Crónicas para renacer. Agustín Machado

Crónicas para renacer - Agustín Machado


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alguna pregunta sobre los pasos a seguir. De pronto, me doy cuenta que lloro. Lo hago con vergüenza, pero no puedo parar. Eso que siempre le pasa a otro, ahora me pasa a mí. Carlos responde que es muy probable que haya criterio de internación, o sea, internarme hasta descubrir qué tengo. Me enjugo las lágrimas. Acabo de entender que tengo algo grave.

      Me llevan al shock room, una sala que se oculta detrás de la guardia y adonde llegan todos los casos urgentes. Salvo mi cama, todas están vacías. Me colocan suero y un enfermero en remera me trae una manta para darme calor. Ya voy varias horas temblando y razono que debe de ser algo bueno para los músculos. Me río al pensar que tengo electrodos gratis hace más de cuarenta y ocho horas.

      Entra una mujer que sufrió un asalto a una cuadra de aquí. No la veo, cerraron las cortinas alrededor de mi cama y estoy aislado del exterior. Su voz es la de una anciana. Gime, tiene un fuerte dolor en el brazo. Le arrancaron la cartera, tropezó y la arrastraron varios metros durante el robo. Perdió el audífono y le cuesta escuchar a los enfermeros cuando intentan tranquilizarla. Le preguntan por algún pariente, alguien que pueda venir a acompañarla, pero nada, no tiene a nadie. Aguarda la muerte en un departamento a pocas cuadras de aquí, pero ya no tiene las llaves que estaban en su cartera y está sola esperando que un médico le arregle ese brazo que no deja de dolerle. Llora, lo hace casi en silencio. Repasa una y otra vez el momento en que le tiraron de la cartera y no encuentra explicación a lo que le sucedió. Se echa la culpa, quizá le dio a entender al ladrón que tenía dinero. Pero no, apenas unos pocos pesos para ir a la verdulería. Era un chico joven, ¿por qué no estaba en la escuela?, se pregunta.

      La abuela solloza, tiene dolor y no tiene nietos que se preocupen por ella. Sus parientes viven muy lejos, dice. No se acuerda de sus números de teléfono. Pobre vieja. El enfermero se compromete a conseguirle un cerrajero para que pueda entrar a su casa. Le ofrece otro calmante y llega el doctor para ver el brazo. Alguien pregunta por la señora que sufrió un robo; han encontrado la cartera en la calle. Una persona siguió a los ladrones, que a los pocos metros tiraron la bolsa de la mujer sin haber encontrado más que los pocos pesos que la viejita iba a usar para comprar una calabaza, dos tomates y alguna fruta. Fue un señor el que encontró el bolso, juntó las cosas y vino para el sanatorio a encontrar a su dueña, que ahora podrá entrar a su casa con las llaves de siempre. La vieja gime y se pregunta por qué. La han venido a buscar. Es hora de ir a la sala de rayos X.

      El enfermero me pone un termómetro debajo de la axila. La fiebre no baja. No pueden darme más paracetamol y lo que sea que me estén dando. Llega Angie. María la llamó al trabajo y le dijo que era mejor que me acompañara y estuviera a mi lado. Entonces el enfermero se va y vuelve con cuatro bolsas de hielo que me coloca debajo de las axilas. El celular marca que ya son las cuatro de la tarde, estoy acá desde las nueve de la mañana y apenas comí algo con gusto a nada, de esas viandas que comen los pacientes de los hospitales. El hielo me baja apenas la fiebre. Ahora está derretido. Llega María con otra tanda de resultados y me dice que van a internarme. En un rato me buscan con una ambulancia, no queda lugar aquí y me tienen que trasladar al Instituto Argentino de Diagnóstico y Tratamiento.

      Nunca viajé en ambulancia. No es que alguna vez lo haya deseado, pero siempre me dio curiosidad. Aprovecho para sacarme una selfie y enviársela a mis amigos por WhatsApp. “Les mando un abrazo”, digo con una sonrisa. Miro mi entorno y me siento ajeno a la situación. Hace menos de una semana estaba jugando al tenis y ahora estoy rodeado de tubos de oxígeno, camillas y aparatos para revivir pacientes. Por momentos, siento que me divierto en esta aventura a lo desconocido. Desde donde estoy no puedo ver nada, ni siquiera a Angie, que se encuentra sentada detrás de mí y me sonríe cada vez que me doy vuelta. La ambulancia es un fiasco, respeta los semáforos y el chofer conversa con el enfermero que lo acompaña de copiloto. Siento escalofríos y estoy tranquilo. Mis amigos preguntan qué pasa y solo llego a contestar “Estoy jodido, amigos”.

