Cuentos y Narraciones en tiempos de Pandemia. José María Mansilla Ré
Pero un día, comenzaron a acercarse el uno al otro aun sin proponérselo. Quizás una ayudante colaboró con la magia de lo que no imaginamos y los acercó. Algo fortuito. Y de a poco se empezaron a conocer, a reconocer sus rostros y sus voces y de sus tímidos saludos de “buenos días”. Pablo supo que ella se llamaba Verónica y a Verónica le quedó el Pablo sin tener que memorizarlo; y de a poco las palabras elaboraban pequeñas charlas, y se fueron despojando de vergüenzas, a intimar más asiduamente en sus soledades y a extrañarse en las separaciones de cada noche cuando iban a acostarse en habitaciones distintas, y a buscar estar juntos al otro día para tomar el desayuno y en la hora de la comida y a veces dejaban de lado la hora de la siesta simplemente porque no querían dejar espacio sin cubrir con sus cercanías. Esa sublime compañía que servía para apañarse uno con otro. Y tal vez, desde algún rincón la ayudante que sin querer los acercó ahora sonreía porque veía a dos abuelos diferentes a los demás.
¡Y se enamoraron! Se enamoraron sin tiempos ni futuro, solo el hoy… Y dicen que alguien escuchó en cierto momento que Pablo le decía: “Sabes, creo que el amor nos rejuvenece… porque desde que te conocí, desde que empecé a hablar contigo, he vuelto a sentir ganas de seguir viviendo… de volver a importarme la vida… ¿Y tú, no?”. Y la sonrisa de ella borró las marcas del tiempo en su rostro, y tomándole la mano que él tenía apoyada en el respaldo del sillón y fijándose que nadie los observara, con el brillo de sus ojos y la mano apretando la de él, estaba diciendo toda su respuesta.
Los golpes de la vida
Todas las tardes, cuando el sol ya caía hacia el oeste veía pasar a un personaje de los que llamamos “cartoneros”, esa especie de persona trabajadora, sin una labor específica en una oficina, en un taller o ni siquiera como peón de albañilería, sino el de tener una labor diaria recorriendo las calles en busca del factor que le permita vivir. Simplemente una persona más en este mundo tratando de solventarse honestamente con lo que la calle le pueda ofrecer, como los limpiavidrios o los que hacen malabares en los semáforos de las esquinas de la ciudad. Lo observaba empujar su carrito a “tracción sangre humana”, haciendo más fuerza a esa hora de la tarde porque ya venía cargado, y si tenía suerte, pues hasta el tope. Yo los llamaba “los hombre hormiga”, no despectivamente, no, en absoluto, sino por su laboriosidad caminando a cualquier temperatura recorriendo kilómetros en calles nada fáciles porque se mezclaban con vehículos de cualquier tamaño. Una tarde lo detuve cuando ya iba a entregar lo que había acumulado en su carro, para entregarle unas cajas de cartón que tenía en casa de unas resmas que había vaciado y me pidió en esa pausa, con cierto grado de educación, si podía alcanzarle un vaso de agua. Claro, la tarde era calurosa y con semejante trajín el hombre estaba necesitando apagar su sed. Le alcancé un vaso grande de soda fresca y la bebió hasta la mitad de un solo trago, sin hesitar. A todo esto, mi vecino Rodolfo que estaba hablando en la puerta conmigo, le dijo que tenía unas cajas desarmadas de unas compras que había hecho en su oportunidad y que se las alcanzaba, que para él iban a ser unos pesos más. Hizo una pausa el cartonero antes de vaciar el contenido del vaso y lo examiné con discreción. Vestía ropas de acuerdo a su trabajo, gastadas y de tipo deportivo, una barba sin ningún tipo de cuidado, claro, era viernes y tal vez la tenía acumulada desde el domingo pasado, tal vez… Lo vi macilento, aunque en sus brazos todavía la nervadura sobresalía en una musculatura ya no tan firme. No podía precisar su edad, quizás cincuenta o cincuenta y cinco años. Tenía un reloj, pero no anillos, y colgaba de su cuello una cadena con una medallita, al parecer de plata. Sus labios algo hinchados brillaban como hálito de vida mojados por la humedad de la soda y sus ojos se veían como dos luceros apagados, casi opacos, eclipsados por los párpados vencidos que apenas mostraban la mitad del globo ocular. El pelo, desprolijo como la barba, caía sobre la frente como una retama desmadrada de un balcón. Lo que más me llamó la atención fue su nariz achatada y no al parecer de nacimiento. Ver esa fisonomía me puso ante la evidencia palpable de que este hombre habría sido un camorrero de mil peleas, o un luchador de octágono o quizás un boxeador. Mi vecino Rodolfo trajo la caja ya desarmada y le sirvió otro vaso de soda una vez concluido el primero, que aceptó gustoso haciendo un movimiento con la cabeza.
