Bajo El Emblema Del León. Stefano Vignaroli
él quien os da las gracias. Sin vuestro trabajo, su obra tendría un valor muy escaso. Y es por esto por lo que quería daros la primera copia que ha impreso.
―Me siento halagado y también mis hermanos lo estarán. Pero hablemos de nosotros. Dentro de poco tiempo caerán las tinieblas e imagino que necesitáis hospitalidad. No tenemos monjas aquí en Sant’Urbano, por lo tanto deberé haceros preparar una habitación para pasar la noche en la hospedería. Espero que no tengáis miedo a estar sola.
―No os preocupéis, estoy muy cansada y dormiré como un lirón. Y además sólo se trata de una noche. Mañana por la mañana me volveré a poner en marcha. Haré una visita de cortesía al sindaco Germano degli Ottoni y volveré a Jesi antes de mañana por la noche. Pero todavía querría pediros un par de cosas. Ante todo me gustaría rezar y, por lo tanto, os pediría poder participar en la plegaria de vísperas junto con vuestros hermanos.
―Esto no es un problema. Recitamos la oración vespertina en la iglesia y siempre hay algunos fieles que asisten. Tomad un puesto en la nave central y rezad al Señor como mejor os parezca. Hay también padres confesores, si queréis aprovechar la ocasión. ¿Tenéis alguna otra petición, mi Señora?
―Sí, si me lo permitís. El último favor que querría pediros es el de dejarme secar los estigmas de los crocus que he recogido esta mañana. Sabéis perfectamente que deben ser secados lo antes posible para aprovechar sus propiedades medicinales.
―Por desgracia, no puedo complaceros en esto. El hermano que se encargaba de la farmacia era muy anciano y se ha muerto hace algunos meses. No hemos podido todavía sustituirlo y, por lo tanto, no hay nadie que sea capaz de utilizar el instrumental que le pertenecía.
Lucia estaba a punto de pedir poder hacer ella misma el trabajo pero, consciente de que su petición hubiera sido muy incómoda para el Prior, se contuvo. Debería encontrar una solución alternativa para secar los estigmas antes de volver a Jesi. No sabía cómo, pero ya se le ocurriría algo.
―Bien, gracias, lo entiendo. Dadme, por lo menos, algunos tarros de vidrio para conservarlos de manera adecuada.
―Muy bien, Señora, por eso no os preocupéis. Después de vísperas, podéis tomar la cena en el refectorio con nosotros y, al final de la comida, nuestro hermano custodio os entregará los frasquitos que necesitáis.
―Os lo agradezco mucho, Padre, y antes de irme no dejaré de conceder un generoso regalo a vuestro convento.
Más que en los rezos y en los frascos de vidrio los pensamientos de Lucia estaban concentrados en intereses bien distintos, incluso mientras estaba hablando con el prior. Era perfectamente consciente de que aquel día, 21 de marzo, ocurría el equinoccio de primavera, pero la noche que estaba a punto de llegar sería aún más mágica por la circunstancia astral que prevía tanto el novilunio como la entrada del sol en la constelación de aries. En su cabeza resonaba una frase que a menudo su abuela le había repetido: La luna nueva en Aries trae el fuego sagrado del amor que nos hará a todas libres.
Así que, una vez que quedó sola en la habitación de la hospedería, se asomó a la ventana varias veces para admirar la cúpula celeste, que se presentaba a sus ojos como una alfombra de estrellas luminosas, en la cual la luna no se veía, pero su presencia se intuía como un disco oscuro evidente en un punto concreto del cielo. Recordaba una por una las palabras de la oración que su abuela Elena le había enseñado, para dirigirse a la Tierra, a la Buona Dea.
Hazme libre.
Enciende el Fuego Sagrado y
hazme libre de ser
hazme libre para amar.
Hazme libre y me enseñarás a tener dentro de mí
todos los amores del Mundo.
