Simple. René Arce Lozano

Simple - René Arce Lozano


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hemos depurado los típicos problemas familiares para concentrarnos en lo importante. No ha sido fácil, pero creo que cada vez lo hacemos mejor a pesar de que, como todos, no somos una familia perfecta e, incluso, somos disfuncionales si las circunstancias lo ameritan. Pero más que nada, todos somos auténticos por carácter y eso lo respeto a pesar de que pocos lo entienden.

      Desde adolescente, me sacudí esas «pieles» que por alguna razón nos ponen o nos ponemos y que luego olvidamos soltar para ser más ligeros y existir sin tantas cargas que a veces no nos corresponden. Nunca me sirvió mucho esa «protección» y por eso busqué sentir en carne propia muchas cosas desde temprana edad, cosas que me han dado millones de satisfacciones e igualmente millones de tristezas y sufrimientos. De nada de lo malo me quejaré porque ha sido, como dicen los ingleses, the right of passage que siempre quise experimentar por mí mismo.

      Mis padres me dieron la mejor educación que pudieron, que fue de clase mundial, y luego logré capitalizar las oportunidades que se me presentaron en la vida, no solo porque soy razonablemente inteligente sino porque tuve un golpe de suerte que siempre voy a agradecer: logré atinarle, por azar, a elegir mi profesión: el Derecho. Les contaré sobre lo irónico que fue ese momento para que entiendan cómo le concedo esa decisión completamente a la suerte.

      Corría el año de 1994, era invierno y recién había concluido la preparatoria. Después de haber estado en dos prepas en Monterrey, de donde soy, mis padres me habían enviado a una academia militar de gran exigencia porque no sabían qué hacer conmigo; regresé y concluí en otra escuela de esa misma ciudad. Por fin había terminado esa tortuosa etapa en la cual lo único que hice fueron amigos, unos muy buenos y otros de paso. Tuve una de las peores adolescencias posibles, pero a pesar de eso, mis padres y mis abuelos me habían inculcado valores universales que siempre supe que estaban ahí.

      En ese momento pensaba que todo se estabilizaría porque me iba a inscribir en el Tecnológico de Monterrey, donde mi madre siempre había soñado que estudiaran sus hijos. El plan era cursar la licenciatura en Comercio Internacional, en ese momento la carrera del futuro, ya que México había celebrado el Tratado de Libre Comercio (TLC) que entró en vigor en 1992. Parecía la mejor opción para alguien como yo, que luchaba por volverse un miembro funcional de la sociedad después de haber sido un completo desastre, pero siempre con twist.

      Sin embargo, algo me incomodó esa Navidad. No me sentía al cien con mi decisión, pero dejé que pasaran las fiestas para ver qué ocurría. Todo fluyó esos días sin incidentes, pero comenzando el año me sentí aún más intranquilo. El segundo lunes de enero abrían las universidades para seguir recibiendo inscripciones, así que el martes siguiente me levanté de la cama a las 6:00 a.m., como ya era costumbre, y decidí ir a preguntar sobre un lugar llamado Facultad Libre de Derecho de Monterrey (FLDM). Un buen amigo estudiaba allí y me había dicho que era de las mejores de México. No sé por qué tomé esa determinación, pero todavía recuerdo ese sentimiento y mi camino hacia ese lugar.

      La FLDM ocupaba una modesta casa en el centro de Monterrey. Pedí informes y me sentí mucho más a gusto que en el Tec, donde ya había pagado mi inscripción. De la FLDM manejé esa misma mañana al Tec a preguntar si me podían devolver el dinero, ya que había decidido cambiarme de universidad. Me dijeron que sí e hice el proceso sin decirle a mis padres, ya que en ese entonces muy pocas personas tenían teléfonos móviles. Me dieron un cheque y con él fui a pagar mi inscripción en la FLDM.

      Cuando llegué a comer a casa de mis padres iba contento pero un poco nervioso; claramente, a sus ojos, me había pasado de lanza. Quería explicarles que esa decisión me hacía sentir más tranquilo, pero no funcionó. Con el antecedente de mi etapa de preparatoria, ellos esperaban otra mamarrachada con esa decisión tan impulsiva. Me dijeron, y no los culpo, que iba a terminar de «tramitólogo» en alguna cárcel, ya que ni yo sabía qué demonios iba a hacer como abogado. En ese momento no tenía ningún pariente que ejerciera esa profesión ni sabía qué podía hacer, pero me gustaba un programa que en ese entonces transmitían en la televisión y me fascinaba la forma de argumentar de los actores. Era algo que me imaginé haciendo de manera genérica aunque, la verdad, no tenía idea de qué iba a hacer en un ambiente de abogados que tampoco sabía si se parecía al del programa de televisión. Para mí era mejor aspirar a eso que ser alguien que importaba y exportaba cosas porque México había firmado el TLC. Es decir, viéndolo en retrospectiva, me guie por mi anhelo de hacer algo que realmente me gustara.

