Crónicas para renacer. Agustín Machado
en el baño y a trabajar. Golpean la puerta. Digo “ocupado”, pero insisten. Por la voz, es un hombre grande que no escucha cuando le digo que espere y no tiene mejor idea que insistir. Pareciera que es el único servicio en todo el lugar. Logro concentrarme y empieza a salir el chorro. A pesar del temblor, consigo no ensuciarme. Salgo, espero ver al señor que golpeaba hacía unos segundos, pero ya se fue. El frasco tibio en la mano me da la sensación de llevar una taza de té rumbo al laboratorio y siento ganas de tomar algo caliente. Misión cumplida. Vuelvo a la espera.
Pasan los números y ya voy más de una hora en este lugar que se pelea entre el frío y el calor. Me llaman, es la “especialista en fiebre” con sus nueve meses de embarazo y un sol de mil grados que viene desde la pecera.
—Acabo de recibir el estudio —dice en cuanto me ve entrar—. Tal como te dije, debe de ser un virus, así que no te preocupes. Ahora andá a la enfermería para que te den un inyectable de Novalgina y te baje la fiebre. Después, tomá paracetamol cada seis horas hasta que estés bien. Paciencia, otra cosa no puedo hacer.
—Gracias —digo, y voy a la enfermería.
Estoy mareado, tambaleante y con sudor en la sien y la espalda. No sé si es por el calor o la fiebre, o ambas cosas. Esto de andar mojado todo el tiempo es muy incómodo. No entiendo por qué, pero intento disimular mi estado.
—¿Estás bien? —me pregunta una médica—. Te veo un poco amarillo.
—Tengo fiebre, me tienen que dar Novalgina —respondo, mientras le alcanzo la orden firmada.
—¿Te molesta si te hacemos un análisis de sangre? Por cómo te vemos, nos quedaríamos más tranquilas —me dice su compañera.
—Bueno —digo, y busco un lugar para sentarme.
Un enfermero me coloca una vía y me extrae sangre para analizarla. Después, cuelga un sachet con dipirona al lado de un suero que va para una chica sentada junto a mí. Según cuenta, se desmayó en la calle. Está sola como yo y no puede dejar de hablar. Revive una y otra vez lo que le sucedió. Quiero que se calle y deje de torturarme con su voz. Por suerte, sus palabras se convierten en ecos lejanos a medida que la dipirona penetra en mi cuerpo. Me hipnotiza ver entrar el medicamento en mis venas. Fijo la mirada en las otras arterias de mi brazo. Son como raíces de sangre. Y mientras las contemplo, comienzo a sentir que me quedo dormido y cierro los ojos.
Alguien me toca el hombro. Despierto y veo a la doctora de la fiebre con su embarazo de nueve meses. Está parada con los brazos en jarra. Tiene un papel en la mano. Es el estudio de sangre y los resultados están a la vista.
—Te quedaste dormido. Vi que te pidieron un estudio de sangre —dice en tono suave, aunque en la forma noto cierto recelo.
—Sí, unas doctoras que no me vieron bien —respondo.
—¿Cómo estás? Ya te dimos una dosis de Novalgina con la que tendría que bajar la fiebre.
—Perfecto, todavía me siento un poco mareado, pero mejor.
—Qué bueno. Esperame en la sala que en una hora estará listo el estudio, te llamo.
A la hora y veinte decido golpear la puerta de su consultorio. Sale al pasillo y me recibe con unos papeles en la mano.
—Acá tengo el estudio de sangre y nada, debe de ser un virus. A tener paciencia —responde, y se aleja.
Recibo un mensaje de Angie, dice que acaba de llegar y no puede estacionar. Salgo tambaleante de la guardia y la veo a unos metros. Está agotada. Después de hacer mil maniobras logró colocar el auto en un lugar donde apenas se pueden abrir las puertas. Camino a los tumbos en dirección a ella. Su cara se transforma al verme. Soy un zombi amarillo con el brazo pinchado y a punto de desmayarse.
—¡Tu color! ¿Cómo te sentís? ¿Dónde están los resultados de los análisis que te hicieron? —pregunta.
—No lo sé, creo que se los llevó la doctora —respondo.
—¿Cómo que se los llevó la doctora? ¿No se los pediste?
