La Galatea. Miguel de Cervantes
que te tengo; que, según el viaje que traías, a la fuente de las Pizarras le encaminabas, y agora que me has visto quieres torcer el camino. Y si esto es así como pienso, dime adónde quieres hoy y siempre apascentar tu ganado, que yo te juro de no llevar allí jamás el mío. —Yo te prometo, Elicio —respondió Galatea—, que no por huir de tu compañía ni de la de Erastro he vuelto del camino que tú imaginas que llevaba, porque mi intención es pasar hoy la siesta en el arroyo de las Palmas, en compañía de mi amiga Florisa, que allá me aguarda, porque desde ayer concertamos las dos de apascentar hoy allí nuestros ganados; y, como yo venía descuidada sonando mi zampoña, la mansa borrega tomó el camino de las Pizarras, como della más acostumbrado. La voluntad que me tienes y ofrecimientos que me haces te agradezco, y no tengas en poco haber dado yo disculpa a tu sospecha. —¡Ay, Galatea! —replicó Elicio—, y cuán bien que finges lo que te parece, teniendo tan poca necesidad de usar conmigo artificio, pues al cabo no tengo de querer más de lo que tú quisieres. Ora vayas al arroyo de las Palmas, al soto del Concejo o a la fuente de las Pizarras, ten por cierto que no has de ir sola, que siempre mi alma te acompaña, y si tú no la vees, es porque no quieres verla, por no obligarte a remediarla. —Hasta agora —respondió Galatea— tengo por ver la primera alma, y así no tengo culpa si no he remediado a ninguna. —No sé cómo puedes decir eso —respondió Elicio—, hermosa Galatea, que las veas para herirlas y no para curarlas. —Testimonio me levantas —replicó Galatea— en decir que yo, sin armas, pues a mujeres no son concedidas, haya herido a nadie. —¡Ay, discreta Galatea! —dijo Elicio—, cómo te burlas con lo que de mi alma sientes, a la cual invisiblemente has llagado, y no con otras armas que con las de tu hermosura. Y no me quejo yo tanto del daño que me has hecho, como de que le tengas en poco. —En menos me tendría yo —respondió Galatea— si en más le tuviese. A esta sazón llegó Erastro, y, viendo que Galatea se iba y les dejaba, le dijo: —¿Adónde vas, o de quién huyes, hermosa Galatea? Si de nosotros, que te adoramos, te alejas, ¿quién esperará de ti compañía? ¡Ay, enemiga!, cuán al desgaire te vas, triunfando de nuestras voluntades. El cielo destruya la buena que tengo, si no deseo verte enamorada de quien estime tus quejas en el grado que tú estimas las mías. ¿Ríeste de lo que digo, Galatea? Pues yo lloro de lo que tú haces. No pudo Galatea responder a Erastro, porque andaba guiando su ganado hacia el arroyo de las Palmas, y, abajando desde lejos la cabeza en señal de despedirse, los dejó. Y, como se vio sola, en tanto que llegaba adonde su amiga Florisa creyó que estaría, con la estremada voz que al cielo plugo darle, fue cantando este soneto: GALATEA Afuera el fuego, el lazo, el yelo y flecha de amor, que abrasa, aprieta, enfría y hiere; que tal llama mi alma no la quiere, ni queda de tal ñudo satisfecha. Consuma, ciña, yele, mate; estrecha tenga otra la voluntad cuanto quisiere; que por dardo, o por nieve, o red no’spere tener la mía en su calor deshecha. Su fuego enfriará mi casto intento, el ñudo romperé por fuerza o arte, la nieve deshará mi ardiente celo, la flecha embotará mi pensamiento; y así, no temeré en segura parte de amor el fuego, el lazo, el dardo, el yelo. Con más justa causa se pudieran parar los brutos, mover los árboles y juntar las piedras a escuchar el suave canto y dulce armonía de Galatea, que cuando a la cítara de Orfeo, lira de Apolo y música de Anfión los muros de Troya y Tebas por sí mismos se fundaron, sin que artífice alguno pusiese en ellos las manos, y las hermanas, negras moradoras del hondo caos, a la estremada voz del incauto amante se ablandaron. El acabar el canto Galatea y llegar adonde Florisa estaba, fue todo a un tiempo, de la cual fue con alegre rostro recebida, como aquella que era su amiga verdadera y con quien Galatea sus pensamientos comunicaba. Y, después que las dos dejaron ir a su albedrío a sus ganados a que de la verde yerba paciesen, convidadas de la claridad del agua de un arroyo que allí corría, determinaron de lavarse los hermosos rostros, pues no era menester para acrecentarles hermosura el vano y enfadoso artificio con que los suyos martirizan las damas que en las grandes ciudades se tienen por más hermosas. Tan hermosas quedaron después de lavadas como antes lo estaban, excepto que por haber llegado las manos con movimiento al rostro, quedaron sus mejillas encendidas y sonroseadas, de modo que un no sé qué de hermosura les acrescentaba; especialmente a Galatea, en quien se vieron juntas las tres Gracias, a quien los antiguos griegos pintaban desnudas por mostrar, entre otros efectos, que eran señoras de la