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realidad pero Bernardino estaba convencido de que, en realidad, recuperaría la suma con los debidos intereses, siempre que consiguiese imprimir su Divina Comedia. Los frailes habían realizado no sólo las ilustraciones que faltaban sino también los grabados de las mismas planchas de cobre que Bernardino pasaría luego a planchas de plomo, más idóneas para la impresión. Usar tintas de colores para las ilustraciones no era una novedad pero implicaba pasos largos y repetitivos para llegar a obtener un buen resultado. Además del negro, Bernardino había usado el rojo, el azul y el amarillo. No más de cuatro colores, se había dicho, de otro modo no lo acabaría jamás.

      Hojeó con satisfacción cada página, apreció cada una de las cien ilustraciones, olisqueó el aroma del papel impreso, toqueteó con las yemas de los dedos la cubierta de piel siguiendo con los dedos las incisiones del título, letra a letra, la D, la I, la V, etc. Finalmente elevó los ojos hacia el cielo azul, límpido, sin nubes, de las primeras horas de la tarde de una jornada de finales de marzo. Admiró las golondrinas que ya giraban en el aire, animándolo con sus trisados. Estaba cansado, se sentía cansado. Hubiera querido ser una de aquellas golondrinas para ver el mundo desde una perspectiva distinta, desde lo alto, volando como ellas y descendiendo en picado sobre todo lo que llamase su atención. Pero comprendía, por la pesadez de sus piernas, que la edad se hacía sentir cada día un poco más. A grandes pasos estaba a punto de llegar a los sesenta años, y no eran pocos, sobre todo para una persona que siempre había trabajado, como él. Tuvo la sensación de un vacío en el tórax, el corazón darle un salto como cuando se siente un temor imprevisto. Una falta de latidos, algún golpe de tos y el corazón volvió a su ritmo acelerado para luego tranquilizarse en unos pocos segundos. Era una sensación desagradable pero a la que Bernardino, desde hacía algún tiempo, se estaba habituando. Enfocando de nuevo la vista, se materializó, a unos pocos pasos de él, la noble Lucia Baldeschi.

      ―¡Bernardino! ¡Estáis muy pálido! ¿Qué os sucede?

      ―¡Oh, nada grave, Madonna Lucia! Palpitaciones. De vez en cuando mi corazón se pone quisquilloso pero he aprendido a imponerme algún golpe de tos que le hace retomar su ritmo regular.

      ―¿Nada grave, decís? Ya tenéis una edad y las señales que os manda el corazón no se deben infravalorar o estas palpitaciones, como vos las llamáis, os llevarán directamente a la tumba. Y esto sería una contingencia muy poco agradable para mí. ¡Tomad! ―y le alargó un pequeño frasco de vidrio oscuro que contenía un líquido. ―Cuando advirtáis estos trastornos poned un par de gotas en la boca. Pero no las traguéis, mantenedlas durante un tiempo debajo de la lengua y recompondrán vuestro corazón, devolviéndolo a un ritmo y a una fuerza de contracción normal. Si luego vuestra taquicardia, así se llama en términos médicos vuestra molestia, empeorase, cada noche, antes de acostaros, debéis tomar una gota de este elixir manteniéndolo bajo la lengua como os he dicho poco antes. Actuando de esta manera estaréis preservado de nuevos ataques que, antes o después, pueden resultar fatales.

      ―Mi Señora, ¿queréis atemorizarme? Sé que soy un anciano, sé que el accidente que me ocurrió durante el incendio de mi imprenta no me ha dejado indemne, sé que tengo algún que otro achaque debido a que hace años que trabajo con el plomo, pero de esto a hacerme creer que estoy a un paso de la tumba...

      ―No digo eso, Bernardino. Sólo digo que debéis cuidaros. Sabéis perfectamente cuánto me preocupo por vos y por vuestra amistad. Y, de hecho, es por esto que estoy aquí. Quería deciros que viajaré a Apiro los próximos días, así que me he pasado para despedirme.