       Shock room

      Al bajar de la ambulancia, el enfermero me prohíbe caminar; debo utilizar una silla de ruedas. Tengo la sensación de flotar. Las personas que cruzo me echan miradas de lástima. Mientras paseo, pienso en si alguna vez volveré a salir de este lugar. Entonces miro hacia atrás, a la calle, donde todavía hay sol; la gente sana pasea con sus perros, toca bocina y llega tarde a una reunión. Qué cerca está ese mundo que acabo de abandonar.

      Se abren las puertas del shock room. Angie, que nunca soltó mi mano, se despide hasta dentro de un rato. “¿Y si es la última vez que la veo?”, me pregunto mientras cruzo el umbral. Veo varias camas con sus cortinas. Hay movimiento, aunque no es frenético como en las películas. Dos espacios están ocupados y tienen las cortinas cerradas. De uno de ellos sale un quejido.

      Me toca la última cama, y una enfermera jovencita viene a pincharme. Tiene que ponerme una nueva vía y sacarme más sangre. Los estudios que me hicieron en el sanatorio anterior no sirven acá. Hay que hacer todo otra vez. La muchacha intenta tres veces, pero no encuentra la vena y mi mano duele. Se rinde y va en búsqueda de su jefa. No quiero más dolor. Ya estoy todo agujereado y esto recién empieza.

      Un enfermero pasa a mi lado, necesita vaciar un recipiente con vendas. Son de la chica que se queja en la otra punta de la habitación. Cuenta que sus huesos se quiebran con facilidad y esta vez fue por una caída. Se tropezó con una baldosa, intentó atajarse con las manos y al apoyar las palmas sintió el dolor del crac. Dice que está cansada de ser tan frágil, aunque por suerte esta vez solo fue el brazo, porque hace dos o tres años le pasó con la cadera y el dolor fue insoportable. Alguien le hace compañía, podría ser una amiga. Ella la consuela y le ruega que tenga fuerza, que todo va a pasar. Puedo imaginármela acariciándole la cabeza. Angie no aparece, la necesito a mi lado y que me tome la mano.

      Entretanto, viene la jefa de enfermería en reemplazo de la aprendiz que no pudo con mis venas. Me inyecta con suavidad; tan bien lo hace que apenas siento el dolor. Aburrido, cuento los puntitos en mis brazos: ocho en menos de veinticuatro horas. Pierdo la noción del tiempo. ¿Ya es de noche? Aparece un hombre de saco, corbata y barbijo, es el doctor Aguirre. Parece más chico que yo. ¿Cuánto años tendrá?, ¿38, 40? Me dice que ya hay un equipo de médicos trabajando para mí, que están viendo qué tengo, si hepatitis, dengue o alguna otra cosa. En su mirada percibo pena y me frota la mano con su palma. “Todo va a andar bien; en cuanto se desocupe una habitación te sacamos de acá”, me dice en susurros antes de irse. Las paredes están pintadas de un celeste apagado, ningún reloj a la vista. Me distraigo cuando veo pasar enfermeros y enfermeras apurados con sus bandejas de metal llenas de cinta, gasa y alguna inyección. Miro el suero y ya va por la mitad. ¿Llevo más de dos horas aquí?

      Una mujer se para frente a mí. “Soy la hematóloga”, se presenta. Tiene la misma mirada de pena que el doctor anterior. No trae barbijo y sus dientes son de una blancura extraordinaria. Pero no son de verdad, son fundas relucientes sobre sus gastados dientes. ¿Cómo serán los reales? Su sonrisa es gigante y radiante. Tiene voz de fumadora. A los médicos les encanta fumar. ¿Será que sus dientes originales quedaron estropeados por el cigarrillo y decidió ocultarlos? Las fundas parecen de plástico, como si fueran de bajo costo. Ella sonríe y pregunta:

      —¿Cómo te sentís?

      —Sigo con fiebre, tengo frío —respondo. Siento una especie de borrachera que me tiene atontado.

      —Mañana por la mañana vamos a hacer una punción de médula.

      —¿Qué es? ¿Para qué sirve?

      —Es para ver si tenés algo en la médula que te esté provocando la fiebre.

      —¿Duele?

      —Puede llegar a doler un poquito, pero no te preocupes, es con anestesia local y la hacemos en tu habitación. Acordate, es mañana a la mañana y tenés que estar en ayunas.

      —Bueno —digo, y cierro los ojos. Pienso que esto se pone cada vez peor.

      —Hasta mañana —escucho que me dice.

      Al abrir los ojos, veo que llega Angie. Me toma la mano y entrelaza sus dedos con los míos. Parece que hubieran pasado días desde que nos separamos


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