La consulta espiritual y física del pueblo kággaba. Anghie Prado Mejía
los investigadores de estos escenarios de implementación de procesos de reparación deben estar alertas sobre las ontologías implicadas en la negociación, reconociendo que el Estado parte de la premisa ontológica que separa la naturaleza de la sociedad.
En todo caso, se trata de desmantelar la premisa de las políticas públicas como la solución del problema, tal como lo afirmó el reconocido líder indígena serrano Cayetano Torres en el marco del congreso “Diálogo Intercultural en Abya Ayala”, desarrollado en la Universidad del Magdalena en el 2018: “la resolución o el decreto no es una varita mágica; es apenas el inicio para un largo camino donde nosotros los indígenas y el Gobierno vamos a sentarnos a dialogar par a par” (Prado, 2018, p. 98). En ese sentido, “estos instrumentos no resuelven los problemas de plano, sino que dan otras coordenadas para comprender contextos sociales problemáticos” (p. 98).
A pesar de las inconsistencias que puedan conllevar las políticas públicas en términos ontológicos y de sus asimetrías pues son construidas en la mayoría de las ocasiones desde arriba hacia abajo, estas medidas se convierten en instrumentos que permiten agenciar transformaciones en las relaciones tradicionales entre las comunidades y el Estado, o entre las comunidades y la sociedad mayoritaria. Así pues, las políticas públicas son constructoras de un marco que otorga sentido, en el que los actores reconstruyen sus problemas y proponen acuerdos. Por lo tanto, diseñar políticas públicas no consiste únicamente en solucionar problemas, sino más bien en hacer una reinterpretación de estos para sentar las condiciones de una intervención del Estado (Roth, 2003). Habría que agregar que, en contextos interculturales, esta mediación no puede configurarse desde las ontologías estatales, que parten de la distinción entre naturaleza y cultura; por el contrario, debe reconocer, como ocurre en el caso kággaba, que las sociedades objeto de reparación son una con su territorio, de tal suerte que las vejaciones por reparar no solo son a personas, sino también al territorio.
Ahora bien, aunque Colombia posee 102 pueblos indígenas, con procesos similares a los de kággaba, es necesario explicar el motivo de la elección de este caso. La razón principal es que algunos etnógrafos perciben a estos indígenas como “puros” y “auténticos”, hecho capitalizado por esa etnia para proyectarse al exterior como los conservadores naturales del medio ambiente, lo que implica que las intervenciones oficiales dirigidas a ellos sean pensadas con enfoques diferenciales (Sarrazin, 2016).
En efecto, este fenómeno fue estudiado por la antropóloga colombiana Astrid Ulloa. Para esta autora, los kággaba movilizaron la imagen de un “nativo ecológico” a partir de sus demandas culturales como una estrategia política para el reconocimiento y la reafirmación de sus derechos. En su investigación, Ulloa asegura que esas idealizaciones románticas de esta etnia fueron sedimentadas, en parte, por los relatos idílicos de la prensa nacional, que posicionaron a los indígenas como guardianes de la naturaleza. Esto ha hecho que la población colombiana, incluso el Estado, tenga una visión prístina de ellos (Ulloa, 2004).
Incluso, como lo ha mostrado el antropólogo Wilhelm Londoño, los kággaba sirvieron en la década de 1970 para recrear y materializar lo que sería la sociedad tairona, considerada como una expresión de una gran civilización que vivía en armonía con la naturaleza (Londoño, 2019). Esta idea ya había sido sugerida por Margarita Serje (2008), quien describió hace más de una década cómo la SNSM se construyó como escenario de culturas ecológicas y apolíticas. De esta suerte, los kággaba eran aceptados por el Estado si sus reclamos podían traducirse como demandas por conservación medioambiental, mientras que, en cambio, eran rechazados si sus exigencias implicaban tierras o participación política.
Por su parte, Silvana Pellegrino (2017) sostiene que los indígenas de la SNSM no son presentados de la misma forma que los indígenas nasas y guambianos, reconocidos por su lucha territorial. De ahí que ciertos sectores oficiales los tilden de oportunistas y de querer parecer indígenas. Claramente, los indígenas del Cauca no son percibidos como ancestrales, como sí ocurre con los kággaba. Prueba de tal consideración es que estos últimos aparecen en un videoclip que acompaña el himno nacional y que se transmite por televisión a las 6 a. m. y a las 6 p. m. Sorprende de esa grabación la imagen armónica entre la Policía y los kággaba, quienes comparten abrazos que se cruzan con la bandera nacional en el telón de fondo de la SNSM. Esta es la imagen en pleno del “nativo ecológico” aceptado por la institucionalidad.
