Obras selectas de Iván Turguénev. Iván Turguénev

Obras selectas de Iván Turguénev - Iván Turguénev


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de la de los Zasequin ter-minaba en un muro común y había un abeto solita-rio. Oculto por su ramaje bajo y espeso podía observar cómodamente en la medida en que lo permitiera la oscuridad de la noche todo lo que pa-sara a mi alrededor. Allí mismo serpenteaba un camino, que siempre me pareció misterioso. Como una culebra, se metía por debajo de la valla, que en ese sitio conservaba las huellas de pies que habían saltado por encima de ella, y conducía a una glorieta rodeada de un tupido ramaje de acacias. Llegué a donde estaba el abeto, me apoyé en el tronco y me puse al acecho.

      La noche era tan tranquila como el día anterior.

      Pero en el cielo había bastante menos nubes y las siluetas de los arbustos, hasta de las flores altas, se distinguían mejor. Los primeros momentos de la espera fueron agobiantes, casi aterradores. ¡Estaba dispuesto a todo! Sólo pensaba qué haría cuando llegara el momento. Gritaría: «¿A dónde vas?

      ¡Quieto! ¡O lo confiesas o te mato!» ¿O asestaría el golpe sin más? Cada sonido, cada susurro, cada murmullo, me parecía lleno de sentido profundo, fuera de lo común... Estaba preparado... Me incliné hacia adelante... Pero pasó media hora, pasó una hora... Mi sangre se calmaba y se entibiaba. La idea de que todo esto era en vano, que era hasta ridículo, que Malevskiy me había gastado una broma empezó a adueñarse de mí. Dejé mi lugar de vigilancia y di una vuelta por el jardín. Como si todo en la natura-leza se hubiese puesto de acuerdo, no se oía ningún ruido. Todo estaba tranquilo. Hasta el perro dormía hecho un ovillo a la entrada. Me subí a las ruinas del invernadero. Vi ante mí el campo lejano, recordé mi encuentro con Zenaida y quedé pensativo.

      De pronto, me estremecí... Me pareció oír cómo chirriaba una puerta que se abría. Luego, un ligero crujido de una ramita rompiéndose. En dos saltos bajé de las ruinas y me quedé quieto en el sitio. En el jardín se oían claramente unos pasos ligeros y rá-

      pidos, pero cautelosos... Se acercaban hacia mí.

      «¡Aquí está..., aquí está al fin!», cruzó como un rayo por mi corazón. Saqué precipitadamente la navaja del bolsillo y convulsivamente la abrí. Unas chispas rojas empezaron a aparecer en mis ojos. De miedo y rabia empezó a erizárseme el cabello. Los pasos se orientaban derechos hacia mí. Yo estuve quieto, esperando... Apareció un hombre... ¡Dios mío! ¡Era mi padre!

      Lo conocí en el acto, aunque iba embozado en una capa oscura y con el sombrero encasquetado hasta los ojos. Pasó de puntillas delante de mí. No me vio, aunque nada me ocultaba, pero me contraje y encogí tanto, que hasta creo que me igualé con la tierra. El celoso Otelo, dispuesto a asesinar, se con-virtió de repente en un escolar. La aparición de mi padre me asustó tanto, que ni siquiera me di cuenta en los primeros instantes de dónde venía ni hacia dónde desapareció. Sólo entonces, después de la sorpresa, me levanté y pensé: «¿Por qué estará mi padre de noche en el jardín?» Pero ya estaba todo tranquilo alrededor. A causa del miedo se me había caído la navaja en la hierba, pero ni siquiera intenté buscarla. Estaba muy avergonzado. Poco a poco volví en mí. Pero al regresar a casa me acerqué a mi pequeño banco, situado bajo un arbusto de saúco, y miré a la ventana de la habitación de Zenaida. Los diminutos cristales de la pequeña ventana despedían una tenue luz azul bajo el débil reflejo que caía del cielo. De repente su color empezó a cambiar... De-trás de los cristales (lo veía, lo veía claramente) co- menzó a descender una cortina blanca, hasta que bajó totalmente y quedó inmóvil.

      -¿Qué ha sucedido?- dije en voz alta, casi involuntariamente, cuando me vi otra vez en mi habitación-. Un sueño, una casualidad, o...

      Las conjeturas que empezaron a surgir en mi fantasía eran tan nuevas y tan extrañas, que hasta carecía de valor para meditarlas.

