La Galatea. Miguel de Cervantes
hallásemos todos los pastores del lugar, y con ellos a Artidoro, los cuales, como nos vieron, acordando luego el son de un tamborino suyo con el de nuestras zampoñas, con el mesmo compás y baile nos salieron a recebir, mezclándonos unos con otros confusa y concertadamente, y mudando los instrumentos el son, mudamos el baile, de manera que fue menester que las pastoras nos desasiésemos y diésemos las manos a los pastores; y quiso mi buena dicha que acerté yo a dar la mía a Artidoro. No sé cómo os encarezca, amigas, lo que en tal punto sentí, si no es deciros que me turbé de manera que no acertaba a dar paso concertado en el baile; tanto, que le convenía a Artidoro llevarme con fuerza tras sí, porque no rompiese, soltándome, el hilo de la concertada danza. Y, tomando dello ocasión, le dije: "¿En qué te ha ofendido mi mano, Artidoro, que ansí la aprietas?" Él me respondió, con voz que de ninguno pudo ser oída: "Mas, ¿qué te ha hecho a ti mi alma, que así la maltratas?" "Mi ofensa es clara —respondí yo mansamente—; mas la tuya, ni la veo ni podrá verse". "Y aun ahí está el daño —replicó Artidoro—: que tengas vista para hacer el mal y te falte para sanarle". En esto cesaron nuestras razones, porque los bailes cesaron, quedando yo contenta y pensativa de lo que Artidoro me había dicho; y, aunque consideraba que eran razones enamoradas, no me aseguraban si era de enamorado. »Luego nos sentamos todos los pastores y pastoras sobre la verde yerba; y, habiendo reposado un poco del cansancio de los bailes pasados, el viejo Eleuco, acordando su instrumento, que un rabel era, con la zampoña de otro pastor, rogó a Artidoro que alguna cosa cantase, pues él más que otro alguno lo debía hacer, por haberle dado el cielo tal gracia que sería ingrato si encubrirla quisiese. Artidoro, agradeciendo a Eleuco las alabanzas que le daba, comenzó luego a cantar unos versos, que, por haberme puesto en mí sospecha [a]quel[l]as palabras que antes me había dicho, los tomé tan en la memoria que aun hasta agora no se me han olvidado; los cuales, aunque os dé pesadumbre oírlos, sólo porque hacen al caso para que entendáis punto por punto por los que me ha traído el amor al desdichado en que me hallo, os los habré de decir, que son estos: En áspera, cerrada, escura noche, sin ver jamás el esperado día, y en contino, crecido, amargo llanto, ajeno de placer, contento y risa, meresce estar, y en una viva muerte, aquel que sin amor pasa la vida. ¿Qué puede ser la más alegre vida, sino una sombra de una breve noche, o natural retrato de la muerte, si en todas cuantas horas tiene el día, puesto silencio al congojoso llanto, no admite del amor la dulce risa? Do vive el blando amor, vive la risa, y adonde muere, muere nuestra vida, y el sabroso placer se vuelve en llanto, y en tenebrosa sempiterna noche la clara luz del sosegado día, y es el vivir sin él amarga muerte. Los rigurosos trances de la muerte no huye el amador; antes con risa desea la ocasión y espera el día donde pueda ofrescer la cara vida hasta ver la tranquila última noche, al amoroso fuego, al dulce llanto. No se llama de amor el llanto, llanto, ni su muerte llamarse debe muerte, ni a su noche dar título de noche; [que] su risa llamarse debe risa, y su vida tener por cierta vida, y sólo festejar su alegre día. ¡Oh venturoso para mí este día, do pude poner freno al triste llanto, y alegrarme de haber dado mi vida a quien dármela puede, o darme muerte! Mas ¿qué puede esperarse, si no es risa, de un rostro que al sol vence y vuelve en noche? Vuelto ha mi escura noche en claro día amor, y en risa mi crescido llanto, y mi cercana muerte en larga vida. »Estos fueron los versos, hermosas pastoras, que con maravillosa gracia y no menos satisfacción de los que le escuchaban aquel día, cantó mi Artidoro, de los cuales y de las razones que antes me había dicho, tomé yo ocasión de imaginar si por ventura mi vista algún nuevo accidente amoroso en el pecho de Artidoro había causado; y no me salió tan vana mi sospecha que él mesmo no me la certificase al volvernos al aldea.» A este punto del cuento de sus amores llegaba Teolinda, cuando las pastoras sintieron grandísimo estruendo de voces de pastores y ladridos de perros, que fue causa para que dejasen la comenzada plática y se parasen a mirar por entre las ramas lo que era. Y así, vieron que por un verde llano que a su mano derecha estaba, atravesaban una multitud de perros, los cuales venían siguiendo una temerosa liebre, que a toda furia a las espesas matas venía a guarecerse. Y no tardó mucho que por el mesmo lugar donde las pastoras estaban la vieron entrar y irse derecha al lado de Galatea; y allí, vencida del cansa[n]cio de la larga carrera y casi como segura del cercano peligro, se dejó caer en el suelo con tan cansado aliento que parecía que