Grace y el duque. Sarah MacLean

Grace y el duque - Sarah MacLean


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hombre corpulento que les guiñó un ojo mientras la mujer que tenía en sus brazos acariciaba su pecho musculoso, que parecía que iba a reventar las costuras del abrigo. Era Oscar, otro empleado; su trabajo consistía en dar placer a las damas.

      A los pocos hombres que asistían y no eran empleados los habían investigado de antemano debidamente; investigados y reinvestigados gracias a la información que obtenía Dahlia de su amplia red, formada por empresarias, aristócratas o esposas de políticos; mujeres que conocían y ejercían el poder más complejo: la información.

      La orquesta descansaba mientras una cantante se dirigía al centro de la tarima del escenario, donde estaba sentada una joven negra cuya voz se alzaba lo bastante alto como para resonar en toda la sala. Los bailarines se quedaban sin aliento al oírla trinar y escalar un aria brillante que provocaría que cualquier sala del Drury Lane estallara en vítores.

      Una sucesión de jadeos de asombro se adueñó de la sala.

      —Dahlia.

      Dahlia se giró para encontrarse con una mujer vestida de verde brillante y con una elaborada máscara a juego. Nastasia Kritikos era una legendaria cantante de ópera griega que había hecho caer rendida a sus pies a toda Europa. Con un cálido abrazo, señaló el escenario con la cabeza.

      —Esa chica. ¿De dónde la has sacado?

      —¿A Eve? —Una sonrisa se dibujó en los labios de Dahlia—. De la plaza del mercado. Cantaba allí para ganarse unas monedas.

      —¿Y no es eso lo que hace esta noche? —Levantó una ceja oscura, divertida.

      —Esta noche canta para ti, vieja amiga. —Era la verdad. La joven cantaba para tener acceso a Dominio, un evento que había catapultado al estrellato a un puñado de talentosos cantantes.

      Nastasia echó una mirada perspicaz al escenario, donde Eve emitía una serie de notas imposibles.

      —Era tu especialidad, ¿verdad? —dijo Dahlia.

      —Es mi especialidad. Y no puedo decir que su técnica sea perfecta. —La otra mujer le lanzó una mirada.

      Dahlia le dedicó una breve sonrisa de complicidad. Era perfecta, y ambas lo sabían.

      —Dile que venga a verme mañana. Le presentaré a algunas personas. —Con un enorme suspiro, la diva agitó una mano en el aire.

      —Qué bondadosa eres, Nastasia. —La chica estaría de gira por los escenarios antes de darse cuenta.

      —Como se lo digas a alguien, provocaré un incendio que hará arder este lugar hasta los cimientos. —Los ojos castaños brillaron detrás de la máscara verde.

      —Tu secreto está a salvo conmigo. —Dahlia sonrió—. Peter ha preguntado por ti. —Era la verdad. Además de ser una auténtica celebridad londinense, Nastasia también era un premio codiciado entre los hombres del club.

      —Por supuesto que sí. Supongo que dispongo de unas horas libres. —La mujer se pavoneó.

      Dahlia se rio y señaló a Zeva.

      —Lo encontraremos para ti, entonces.

      Tras finalizar la conversación, avanzó atravesando la multitud, que se había reunido para escuchar a la que pronto sería una famosa cantante, hasta una pequeña antesala, donde las partidas de faro solían ser bastante tensas. Dahlia percibía la emoción en el aire y la absorbió junto al poder que llevaba consigo. Las mujeres más poderosas de Londres, reunidas allí para su propio placer.

      Y todo gracias ella.

      —Tendremos que buscar a una nueva cantante —refunfuñó Zeva mientras se movían entre los jugadores.

      —Eve no va a pasarse la vida amenizando nuestras juergas.

      —Pero podemos permitírnosla un tiempo más, ¿no?

      —Tiene demasiado talento para nosotros.

      —Eres tú la que es demasiado bondadosa. —Fue la réplica.

      —… La explosión… —Dahlia se detuvo al oír el fragmento de una conversación cercana y su mirada se encontró con la de una sirvienta que llevaba una bandeja de champán al grupo de chismosos. Un asentimiento apenas perceptible le indicó que la otra mujer también estaba escuchando. Le pagaban, y bien.

      Sin embargo, Dahlia se demoró.

      —He oído que son dos —añadió una mujer que desprendía escandalizado deleite. Dahlia resistió el impulso de fruncir el ceño—. Y que han diezmado los muelles.

      —Sí, e imagínate, solo dos muertos.

      —Un milagro. —La mujer susurraba las palabras como si de verdad lo creyera—. ¿Hubo algún herido?

      —El periódico dice que cinco.

      «Seis», pensó, y apretó los dientes mientras se le aceleraba el corazón.

      —Estás mirando —dijo Zeva en voz baja, y aquellas palabras apartaron a Dahlia de la conversación. ¿Qué más había que saber? Ella estuvo allí apenas unos minutos después de la explosión. Conocía el recuento de heridos.

      Pasó la mirada por encima de Zeva y de la multitud hasta llegar a una pequeña puerta, que estaba camuflada en el otro extremo de la sala, cuyos laterales quedaban ocultos por los profundos revestimientos color zafiro de las paredes, atravesados en plata. Incluso los miembros que habían visto al personal utilizarla se olvidaban de aquella modesta abertura antes de que se cerrara, y creían que lo que había detrás era mucho menos interesante que lo que tenían delante.

      Pero Zeva sabía la verdad. Aquella puerta se abría a una escalera trasera que subía a las habitaciones privadas y bajaba a los túneles subterráneos del club. Era una de la media docena instalada en torno al número 72 de la calle Shelton, pero la única que conducía a un pasillo privado de la cuarta planta, oculto tras una pared falsa. Solo tres miembros del personal sabían de su existencia.

      —Es importante que sepamos lo que se comenta en la ciudad sobre la explosión. —Dahlia ignoró el ansia por desaparecer a través de la ranura.

      —Creen que los Bastardos Bareknuckle perdieron dos cargueros, una bodega llena de carga y un barco. Y que la dama de tu hermano estuvo a punto de morir. —Hizo una pausa. A continuación, añadió con tono mordaz—: Y tienen razón. —Dahlia ignoró las palabras. Zeva sabía cuándo no iba a ganar la batalla—. ¿Qué les digo?

      —¿A quiénes? —Dahlia la miró.

      —A tus hermanos. ¿Qué quieres que les diga? —La mujer levantó la barbilla en dirección al laberinto de habitaciones por el que habían llegado.

      Dahlia maldijo en voz baja y echó un vistazo a la multitud que aguardaba en la oscuridad. Junto a la entrada de la sala, una distinguida condesa terminaba de contar un chiste verde para un puñado de admiradores.

      —¡Es más estimulante por la puerta de atrás, querida!

      Se oyeron carcajadas y Dahlia se volvió hacia Zeva.

      —Dios, no estarán aquí, ¿verdad?

      —No, pero no podemos mantenerlos alejados para siempre.

      —Podemos intentarlo.

      —Tienen que saber…

      —Deja que yo me encargue de ellos —la interrumpió Dahlia, con una mirada dura y una respuesta aún más dura.

      —¿Y qué hay de eso? —Zeva levantó la barbilla hacia la puerta oculta y las escaleras que se extendían más allá. A Dahlia la invadió una sensación de calor, algo que habría sido un rubor si fuera el tipo de mujer que se ruboriza. Lo ignoró, así como los latidos de su corazón.

      —Deja que yo también me encargue de eso.

      —Te tomo la palabra. —Zeva arqueó una ceja para dar a entender que tenía mucho más que decir. En cambio, se limitó


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