      Capítulo XVIII

      Índice

      Me levanté por la mañana con dolor de cabeza. Las emociones de la víspera estaban lejanas. En su lugar vino una perplejidad penosa y una tristeza que antes no había conocido. Era como si algo muriese en mí.

      -¿Por qué parece un conejo al que le han extraí-do la mitad del cerebro?- me dijo al verme Lushin.

      Durante el desayuno miraba furtivamente unas veces a mi padre y otras a mi madre. Como siempre, él estaba tranquilo, y ella, según costumbre, en estado de secreta irritación. Esperaba que mi padre me hablase amistosamente como lo hacía de vez en cuando... Pero ni siquiera me hizo su fría caricia de todos los días. «¿Se lo cuento todo a Zenaida?- pensé-. ¡Qué más da ya! Todo ha terminado entre nosotros.» Me fui a verla, pero no sólo no le conté nada, sino que ni siquiera la pude ver como yo hubiese deseado. El hijo de la princesa, un cadete de unos doce años, había llegado de San Petersburgo para pasar las vacaciones. Enseguida Zenaida me encomendó el cuidado de su hermano.

      -Aquí os presento- dijo, dirigiéndose a su hermano- a mi querido Volodia (me llamaba así por primera vez), gran amigo mío. También él se llama Volodia. Quiéralo, por favor. Todavía es un salvaje, pero tiene buen corazón. Llévelo a Nescuchnoye, pasee con él, tómelo bajo su protección. ¿Verdad que lo hará? ¡También usted es tan bueno!

      Puso cariñosamente sus manos sobre mis hombros y yo me quedé desconcertado. La llegada de este niño me convertía en niño a mí también. Miraba sin decir palabra al cadete, que tan silencioso como yo me miraba a mí. Zenaida rió y nos empujó al uno hacia el otro.

      -¡Dense un abrazo, niños!-. Nos dimos un abrazo.

      -¿Quiere ir conmigo al jardín?- le pregunté al cadete.

      -Como usted quiera- dijo él con voz silbante, enteramente de cadete.

      Zenaida volvió a reír. Tuve tiempo de fijarme que nunca su rostro había tenido un color tan ma-ravilloso. El cadete y yo nos marchamos. En el jardín había un columpio viejo. Le hice sentar en una tabla estrecha y empecé a columpiarlo. Estaba sentado inmóvil, con su uniforme de paño grueso con anchas cintas doradas, agarrando fuertemente las cuerdas del columpio.

      -Pero desabróchese el cuello- le dije.

      -No importa, estamos acostumbrados- dijo y to-sió un poco.

      Se parecía a su hermana, sobre todo en los ojos.

      Me resultaba agradable ocuparme de él, pero al mismo tiempo aquel dolor sordo seguía royendo mi corazón. «Ahora, efectivamente, soy un niño- pensaba-, pero ayer...» Me acordé del sitio donde el día anterior perdí la navaja y la encontré. El cadete me la pidió, cortó un tallo grueso, se hizo un silbato y empezó a silbar. Otelo también tocó un poco el instrumento.

      ¡Pero cómo lloraba por la tarde ese mismo Otelo en los brazos de Zenaida, cuando encontrándolo en un rincón del jardín le preguntó por qué estaba tan triste? Las lágrimas irrumpieron con tal fuerza, que Zenaida se asustó. «¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa, Volodia?»- repetía y, viendo que no contestaba y seguía llorando, intentó, intentó darme un beso en la mejilla mojada. Pero volví la cara y dije, tratando de sofocar los sollozos:

      -Lo sé todo. ¿Por qué jugó conmigo como con un juguete? ¿Qué falta le hacía mi amor

      -Soy culpable ante usted, Volodia- dijo Zenaida-

      . ¡Ah, soy muy culpable...!- dijo y apretó las manos-.

      ¡Cuánto de malo, oscuro, pecaminoso, hay en mí...!

      Pero ahora no juego con usted, lo quiero. Usted mismo no puede suponer por qué y cómo... Pero...

      ¿qué es lo que sabe?

      ¿Qué podía decirle? Estaba delante de mí y me miraba. Y yo le pertenecía todo entero, desde la cabeza hasta los pies, cuando me miraba... Un cuarto de hora después ya estaba corriendo y jugando con el cadete y Zenaida. No lloraba. Reía, aunque de los párpados, un poco hinchados, caía al reírme una lágrima. En el cuello, en vez de la corbata, llevaba una cinta de Zenaida. Grité de alegría cuando pude alcanzarla. Hacía conmigo lo que quería.


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