Es evidente que estos performances buscan promocionar y sedimentar símbolos patrios en el imaginario de los colombianos y que “el Estado busca proyectar una imagen elocuente de reconocimiento y respeto frente a los indígenas y para ello utiliza la figura del indígena con mayor legitimidad [en el país]” (Prado, 2018, p. 105). Acá cabe la advertencia del académico Cristóbal Gnecco (1999), quien explica que, en la historia de las ciencias sociales en Colombia, el indígena del pasado siempre fue reconocido por la institucionalidad como el bueno, a diferencia del indígena del presente, que por sus reclamos territoriales y de participación política era representado como pendenciero. Este es el alocronismo del que habla Johannes Fabian (2019): un proceso por medio del cual la sociedad hegemónica acepta lazos con los indígenas del pasado y niega las relaciones en el presente con los indígenas actuales.
Igualmente, Alhena Caicedo, citada en Prado (2018), advierte sobre la incidencia de las políticas de reconocimiento en la construcción de la figura del indio patrimonial: “Según este concepto, es posible apreciar cómo en la literatura antropológica ciertos colectivos se comprenden como ecológicos, cercanos a la naturaleza, pero además como portadores de tradiciones y saberes ancestrales” (p. 105). Lo novedoso, según esta autora, es la capacidad de instrumentalización del Estado colombiano frente a estas imágenes para
robustecer esos imaginarios de democracia e inclusión social […] [si bien] sigue asumiendo una postura etnocentrista y paternalista, al considerar a estas poblaciones merecedoras de políticas de conservación y rescate [de sus esferas estéticas], por lo cual deben ser mostrados y protegidos por la nación (p. 105-106).
Lo anterior no ocurre con los indígenas que lideran importantes causas sociales, quienes son invisibilizados y reprimidos y son exhibidos como obstáculos al desarrollo. Por lo tanto,
no es casualidad que Juan Manuel Santos […], al momento de su posesión presidencial, haya decidido llevar a cabo un acto de carácter simbólico al lado de las máximas autoridades espirituales y cabildos indígenas de la SNSM, en uno de los principales sitios sagrados o ezwama, en la comunidad seyzhua, ubicada en el municipio de Dibulla, departamento de La Guajira, Colombia. Así pues, llama la atención cómo en una de las imágenes de dicho rito es el cabildo gobernador de los kággaba, José de los Santos Sauna, y no otra figura de autoridad de los demás pueblos serranos, el encargado de entregarle a Juan Manuel Santos uno de los símbolos más importantes para los kággaba: el bastón de mando en representación del ejercicio del buen gobierno.
Es evidente entonces que los kággaba son considerados como “[…] el otro nativo por su autenticidad y pureza, tanto para el Estado como para la sociedad colombiana. Por lo que son imaginados como el indígena ‘de verdad’, el que no se ha contaminado” (Sarrazin, 2016, p. 5) (Prado, 2018, p. 106).
De esta suerte, el presidencial es una especie de rito por contagio: al recibir del “indio patrimonial” –del “nativo ecológico”– el bastón de mando hay una resignificación de la adopción de la jefatura del Estado, la cual se representa como un acto puro carente de antecedentes. Esa representación de los indios auténticos fue instrumentalizada a tal forma que, en la última emisión de uno de los billetes de mayor denominación colombiana –el de cincuenta mil pesos–, se encuentra la imagen del “indígena auténtico, puro o patrimonial”, y del otro lado sale Gabriel García Márquez. Los kággaba aparecen en una cara del papel moneda con la ornamentación tradicional: mochila cruzada, namanto y traje blanco. Con esa escenificación están personificando la construcción académica, publicitaria y política que se ha elaborado del “nicho del salvaje serrano” (Londoño, 2019). Asimismo, estos indígenas ideales son retratados al lado de los sitios arqueológicos más emblemáticos: Ciudad Perdida, Teyuna. Para completar el maridaje perfecto, esta representación se acompaña de un fragmento de “La Soledad de América Latina”, del escritor cataqueño.
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