suavidad…

      Las tablas del suelo de la habitación cerrada crujieron cuando él se agachó.

      Grace retrocedió y se arrimó a la pared en el lado opuesto del pasillo, lo bastante lejos como para que el hombre que estaba dentro no la viera cuando mirara por el


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