      El impresor fijó sus ojos en los de color avellana de la noble dama. Admiró su belleza, admiró cómo, de la chica que había sido, en el transcurso de poco tiempo, se había convertido en una mujer madura, todavía más hermosa y placentera. Envuelta en su gamurra de tonos azul celeste, ceñida a la cintura por un elegante cinturón de cuero, el generoso escote que mostraba la curva de sus senos, Lucia era de una belleza que quitaba el aliento. Los cabellos negros, largos, estaban recogidos detrás de la nuca en una trenza, mientras que la frente estaba rodeada por un simple lazo de cuero, adornado en la parte delantera por una piedra preciosa del mismo color azul del vestido que llevaba puesto. Bernardino, que nunca había querido atarse a una mujer en toda su vida, comprendía que la única de la que se había enamorado, con la que había conseguido compartir la pasión por el arte, por la poesía y por la literatura estaba en ese momento a un paso de él, pero era totalmente inalcanzable. No sólo nunca habría hecho el amor con ella, sino que de ella no obtendría jamás un beso o una caricia. Debía contentarse con sus miradas, sus sonrisas, sus palabras. Y ya era mucho. Por lo demás, sólo podía soñar con ella.

      ―Mi Señora, ¿por qué ir a Apiro? Ya no hay nadie que os ligue a ese lugar. Es un sitio maldecido por Dios, poblado de demonios y de siervos del demonio, brujas y brujos. Vos sois una mujer noble, ¿por qué queréis ser tomada por una curandera, o peor, por una bruja?

      ―¡Oh, venga, Bernardino! ¿A qué vienen estas palabras? ¿Os ha hecho mal trabajar con los frailes de la abadía de Sant’Urbano? También ellos son de Apiro, sin embargo os han venido bien para vuestro trabajo. Para preparar infusiones y medicinas como la que os he suministrado hasta ahora, necesito recoger hierbas medicinales. Y en Apiro, sobre todo en la zona de Colle di Giogo, se recogen muchas de excelente calidad. Y además ésta es la mejor estación para recolectarlas. Además, aprovecharé la floración del azafrán para recoger los valiosos estigmas y podré encontrar también de asparagina. De esta manera podré proveer también a mi cocina. Estaré fuera unos días y volveré fortalecida en cuerpo y espíritu. El invierno ha sido largo y lo he pasado angustiada por no haber tenido ninguna noticia de Andrea. Ahora necesito distraerme un poco y hacerlo a mi manera. Entre otras cosas, me gustaría también visitar a Germano degli Ottoni, el regidor de la comunidad de Apiro.

      ―Veo que mis consejos son como palabras que se las lleva el viento. Hacedme caso por lo menos en esto: ¡que os acompañe una fiel escolta! Es más, llegado este momento, dado que os trasladáis a Apiro, os querría pedir un pequeño favor ―y puso en las manos de Lucia el valioso libro que hasta hacia un poco había mirado y remirado ―Ésta es la primera copia impresa por mí de la Divina Comedia que contiene las ilustraciones realizadas por los frailes de Sant’Urbano. Paraos en la abadía y entregad el volumen al Padre Guardiano, saludándolo y dándole las gracias de mi parte. Creo que se pondrá muy contento al ver esta obra finalmente acabada y de tener una copia para enriquecer la biblioteca de convento.

      ―¿Estáis seguro de que queréis separaros de ella? ¡Me parece que es la única copia que habéis impreso!

      ―He comprobado su calidad y tengo todo preparado para estampar cientos y cientos de copias. Creo que es justo que esta primera copia se le entregue a la comunidad de frailes que han estado trabajando en su creación.

      ―Perfecto, Bernardino, si ese es vuestro deseo, seré feliz de llevar a término esta misión de vuestra parte.

      Lucia hizo casi desaparecer el tomo bajo su brazo. Luego se acercó con cuidado al impresor, acariciándole una mejilla con sus labios, a modo de despedida. Bernardino hizo como si nada pero su corazón estaba alterado. Mientras la observaba alejarse, se dejó caer en una silla de madera, cerca de la entrada del taller. Puso una mano en el bolsillo y estrechó la botellita que le había dado Lucia. Pero no le dio tiempo a meter en la boca una gota de la medicina porque antes de hacerlo se cayó. Jadeó, buscando aire, los párpados se le cerraron. Sintió que el corazón ya no le latía, estaba parado. Se deslizó del banco hasta llegar al suelo, luego, todo a su alrededor se hizo oscuro como la pez. Cuando volvió a abrir los ojos vio a Valentino, su aprendiz, sobre él, que le oprimía la nariz con los dedos y empujaba con fuerza su aliento en el interior de su boca. Le hizo una señal para que parase, encontrando la fuerza suficiente para llevar hasta la boca el frasquito que todavía estrechaba en la mano. Consiguió echar algunas gotas, manteniéndolas debajo de la lengua. En unos pocos segundos sintió que lo invadía un extraño calor, recuperó sus fuerzas, se volvió a poner en pie, rechazando la ayuda de Valentino que le tendía la mano, y volvió dentro del taller.

      ―¡Paolo, Valentino! Preparad las máquinas.


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