Contraluz. Alver Metalli
lo pensé, pedí consejo a un sacerdote amigo. También le pedí a alguien que entiende de estas cosas que me explicara cómo hay que comportarse en esos casos y qué oraciones hay que rezar. Al día siguiente fui a la casa de Noelia con dos hostias consagradas envueltas en un pañuelo blanco: una para ella y la otra para su madre. Y una hojita con las invocaciones para los moribundos.
Cuando entré a su dormitorio, Noelia comprendió inmediatamente lo que llevaba en la mano y sonrió. Esperaba aquella forma más que los medicamentos paliativos que ya empezaron a suministrarle. Se incorporó y se sentó en la cama haciendo un gran esfuerzo, la mamá se colocó a su lado y permaneció de pie, para acompañarla en presencia de Cristo Eucaristía.
Nunca me habían impresionado tanto las fórmulas que preceden al acto de dar la comunión como cuando las leí delante de ellas. El pedido de perdón por la falta de caridad, por la falta de fe, por la falta de esperanza, y esa confianza total en Aquel que da la vida eterna y puede resucitar también el cuerpo martirizado en el último día.
No agregué ni una sola palabra, y por otra parte no hubiera sabido qué decir. Todas las palabras habían sido dichas, las imprescindibles. Las que necesita una persona que está dejando atrás una vida de sufrimiento y va al encuentro de una vida que no tiene fin. Las que necesita el alma.
¿Cómo puede uno prepararse para morir así? En el dolor y el desamparo, en un país que no es el suyo, lejos de su padre y sus hermanos, que no pueden estar junto a su cama y a quienes Noelia sabe que no volverá a ver. ¿Acaso existe una manera de hacerlo? ¿Al acercarse ese momento extremo, su misma proximidad nos ayuda a aceptarlo? ¿El misterio que nos ha llamado a ser nos ha concedido también la capacidad de desprendernos en paz del abrazo de la vida?
Delivery de coca
El Chino se instala en el lugar que le han asignado. A sus espaldas hay una gruta de piedras con los inconfundibles colores rojo y negro. Es una de las tantas construidas en memoria de un santo argentino sin aureola, el Gauchito Gil, y en la villa tiene más devotos que los del santoral litúrgico. El Chino no se considera un devoto, pero escuchó hablar de él a su madre, o tal vez a su abuela, y está seguro de que merece tanto respeto como una persona anciana o alguien más sabio que uno. Desde el lugar donde se encuentra puede ver perfectamente quién se acerca y quién se aleja. Tiene una mirada de sospecha, acostumbrada a darse cuenta si algo no anda bien. Porque debe hacer guardia, vigilar esa parte de la villa incluso en esos días de la gran peste, cuando pocos se aventuran por los callejones, y el que lo hace camina rápido y no se detiene si no es por una buena razón. Sabe muy bien que los desesperados que buscan droga no necesitan razones, y que la abstinencia es más fuerte que el miedo a contagiarse.
El Chino siempre tiene su celular en la mano, para avisar a los encargados que ha llegado el que esperaban, que hay algo extraño en el aire, que el Chili, el Mosca y el Zurdo han cruzado el límite, que la merca circula donde no debería, que los compradores no se presentaron y el Gato tampoco hizo llegar el paquete que había prometido. A la vendedora de billetes de lotería no le presta atención, ella tiene la boca cosida aunque silbe y puede ir a donde quiera.
Su trabajo como soldado es estar allí y avisar, observar e informar, vigilar y dar la alarma cuando sea necesario. Recibirá su dosis de felicidad barata al final del día. Su recompensa, su ganancia. Su destrucción. Porque la peste ha bajado la venta en las villas pero no la ha detenido. La droga es más longeva que el coronavirus, y más letal.
Mientras tanto, en la construcción de chapas y ladrillos del fondo, otros como él envasan la pasta de cocaína en paquetes pequeños. Marcos la dividirá en bolsitas aún más pequeñas para venderlas y obtener su ganancia. Pero eso lo hará más tarde. Cuando el sol ya esté cayendo y la abstinencia muerda las entrañas. Son cosas que se hacen cuando llega la oscuridad y es noche cerrada. Ese es el momento oportuno. El Rapaz pasará a buscar las bolsitas y las llevará a domicilio, el Sapo hará lo mismo, pero más lejos, del otro lado de la autopista, donde viven los ricos y el Chili ya está quemado y no puede hacerse ver. Hasta que lleguen a manos de los que esperan su dosis de muerte, más implacable que la peste.
Desgarros
Lo que se temía sin verdadera conciencia de la situación, lo que la mente había tratado de esquivar relegándolo a un limbo de obtusa distancia, empieza a ocurrir realmente.
El padre Pepe camina por los callejones de la villa para llevar la unción a los moribundos, como hacían en otros tiempos, con un hábito diferente, sus hermanos de vocación con los apestados. Los velorios y rosarios nocturnos junto al cuerpo de los que sucumbieron se hacen más frecuentes a medida que pasan los días. A la muerte de las personas ancianas que ya tenían alguna enfermedad previa se suman otras, de jóvenes que no eran especialmente frágiles.
Los mensajes de WhatsApp avisan sobre los amigos que fueron internados en el hospital, que luchan angustiosamente por sobrevivir, que piden oraciones si son creyentes. Y también transmiten las noticias más temidas. Los mensajes de duelo tienen un sabor amargo. Golpean el alma como mazazos, trayendo a la superficie el recuerdo de momentos o de alguna afinidad compartida a la distancia.
La angustia de los que se van sacude el ánimo de los que quedan. La muerte de los amigos, tan absurda, tan imprevista, entristece y hace pensar en la propia. Y en lo que nos espera del otro lado del umbral tan temido. En Quien nos espera, cuando la conciencia está alerta.
Quizá es la manera que tiene la naturaleza de hacer que nos resulte más familiar lo inaceptable.
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