Sintió un escalofrío a lo largo de la espalda al pensar que cualquiera de los frailes hubiese podido intuir sus pensamientos. La inquisición era una institución muy poderosa de la Iglesia, incluso en aquellos lugares perdidos, y no era el caso tener que pelear con ellos. Pero ahora el deseo de llegar a Colle d’Aggiogo, el lugar mágico en que en su momento había sido iniciada en el arte del curanderismo y donde le había sido entregado el volumen La chiave di Salomone para que fuese su guardiana, era demasiado fuerte. A fin de cuentas, ¿qué había de malo, una vez llegada allí arriba, en encender una hoguera, quizás con el fin de secar al calor de la misma los estigmas del crocus, recitar la plegaria a la Buona Dea y celebrar de esta manera el equinoccio de primavera de manera digna, aunque en solitario? Podría volver al monasterio antes del alba, antes de la plegaria matutina de los monjes y nadie se daría cuenta de nada.
Cuando estuvo segura de que todo estaba tranquilo, cogió los frasquitos con el crocus y salió al frío cortante de la noche, llegó hasta su caballo, lo soltó y, para no hacer ruido, lo condujo a pie durante un buen trecho, luego saltó a la silla y subió por la cuesta que, superados los pequeños poblados de Poggio y de Frontale, conducía a Colle dell’Aggiogo.
La llanura que había delante, la que eran las ruinas de la casa de Alberto y Ornella, estaba iluminada de manera tenue por la claridad azulina emanada por las estrellas. La cúpula celeste era atravesada por la Vía Láctea y Lucia reconocía perfectamente las principales constelaciones, el Pequeño y el Gran Carro, Orión, Tauro, el Auriga, el Can Mayor, etc. El lugar recordaba demasiado a Lucia los trágicos acontecimientos de los que había sido escenario más o menos dos años atrás, así que decidió seguir hasta la cumbre de la colina. Localizó un claro tranquilo, ató a Morocco a un árbol, recogió leña y encendió la hoguera. En poco tiempo las llamas se elevaron alegres, dispersándose hacia lo alto en miles de pavesas. La joven dispuso los crocus cerca del fuego y se concentró en las llamas que, por momentos, asumían formas y tonalidades diversas.
Las pavesas convierten todo lo que es invisible e irreal en visible y real.
Ahora el rostro de Lucia estaba iluminado por las llamas y todavía más vivo por su luz. La muchacha, inmersa en sus pensamientos y en sus meditaciones, ni siquiera se dio cuenta de las mujeres jóvenes que, poco a poco, se estaban acercando a la hoguera y que, cogiéndose de la mano, se habían unido a sus meditaciones.
Todo es amor, y el amor libera todo y a todos y nos hace libres.
Lucia escuchó llegar estas palabras a sus oídos, de manera amortiguada, casi como si fuesen pronunciadas en voz baja por ella misma. Luego miró a su alrededor y se vio circundada por al menos una decena de muchachas que, al calor de la hoguera, habían comenzado a desvestirse hasta quedar desnudas, formando un círculo alrededor del fuego. Echó más leña al fuego para reavivar las llamas y aumentar la altura y sintió también el instinto de liberarse de los vestidos.
El ariete nos envuelve con su abrazo. Nos invita a abrazar, a sentir el achuchón, a sentir el corazón que explota de felicidad en el pecho.
Declamando estas palabras, cogió de la mano a dos de las jóvenes cercanas a ella, invitando a las otras a hacer lo mismo para unirse en un círculo alrededor de la hoguera.
Nos merecemos a nostras mismas.
Nos debemos amar a nosotras mismas.
Nosotras debemos curar dando amor y amor.
Curar es liberar el amor que tenemos dentro
y liberar la fuerza que sentimos dentro.
Es el momento de florecer y de saborear el aire fresco y lleno de amor.
Las muchachas, ahora, doce en total, incluida Lucia, danzaban en círculo cogidas de la mano, completamente desnudas, a la luz del fuego y de las estrellas.
En esta Luna Nueva, que trae cambio
y aprendizaje, debemos solamente abrazarnos entre nosotras
y ser capaces de amar hasta el fondo.
El ariete trae como regalo el fuego del amor.
En ese momento, el círculo se rompió y, de dos en dos, las muchachas se dejaron caer al suelo, comenzando a acariciarse entre ellas, los cuerpos empapados