      Mis padres casi no me hablaron en los días cercanos a mi entrada al primer semestre de la FLDM y me advirtieron que si me equivocaba en mi decisión, su apoyo se terminaría y tendría que trabajar para salir adelante ya que, razonablemente, habían invertido un mundo de dinero en mi educación hasta esa fecha y no querían pasar por las mismas cosas que habían vivido conmigo en la prepa. Hoy lo entiendo perfectamente.

      Llegó el día de entrada a la universidad cargado de la amenaza de que no podía equivocarme. El primer día de clases, un lunes, no entendí mucho, pero nos dejaron un montón de horas para leer acerca de las materias que tomamos ese día. Esa primera noche me tardé una hora leyendo cada página del libro Introducción al Estudio del Derecho, del maestro Eduardo García Máynez, una verdadera obra de arte. A la segunda semana, me salía una sonrisa cada vez que tomaba esa clase. Me sentía feliz. Me cambió la vida saber que esa era la materia más importante de nuestro primer semestre de la carrera.

      Durante mi primer mes en la universidad, mis padres se informaron con sus amigos sobre las credenciales de la FLDM y se dieron cuenta de que no era una facultad abierta ni una escuela «patito» sino una gran institución, como todavía lo sigue siendo. Llegaron las primeras calificaciones y me fue muy bien. Ellos me dijeron que fuera cauteloso con la confianza, pero ya no me importó nada. Ya sabía, desde la primera semana, que eso me había enamorado para siempre. Estaba ahí porque era amor, no era esfuerzo ni trabajo. Eso ha sido de las mejores cosas que me han pasado en la vida y en ese momento no entendí cómo me pasó. ¿Cómo le atiné, si en mi adolescencia había fallado mucho?

      Veintiún años después pienso en ese momento y me doy cuenta de que tomé esa decisión con base en los valores que mis padres me habían inculcado; ellos siempre me dijeron que hiciera lo que yo quisiera, pero que debía ser el mejor en eso que escogiera. Así fuera un barrendero, tenía que tratar de ser siempre el mejor. Nuestro trabajo, el que sea, con el paso del tiempo se vuelve algo que entre más artesanal tiene más valor. A ese momento hay que sumar mi intuición, el valor que tuve para no rajarme con mis padres y aprovechar esa oportunidad para llegar a donde llegamos por una mezcla perfecta de todos esos elementos.

      Mi primer trabajo fue en una gran empresa de acero basada en Monterrey. Estaba feliz como abogado corporativo y codeándome con despachos en diferentes países con los que entendía un poco cómo era este negocio. Después estudié una maestría en Derecho de Negocios Internacionales en Washington, D.C., en donde me tocaron tiempos complicados, sin imaginarme que en 2020 estaríamos en una situación peor. Un mes después de llegar, sucedieron los atentados del 11 de septiembre de 2001; a los dos meses, los ataques de ántrax en el correo de Estados Unidos, y un mes más tarde comenzaron los asesinatos en serie del sniper de D.C., John Allen Muhammad. Durante todo ese tiempo de preparación, en mis veintes, solo tenía como prioridad ser el mejor abogado. Era mi craft y me gustaba ese proceso de intentarlo, de una manera romántica, un proceso que hoy trato de insertar en este relato.

      Por necio y dedicado, conseguí un trabajo en un despacho importante en Washington, D.C., que me llevó a viajar por muchos lugares muy interesantes y fue ahí, con ese contacto con tanta gente de tantos caminos, que empecé a entender las cosas que quiero transmitir en estas páginas. He colaborado en otros despachos hasta llegar a la que hoy es mi casa: Hogan Lovells, donde soy socio y comparto el liderazgo de la práctica de Derecho Bancario y Financiamiento en México con otro de mis socios. Esa es mi historia in a nutshell, por lo menos la que importa para lo que les voy a contar en este libro. Tal vez luego, en otro lugar, les compartiré otra historia personal que trae más twist.

      En estos meses me he acercado más a algunas personas, he tratado de fomentar núcleos locales que antes no me parecían tan importantes pero que ahora veo como algo natural y necesario. Lo he hecho


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