Obras selectas de Iván Turguénev. Iván Turguénev

Obras selectas de Iván Turguénev - Iván Turguénev


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bajando cariñosamente la voz-.

      No me desagrada que me miren. Me gusta su cara.

      Presiento que seremos amigos. Y yo, ¿le gusto?- dijo con picardía.

      -Princesa...- empecé yo.

      -En primer lugar, llámeme Zenaida Alexandrovna. Y segundo, ¡vaya una costumbre la de los ni-

      ños, la de la gente joven- rectificó ella- de no decir llanamente lo que sienten! Eso es bueno para los mayores, pero no para nosotros. Porque yo le gusto,

      ¿no es así?

      -Naturalmente, me gusta usted mucho, Zenaida Alexandrovna. No quisiera ocultarlo.

      Ella movió lentamente la cabeza.

      -Tiene usted ayo, ¿no?- preguntó de repente.

      -No, hace mucho que no tengo ayo.

      Mentía. No hacía ni un mes que me había des-pedido de mi ayo francés.

      -¡Oh, ya lo veo! Es usted ya mayor.

      Me dio un ligero golpe en los dedos.

      -Tenga derechas las manos- me advirtió. Y empezó a devanar con cuidado la lana.

      Aprovechando que no levantaba la vista, empecé a mirarla, primero furtivamente, luego cada vez con más confianza. Su rostro me pareció aún más hermoso que el día anterior. ¡Era tan fino, inteligente y hermoso! Estaba sentada de espaldas a la ventana, que tenía echada una cortina blanca. La luz del sol, atravesando la cortina, bañada con una luz suave sus cabellos abundantes y dorados, su casto cuello, sus redondeados hombros y el pecho, suave y tranquilo. La miraba, y ¡qué entrañable y querida empezaba a ser para mí! Empecé a tener la sensación de que la conocía desde hacía mucho tiempo y que antes de conocerla no sabía nada y no había vivido. Llevaba un vestido oscuro, algo gastado, y un delantal. Pienso que hubiese acariciado con gusto cada pliegue de ese vestido y de ese delantal.

      La punta de los zapatos asomaba debajo de su vestido. Me hubiera inclinado reverentemente ante esos zapatos... «Estoy sentado delante de ella- pensaba-.

      La he conocido. ¡Qué dicha, Dios mío!» Poco faltó para que saltara de emoción de la silla, pero sólo moví un poco los pies, como un niño que tiene en sus manos una golosina.

      Me sentía a gusto, tal como se siente el pez en el agua. Me hubiera gustado quedarme en la habitación y no salir de ella durante un siglo.

      Sus pestañas se levantaban suavemente. Otra vez brillaron cariñosos sus ojos claros, volviendo ella a sonreír.

      -¡Qué manera de mirar es esa!- dijo lentamente, haciéndome un gesto amenazante con el dedo.

      Me puse colorado... «Todo lo comprende, todo lo ve- pensé-. ¡Y cómo no lo va a comprender y ver todo!»

      De repente, en la habitación contigua se oyeron unos golpes y el tintineo de un sable.

      -¡ Zenaida!- gritó la princesa desde la sala-. Belovsorov te ha traído un gatito.

      -¡Un gatito!- exclamó Zenaida, que, levantándose bruscamente de la silla, tiró el ovillo de lana sobre mis rodillas y salió corriendo.

      Yo también me levanté y, después de colocar la madeja y el ovillo sobre la ventana, entré en la sala y me detuve desconcertado: en medio de la habitación había un gatito a rayas, espatarrado. Zenaida estaba de rodillas delante de él y le acariciaba con cuidado el hocico. Al lado de la princesa, tapando casi el lienzo de la pared, entre ventana y ventana, vi un buen mozo, un húsar rubio, de pelo encrespado, cara sonrosada y ojos saltones.

      -¡Qué gracioso!- repetía Zenaida-. Sus ojos no son grises, sino verdes, ¡y qué grandes! Muchas gracias, Víctor Egorovich. Es usted muy amable.

