Obras selectas de Iván Turguénev. Iván Turguénev
querida? Pero parece que sí puede ser, si amas...» Y yo... ¿yo qué pensaba...?
El último mes me hizo envejecer, y mi amor, con sus emociones y sufrimientos, me pareció a mí mismo algo pequeño, pueril, insignificante ante la dimensión desconocida del otro amor, sobre el cual apenas podía hacer conjeturas. Me asustaba como un rostro desconocido, bello pero amenazante, al que en vano te esfuerzas por ver en la penumbra.
Un sueño extraño y espantoso tuve esa misma noche. Me pareció entrar en una habitación oscura de techo bajo... Mi padre está con un látigo en la mano dando patadas en el suelo. En el rincón, acu-rrucada, está Zenaida con una cicatriz roja no en la mano, sino en la frente... Detrás de ellos, todo cu- bierto de sangre, se yergue Belovsorov, que abre sus labios pálidos y amenaza furioso a mi padre.
Dos meses después ingresé en la Universidad, y medio año después mi padre murió (de un ataque) en Petersburgo, donde acababa de llegar con mi madre y conmigo. Días antes de morir recibió una carta de Moscú, que le emocionó profundamente...
Entró a pedir no sé qué a mi madre y, según me dijeron, él, ¡mi padre!, hasta lloró. El mismo día que tuvo el ataque por la mañana empezó una carta diri-gida a mí, redactada en francés. «Hijo mío- me escribía-, teme al amor de una mujer, teme esa dicha, ese veneno... Mi madre, después de su muerte, en-vió una importante cantidad de dinero a Moscú.
Capítulo XXII
Pasaron unos cuatro años. Acababa de terminar la carrera y no sabía todavía a ciencia cierta qué iba a ser de mí, a qué puerta iba a llamar. Mientras tanto, paseaba sin hacer nada. Un día por la tarde vi en el teatro a Maidanov. Ya se había casado y conseguido un empleo, pero él no había cambiado. Se emocionaba lo mismo que antes, cuando no venía a cuento se deprimía con la misma rapidez.
-¿Sabe- dijo, como quien no quiere la cosa- que la señora Dolskiy está aquí?
-¿Qué señora Dolskiy?
-¿Es que no se acuerda? La que fue la princesa Zasequin, de la que estábamos enamorados todos, incluso usted. ¿Se acuerda? En la dacha, en frente de Nescuchnoye...
-¿Está casada con Dolskiy?
-Sí.
-Y ¿está aquí, en el teatro?
-No, está en Petersburgo ha venido aquí hace unos días. Luego viajará al extranjero.
-¿Quién es su marido?- pregunté.
-Un chico estupendo. Y rico. Estamos emplea-dos en el mismo departamento en Moscú. Comprenderá que después de lo que pasó... Usted debe saberlo todo muy bien (Maidanov sonrió misteriosamente). No le fue fácil casarse. La cosa tuvo sus consecuencias... Pero con su inteligencia todo es posible. Vaya a verla. Se alegrará mucho de verlo. Está aún más hermosa.
Maidanov me dio las señas de Zenaida. Estaba alojada en el hotel Demut. Recuerdos de otros años empezaron a revivir en mí. Me prometí visitar a mi pasión pretérita al día siguiente. Pero tuve que hacer algo urgente y pasó una semana, luego otra y, cuando al fin me acerqué al hotel Demut y pregunté por la señora de Dolskiy, supe que había muerto inesperadamente cuatro días antes, al dar a luz.
Algo me golpeó el corazón. La idea de que po-día haberla visto y no la vi y el pensamiento amargo de que no la vería nunca más me fustigaban con toda la fuerza de un justo reproche. «¡Ha muerto!», repetía mirando estúpidamente al portero.
Me puse a caminar sin rumbo fijo. Todo lo que había significado para mí salió otra vez a la superfi-cie y se puso ante mis ojos. La muerte había sido la solución, la meta hacia la que había ido acelerando el paso una vida joven apasionada, brillante y llena de emoción. Esto iba pensando. Me imaginaba sus rasgos tan queridos, sus ojos, su pelo, encerrados en una caja angosta, en la húmeda oscuridad de la tierra, aquí mismo, cerca de mí, que todavía vivo, y probablemente a varios pasos de mi padre. Pensaba todo esto, esforzando la imaginación, mientras que los versos
« De labios indiferentes escuchaba la nueva de la muerte Y la oía con indiferencia...»
resonaban en mi alma. ¡Oh juventud, juventud!, nada te importa. Te parece poseer todos los tesoros del universo y hasta la tristeza te es agradable. Eres engreída y soberbia. Dices: «ved, soy la única que vivo», y, sin embargo, tus días también pasan y de-saparecen sin dejar rastro apenas. Todo lo que hay de ti desaparece, como la cera al sol, como la nie-ve... Y quién sabe si el misterio de tu encanto está no en la posibilidad de hacerlo todo, sino en la po- sibilidad de pensar que todo lo harás; está en que derrochas inútilmente las fuerzas que de todos modos no hubieses sabido emplear en otra cosa; está en que cada uno de nosotros piensa completamente en serio que ha sido un derrochador, que completamente en serio se imagina que tiene derecho a decir: ¡Lo que hubiera hecho si no hubiese desperdiciado el tiempo!
Y heme aquí, preguntándome qué esperaba, en qué confiaba, qué porvenir tan brillante se me pre-sentaba, después de acompañar con un suspiro, con un sentimiento triste el fantasma de mi primer amor, que apareció por un instante.
¿Qué se ha cumplido de todo aquello que esperaba? En este momento, cuando sobre mi vida em-piezan a cernirse las sombras de la tarde, ¿qué otra cosa me queda más lozana y más querida que los recuerdos de esa tormenta matinal de primavera que tan deprisa pasó?
Pero creo que me calumnio injustamente. Tampoco entonces, en aquel tiempo irresponsable de la juventud, fui sordo a esa voz triste que clamó por mí, esa voz solemne que me llegó desde la tumba. Me acuerdo de que unos días después de enterarme de la muerte de Zenaida, yo mismo, dominado por una irresistible fuerza de atracción, asistí a la muerte de una pobre viejecita que vivía en la misma casa que nosotros. Cubierta de harapos, acostada sobre duras tablas, con un saco por almohada moría, tras sufrir una penosa agonía. Pasó toda su vida en una lucha constante con la miseria de cada día. No vio nunca días alegres y no probó la miel de la felicidad. ¡Cómo no iba a alegrarse de que haya llegado la muerte, la libertad, el reposo! Y no obstante, mientras su decrépito cuerpo resistía, mientras su pecho se levantaba bajo la mano de hielo que la oprimía, mientras no la abandonaron sus últimas fuerzas, la viejecita se persignaba y decía con voz apenas perceptible: «¡Dios mío, perdóname los pecados...!» Sólo con la última chispa de conciencia desapareció de sus ojos la expresión de miedo y horror ante la muerte. Y recuerdo que aquí, ante el lecho de esta pobre viejecita, sentí miedo por Zenaida y quise re-zar por ella, por mi padre y por mí.
1860
Nido de Hidalgos
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