belleza. Comenzaron luego a coger diversas flores del verde prado, con intención de hacer sendas guirnaldas con que recoger los desornados cabellos que sueltos por las espaldas traían. En este ejercicio andaban ocupadas las dos hermosas pastoras, cuando por el arroyo abajo vieron al improviso venir una pastora de gentil donaire y apostura, de que no poco se admiraron, porque les pareció que no era pastora de su aldea ni de las otras comarcanas a ella, a cuya causa con más atención la miraron, y vieron que venía poco a poco hacia donde ellas estaban. Y, aunque estaban bien cerca, ella venía tan embebida y transportada en sus pensamientos, que nunca las vio hasta que ellas quisieron mostrarse. De trecho en trecho se paraba, y, vueltos los ojos al cielo, daba unos sospiros tan dolorosos que de lo más íntimo de sus entrañas parecían arrancados. Torcía asimesmo sus blancas manos y dejaba correr por sus mejillas algunas lágrimas, que líquidas perlas semejaban. Por los estremos de dolor que la pastora hacía, conocieron Galatea y Florisa que de algún interno dolor traía el alma ocupada, y por ver en qué paraban sus sentimientos, entrambas se escondieron entre unos cerrados mirtos, y desde allí con curiosos ojos miraban lo que la pastora hacía. La cual, llegándose al margen del arroyo, con atentos ojos se paró a mirar el agua que por él corría, y, dejándose caer a la orilla dél como persona cansada, corvando una de sus hermosas manos, cogió en ella del agua clara, con la cual lavándose los húmidos ojos, con voz baja y debilitada dijo: —¡Ay, claras y frescas aguas!, ¡cuán poca parte es vuestra frialdad para templar el fuego que en mis entrañas sien to! Mal podré esperar de vosotras, ni aun de todas las que contiene el gran mar océano, el remedio que he menester, pues, aplicadas todas al ardor que me consume, haríades el mesmo efecto que suele hacer la pequeña cantidad en la ardiente fragua, que más su llama acrecienta. ¡Ay, tristes ojos, causadores de mi perdición, y en qué fuerte punto os alcé para tan gran caída! ¡Ay, Fortuna, enemiga de mi descanso, con cuánta velocidad me derribaste de la cumbre de mis contentos al abismo de la miseria en que me hallo! ¡Ay, cruda hermana!, ¿cómo no aplacó la ira de tu desamorado pecho la humilde y amorosa presencia de Artidoro? ¿Qué palabras te pudo decir él para que le dieses tan aceda y cruel respuesta? Bien parece, hermana, que tú no le tenías en la cuenta que yo le tengo, que si así fuera, a fe que tú te mostraras tan humilde cuanto él a ti subjeto. Todo esto que la pastora decía mezclaba con tantas lágrimas, que no hubiera corazón que escuchándola no se enterneciera. Y, después que por algún espacio hubo sosegado el afligido pecho, al son del agua que mansamente corría, acomodando a su propósito una copla antigua, con suave y delicada voz cantó esta glosa: Ya la esperanza es perdida, y un solo bien me consuela: qu’el tiempo, que pasa y vuela, llevará presto la vida. Dos cosas hay en amor con que su gusto se alcanza: deseo de lo mejor, es la otra la esperanza que pone esfuerzo al temor. Las dos hicieron manida en mi pecho, y no las veo; antes en l’alma afligida, porque me acabe el deseo, ya la esperanza es perdida. Si el deseo desfallece cuando la esperanza mengua, al contrario en mí parece, pues cuanto ella más desmengua tanto más él s’engrandece. Y no hay usar de cautela con las llagas que me atizan, que en esta amorosa escuela mil males me martirizan, y un solo bien me consuela. Apenas hubo llegado el bien a mi pensamiento, cuando el cielo, suerte y hado, con ligero movimiento l’han del alma arrebatado. Y si alguno hay que se duela de mi mal tan lastimero, al mal amaina la vela, y al bien pasa más ligero qu’el tiempo, que pasa y vuela. ¿Quién hay que no se consuma con estas ansias que tomo?, pues en ellas se ve en suma ser los cuidados de plomo y los placeres de pluma. Y aunque va tan de caída mi dichosa buena andanza en ella este bien se anida: que quien llevó la esperanza llevará presto la vida. Presto acabó el canto la pastora, pero no las lágrimas con que lo solemnizaba, de las cuales movidas a compasión Galatea y Florisa, salieron de do escondidas estaban, y con amorosas y corteses palabras a la triste pastora saludaron, diciéndole, entre otras razones: —Así los cielos, hermosa pastora, se muestren favorables a lo que pedirles quisieres, y dellos alcances lo que deseas, que nos digas, si no te es enojoso, qué ventura o qué destino te ha traído por esta tierra, que según la plática que nosotras tenemos della, jamás por estas riberas te habemos visto. Y por haber oído lo que poco ha cantaste, y entender por ello que no tiene tu corazón el sosiego que ha menester, y por las lágrimas que has derramado, de que dan indicio tus húmidos y hermosos ojos,