      El húsar, a quien conocí como uno de los jóvenes que había visto el día anterior, sonrió e hizo una reverencia haciendo tintinear las espuelas y los anillos del sable.

      -Como ayer se dignó usted expresar su deseo de tener un gatito a rayas y con grandes orejas... pues me he encargado de encontrarlo. Mi palabra es ley-manifestó, repitiendo la reverencia.

      El gatito emitió un sonido débil y empezó a ol-fatear el suelo.

      -Está hambriento. ¡Bonifacio!, ¡Sonia! Tráiganle leche.

      La criada vestida con un traje amarillo, ya viejo, y un pañuelo desteñido al cuello, entró con un pla-tito de leche en la mano y lo puso delante del gatito.

      Este se estremeció, cerró los ojos y empezó a sorber le leche.

      -¡Qué lengüita tan rosada tiene!- dijo Zenaida bajando la cabeza casi al ras del suelo y mirándolo, ladeando la cabeza, casi por debajo de su nariz.

      El gatito sació su hambre y empezó a ronro-near, moviendo con coquetería las patas. Zenaida se levantó y, volviéndose hacia la criada, le dijo sin el menor interés:

      -Llévatelo.

      -Zenaida, su mano por el gatito- pidió el húsar enseñando los dientes y cimbreando su enorme cuerpo ceñido por un ajustado uniforme nuevo.

      -Las dos- replicó Zenaida y le dio las dos manos. Mientras las besaba el húsar, Zenaida me miraba por encima del hombro.

      Permanecía inmóvil en el mismo sitio, y no sa-bía si reírme, decir algo, o simplemente seguir callado. De repente, vi por la puerta de la sala, que estaba abierta, la figura de nuestro lacayo Fiodor.

      Me hacia señales con las manos. Salí automáticamente hacia él.

      -¿Qué quieres?- le pregunté.

      -Su mamá me ha mandado por usted- dijo en voz baja-. Está enfadada porque todavía no ha re-gresado con la respuesta.

      -¿Llevo aquí mucho tiempo?

      -Más de una hora.

      -¡Más de una hora!- repetí sin poder contener-me. Y, volviendo a la sala, empecé a hacer la reverencia de despedida, moviendo los pies.

      -¿A dónde va?- preguntó la princesa, asomando la cabeza por detrás del húsar.

      -Tengo que ir a casa. Bueno- añadí dirigiéndome a la vieja- diré que vendrán ustedes dos.

      -Dígalo así, hijo.

      La princesa sacó precipitadamente la caja del rapé y lo aspiró emitiendo un sonido tan fuerte que hasta sentí una sacudida.

      -Dígalo así- repitió, moviendo sus párpados llo-rosos y tosiendo.

      Volví a hacer la reverencia, me di la vuelta y salí de la habitación con esa sensación incómoda que siente todo hombre demasiado joven cuando sabe que están mirándolo.

      -Oiga, monsieur Voldemar, venga de nuevo a visitarnos- dijo la princesa y rió otra vez.

      «¿Por qué se reirá siempre?, pensaba cuando volvía a casa acompañado de Fiodor, que no decía nada, pero iba detrás de mí mostrando su desapro-bación. Mi madre censuró mi tardanza. Estaba in-trigada con lo que podía haber estado haciendo durante tanto tiempo en casa de la princesa. No le dije nada y me marché a mi habitación. Me sentí muy triste de repente... Hacía esfuerzos para no llorar... Tenía celos del húsar.

      Capítulo V

      Índice

      La princesa, tal como había prometido, visitó a mi madre, pero no le cayó simpática. No estuve en la visita, pero mi madre le comentó a mi padre, cuando estábamos comiendo, que la princesa Zasequin le parecía « une femme très vulgaire», que la había cansado con sus peticiones de que intercediera por ella ante el príncipe Sergio sobre no sabía qué liti-gios y asuntos « des vilaines affaíres d'argent» y que debía ser muy chismosa. Pero mi madre también añadió que había invitado a ella y a su hija a que vinieran al día


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