Obras selectas de Iván Turguénev. Iván Turguénev
El cadáver yacía de espaldas, ligeramente ladea-do, con la cabeza recostada en la mano izquierda, y el brazo derecho doblado debajo del cuerpo. Las puntas de los pies, calzados con botas altas de marinero, estaban enterradas en el barro. Vestía cha-queta azul, empapada en sal marina, y abrochada hasta el cuello, al cual ceñía una bufanda roja. Su atezado rostro, vuelto hacia el cielo parecía sonreír; el labio superior contraído, dejaba ver sus dientes menudos y apretados; las vidriosas pupilas casi se confundían con el blanco mate de los ojos; los cabellos llenos de espuma y arena flotaban hacia atrás en el suelo y dejaban al descubierto su frente surca-da por una larga cicatriz violácea; la delgada nariz sobresalía blanquecina entre las mejillas deprimidas.
¡La tormenta de la noche había realizado su ta-rea!
El barón no volvería a América. Aquel hombre que había ultrajado a mi madre y arruinado su vida, mi padre- ¡sí!, mi padre, ya no podía dudar de ello-yacía inerte en el fango, a mis pies...
Encontrados sentimientos de venganza satisfe-cha de compasión, de odio y de terror embargaban mi ánimo. De terror sobre todo: el terror que me causaba aquella visión y el pensamiento de lo que acababa de ocurrir...
Esos sentimientos misteriosos de perversidad, esos deseos criminales de que hablé al comienzo despertábanse de repente en mí y me oprimían el pecho.
-¡Ah!- pensé-; ahora comprendo por qué soy así... es la sangre que manda...
Continuaba inmóvil junto al cadáver, contem-plábalo y aguardaba.
-¿Quién- me decía a mí mismo-, quién sabe si se reanimarán esas pupilas, extintas, si esos labios in-móviles se moverán?
¡No! Ya no podían moverse. En el lugar donde le arrojaron las olas, el mismo esparganio estaba marchito; habían desaparecido las gaviotas, y no veía flotar por ninguna parte despojos, ni maderos, ni aparejos desgarrados.
Por todas partes el desierto... y sólo él y yo a orillas del océano, donde sube la marea... Detrás de mí, otra vez el desierto; y en el horizonte una cade-na de tristes colinas...
No podía decidirme a dejar aquel pobre cuerpo en semejante soledad, semisepultado en fango, en-tregado como pasto a los peces y las aves de rapiña; una voz interior me ordenaba que buscara hombres para hacerles llevar aquel cadáver entre los vivos...
Pero, de improviso, apoderóse de mí un terror in-superable.
Me asaltó la idea de que aquel muerto sabía que estaba yo allí, y que era él quien había dispuesto aquel encuentro; hasta me pareció oírle mascullar frases ininteligibles, con aquella voz sorda que yo conocía...
Retrocedí para mirarlo de nuevo. Una cosa brillante atrajo mis miradas: era un anillo de oro que llevaba en la mano izquierda, y reconocí la sortija de boda de mi madre.
Jamás olvidaré cómo vencí mi repugnancia. Me acerqué de nuevo, me incliné sobre aquel cuerpo...
aun siento el contacto viscoso de sus dedos rígi- dos... recuerdo el furor con que, casi desorbitando los ojos, rechinando los dientes, arranqué el anillo que resistía... por fin cedió... y huí como un ladrón sin volver atrás la mirada, creyendo que alguien iba en pos de mí, me perseguía, me alcanzaba, me detenía...
XVI
Llevaba claramente escrito en el rostro todo lo que había sentido y padecido.
Cuando regresé a casa, corrí directamente al cuarto de mi madre, la cual, al verme, se incorporó de un salto, y me miró con tal insistencia, que, al cabo de un momento de vacilación, acabé por mostrarle el anillo sin decir una palabra.
Cubrióse su rostro de una palidez mortal y abrió desmesuradamente los ojos, que se le nublaron tanto como los del ahogado. Tomó la sortija, se tambaleó, cayó sobre mi pecho y así quedó rígida, con la cabeza echada atrás y fijando en mí sus grandes ojos espantados.
Rodeé su talle con ambos brazos, y sin mover-me del sitio le conté con voz lenta y dulce acento todo cuanto había sucedido, sin omitir pormenores: el ensueño, el encuentro... En fin, se lo dije todo.
Escuchó mi relato completo, sin interrumpirme con ninguna exclamación; pero su pecho se agitaba cada vez con más fuerza, se reanimó su mirada y entornó levemente los párpados. Luego se puso la sortija en el dedo anular, y, desprendiéndose de mis brazos, empezó a buscar la manteleta y el sombrero.
Le pregunté a dónde quería ir.
Me dirigió una mirada llena de asombro y quiso responder, pero le faltaba la voz.
Estremecióse varias veces, se restregó las manos como para calentárselas y exclamó:
-¡Vamos pronto!
-¿A dónde, madre?
-Allí, donde está él... Quiero verlo, quiero con-vencerme... lo reconoceré...
Traté de disuadirla, pero estuvo al borde de que la acometiera una crisis nerviosa. Comprendí que era inútil toda resistencia y salimos.
XVII
Estoy de nuevo en la playa; esta vez ya no voy solo, voy del brazo con mi madre.
El mar se ha retirado allá abajo, muy lejos; está en calma, pero produce el mismo zumbido siniestro y agorero.
Por fin, veo el peñasco solitario y la planta de esparganio. Miro con atención para encontrar aquella masa negra que estaba al lado... pero no veo na-da.
Nos acercamos a la roca, e involuntariamente acorté el paso. ¿Qué habrá sido del cuerpo siniestro y ya rígido? Sólo veo los tallos del esparganio, que forman una mancha oscura sobre la arena seca.
Llegamos, al fin, junto a la piedra. El cadáver ha desaparecido, y en el sitio donde estaba tendido no
queda sino un hueco donde se puede distinguir los rastros de los brazos y de las piernas...
El esparganio ha sido pisado y son muy claras las huellas de la planta de los pies de un hombre; los pasos están marcados en la arena y se van en dirección a las montañas silíceas.
Mi madre y yo cruzamos una mirada, y los dos nos asustamos de lo que acabábamos de leer mu-tuamente en nuestros ojos: “¿Se habría levando y habría partido?”
-¿Estás seguro de que estaba muerto?
Sólo tuve fuerzas para responder con movimiento de cabeza afirmativamente. No habían pasado tres horas desde que había visto yo el cadáver del barón... Alguien había venido y se lo había llevado...
Resolví verificar mi conjetura. Pero, ante todo, era necesario llevarme de allí a mi madre.
XVIII
Mientras nos íbamos al sitio siniestro, la fiebre la había sostenido; pero la desaparición del cadáver la impresionó de tal manera, que tuvo convulsiones y temí por su razón.
Me costó Dios y ayuda volverla a casa; hice que se acostara y llamé al médico. Cuando recobró los sentidos, su primera preocupación fue exigir que partiese en el acto en busca de “aquel hombre”.
Obedecí con presteza, pero todos mis esfuerzos resultaron vanos. Fui varias veces a la policía; recorrí todas las aldeas de los contornos, hice insertar