faltaba poco para dar el espíritu. Los perros, por el olor y rastro, la siguieron hasta entrar adonde estaban las pastoras; mas Galatea, tomando la temerosa liebre en los brazos, estorbó su vengativo intento a los cobdiciosos perros, por parecerle no ser bien si dejaba de defender a quien della había querido valerse. De allí a poco llegaron algunos pastores, que en seguimiento de los perros y de la liebre venían, entre los cuales venía el padre de Galatea, por cuyo respecto ella, Florisa y Teolinda le salieron a rescebir con la debida cortesía. Él y los pastores quedaron admirados de la hermosura de Teolinda, y con deseo de saber quién fuese, porque bien conocieron que era forastera. No poco les pesó desta llegada a Galatea y Florisa, por el gusto que les había quitado de saber el suceso de los amores de Teolinda, a la cual rogaron fuese servida de no partirse por algunos días de su compañía, si en ello no se estorbaba acaso el cumplimiento de sus deseos. —Antes, por ver si pueden cumplirse —respondió Teolinda—, me conviene estar algún día en esta ribera; y, así por esto como por no dejar imperfecto mi comenzado cuento, habré de hacer lo que me mandáis. Galatea y Florisa la abrazaron y le ofrecieron de nuevo su amistad, y de servirla en cuanto sus fuerzas alcanzasen. En este entre tanto, habiendo el padre de Galatea y los otros pastores en el margen del claro arroyo tendido sus gabanes y sacado de sus zurrones algunos rústicos manjares, convidaron a Galatea y a sus compañeras a que con ellos comiesen. Acetaron ellas el convite; y, sentándose luego, desecharon la hambre, que por ser ya subido el día comenzaba a fatigarles. En estos y en algunos cuentos que, por entretener el tiempo, los pastores contaron, se llegó la hora acostumbrada de recogerse al aldea. Y luego Galatea y Florisa, dando vuelta a sus rebaños, los recogieron, y en compañía de Teolinda y de los otros pastores hacia el lugar poco a poco se encaminaron; y, al quebrar de la cuesta donde aquella mañana habían topado a Elicio, oyeron todos la zampoña del desamorado Lenio, el cual era un pastor en cuyo pecho el amor jamás pudo hacer morada, y desto vivía él tan alegre y satisfecho que, en cualquiera conversación y junta de pastores que se hallaba, no era otro su intento sino decir mal de amor y de los enamorados, y todos sus cantares a este fin se encaminaban. Y por esta tan estraña condición que tenía, era de los pastores de todas aquellas comarcas conocido, y de unos aborrecido y de otros estimado. Galatea y los que allí venían se pararon a escuchar, por ver si Lenio, como de costumbre tenía, alguna cosa cantaba. Y luego vieron que, dando su zampoña a otro compañero suyo, al son della comenzó a cantar lo que se sigue: LENIO Un vano, descuidado pensamiento, una loca, altanera fantasía, un no sé qué, que la memoria cría, sin ser, sin calidad, sin fundamento; una esperanza que se lleva el viento, un dolor con renombre de alegría, una noche confusa do no hay día, un ciego error de nuestro entendimiento, son las raíces proprias de do nasce esta quimera antigua celebrada que amor tiene por nombre en todo el suelo. Y el alma qu’en amor tal se complace, meresce ser del suelo desterrada, y que no la recojan en el cielo. A la sazón que Lenio cantaba lo que habéis oído, habían ya llegado con sus rebaños Elicio y Erastro, en compañía del lastimado Lisandro; y, pareciéndole a Elicio que la lengua de Lenio en decir mal de amor a más de lo que era razón se estendía, quiso mostrarle a la clara su engaño; y, aprovechándose del mesmo concepto de los versos que él había cantado, al tiempo que ya llegaban Galatea, Florisa y Teolinda y los demás pastores, al son de la zampoña de Erastro, comenzó a can tar desta manera: ELICIO Meresce quien en el suelo en su pecho a amor no encierra, que lo desechen del cielo y no le sufra la tierra. Amor, que es virtud entera, con otras muchas que alcanza, de una en otra semejanza sube a la causa primera. Y meresce el que su celo de tal amor le destierra, que le desechen del cielo y no le acoja la tierra. Un bello rostro y figura, aunque caduca y mortal, es un traslado y señal de la divina hermosura. Y el que lo hermoso en el suelo desama y echa por tierra, desechado sea del cielo y no le sufra la tierra. Amor tomado en sí solo, sin mezcla de otro accidente, es al suelo conviniente, como los rayos de Apolo. Y el que tuviere recelo de amor que tal bien encierra, meresce no ver el cielo y que le trague la tierra. Bien se conoce que amor está de mil bienes lleno, pues hace del malo bueno y del qu’es bueno, mejor. Y así el que discrepa un pelo en limpia amorosa guerra, ni meresce ver el cielo, ni sustentarse en la tierra. El amor es infinito, si se funda en ser honesto, y aquel que se acaba presto, no es amor sino apetito. Y al que sin alzar el vuelo, con su voluntad se cierra,