—Me dijo que es un virus, ya va a pasar —digo mientras me siento en el auto—. Necesito descansar.
—Quiero esos análisis, quizá los tenga que ver otro médico. —Su tono no admite disidencias—. Vamos a buscarlos.
Entramos, pero la doctora de la fiebre ya no está, así que vamos al laboratorio y logramos tener en nuestras manos los resultados del estudio. Ahora sí podemos volver. El calor es agobiante y yo estoy sentado en el auto. Tengo algo menos de treinta y ocho de fiebre y mucho sueño. No recuerdo haber estado tan cansado en toda mi vida. Necesito algo que me envuelva y abrigue. La temperatura tiene que bajar pronto, dijo la doctora.
Al llegar a casa me tiro en la cama y duermo. Al despertar, ya son cerca de las cinco de la tarde. La fiebre no baja y ya van más de veinticuatro horas. Me siento en el living y miro el termómetro mientras transpiro. Mi remera está empapada. Empiezo a normalizar esta situación de tener que usar varias camisetas por día. Cata y Martu, a mi alrededor, preguntan qué pasa y les digo que tengo fiebre, que ya tomé el remedio y que pronto jugaré con ellas. Cata insiste con la polilla que le asesina la ropa y dice que es posible que el bicho sea el culpable de mi enfermedad. Me cansa estar con ellas, y sus preguntas me aturden. Así que vuelvo a la cama y pierdo la noción del tiempo. Angie me trae el termómetro por la noche. El aparato hierve a más de treinta y nueve. Esto no es normal.
—Mandale los resultados a María, que es médica —le pido a Angie.
—Sí, justo estaba escribiéndole un mensaje, ahí se los mando —responde sin dejar de mirar el teléfono—. Me contestó, dice que vayamos mañana a la Clínica Adventista Belgrano, donde ella trabaja en la guardia.
—¿Qué te dijo del estudio?
—Que no está bien. —Angie se pone a leer algo en la pantalla de su celular—. Dice que no hay que preocuparse, hay que ocuparse. Los resultados están mal. Tenemos que ir mañana temprano al sanatorio. Vos no podés manejar en este estado, tengo que hacerlo yo. Ella va a encargarte varios estudios para que te hagas ahí y ver qué es lo que te está pasando.
—Bueno, yo me voy a dormir, estoy muy cansado y esta fiebre no baja.
Clínica Adventista
Angie odia manejar, así que tomamos un taxi. Le pido al conductor que apague la radio, necesito que deje de retumbarme la cabeza. Al llegar, pedimos por la Dra. Portillo y esperamos. En la sala, un cuadro, paredes blancas y una fila de sillas con gente enferma esperando su turno. Al frente, un guardia mira aburrido a la nada, y en el mostrador, una recepcionista busca algo en una montaña de papeles.
María viene a recibirnos, está indignada con la médica especialista en fiebre. ¿Cómo que me mandó para casa diciéndome que era un virus? No hay tiempo que perder, afirma. Aún no sabe lo que tengo. Hay que realizar nuevos estudios de sangre, rayos X, ecografías y lo que sea para encontrar la respuesta. Podré hacer todo dentro del sanatorio y hay que empezar ahora. Angie acelera los trámites burocráticos, un enfermero me sube a una silla de ruedas y me lleva al primer pinchazo del día. La enfermera del laboratorio mira el pedido y nos dice que los resultados tardarán unos días, que son muchas cosas, aunque algunos los sabremos en unas horas. No sé qué tengo con las agujas; me duele cuando se clavan bajo la piel, pero me gusta ver cómo se llena la jeringa y el bulto del metal debajo de la vena. A veces pienso que ese aguijón podría atravesar el conducto de lado a lado. Siento escalofríos. De pronto, quiero irme. ¿Qué hago aquí? Angie me toma del brazo y me acompaña a la siguiente parada, que es la ecografía. El ecografista me dice que tendría que haber ayunado, se queja de que así no puede ver bien. Pareciera ser que tengo algunas piedritas en la vesícula y el bazo más grande de lo normal. Ahora debo esperar. Angie se va a trabajar y María me pide paciencia, pronto tendrá los primeros resultados.
Al rato me recibe el doctor Carlos González. Se presenta