—Te hago una pregunta tonta y sin querer molestarte —le dije—. ¿Vos fuiste boxeador o tuviste muchas trenzadas callejeras…? Digo, ¡por las “medallas” que se nota llevas! —le dije en alusión a tan golpeado rostro. Me contestó haciendo una mueca desganada y apenas sonriente.
—Piñas… piñas en la calle y en el ring.
—Ahh… ¿fuiste boxeador? Me lo imaginaba por tu nariz ñata. —Le señalé haciendo un gesto con mi cara en dirección a la suya. Seguí escudriñando su semblante, ya que me resultaba parecido a alguien, alguno conocido en ese deporte o profesión. Mi amigo Rodolfo también lo observaba a ver si descubría si era alguien famoso o un ignoto luchador. Entonces le pregunté para despejar la incógnita si había peleado en el Luna Park alguna vez—. ¡Perdoná mi ignorancia! —me disculpé.
Me miró, calibró mi desconocimiento y le habrá dolido no haber sido reconocido, pero no se ofuscó y se dio cuenta de que yo no conocía mucho de su historia y sus laureles, y no lo tomó mal porque quizás ya el tiempo habría calmado sus ambiciones y su egolatría. Me devolvió el vaso, se recostó contra el lateral del carro y nos explicó a mí y a mi vecino, que también permanecía atento al desarrollo en cuestión mientras su mujer lo llamaba para que la ayudara en algo y él se negaba con un “pará, Liliana, ¡ya voy!
—Sí, peleé en el Luna, ¡y varias veces! Nací en Tucumán, pero hace treinta años que estoy por acá. Mi viejo trabajaba en la cosecha de la caña de azúcar, en la zafra, vio, y yo después de la primaria también estuve en los cañaverales ayudando a la familia. Y me trencé con algunos peones no por camorrero, sino por otras cosas. Alguien me vio que era bueno con los puños y empezó a enseñarme a boxear, y como tenía calidad, me llevó a la ciudad y me hice profesional y cuando tenía veinte me llamaron de Buenos Aires, ¿se imagina?... Solo era campeón provincial. —Fue entonces cuando Rodolfo interrumpió:
—¡Vos sos Méndez!
—Sí, soy Méndez. —Y se ufanó de que lo hubieran reconocido y prosiguió—. En el Luna y en los buenos estadios del país… y en Uruguay, Brasil, México… En España y en Francia, bueno, ahí gané el título mundial… en la propia casa se lo gané al francés.
—Sííí —le respondí porque me había venido a la memoria y añadí—. ¡Fue al francés Pigard!... allá por el… —Pero él me dio la fecha justa y al toque:
—¡El 18 de abril del 98!... ¡Como para no acordarme! —Bajó su rostro mirando las baldosas reviviendo esos momentos en segundos—. Soy Ceferino Méndez, el tucumano campeón de los welters, el mismo que peleó en el Madison con un negrito que me ganó por puntos… Me robaron el título esa noche, en mi tercera defensa… me afanaron y nunca más me dieron otra posibilidad.
Mi amigo Rodolfo por tercera vez se negaba al reclamo de su mujer y miraba boquiabierto al campeón que en su breve relato estaba comenzando a revivir su gloria, aunque sea por un momento.
—¡Hiciste un montón de peleas, Ceferino! —dijo mi amigo y yo asentía.
—Sí —dijo aquel—. ¡Hasta en Australia!... ¡En ese lugar me hicieron ver los canguros de tantas piñas que me dieron! —Y lanzó una carcajada como expulsando el recuerdo de una vieja noche de dolor.
—¿Y ahora qué? —pregunté tontamente.
—¿Ahora qué? —me respondió con otra pregunta demostrando que ahora todo lo que tenía estaba ahí, a su lado, a la vista.
—Pero habrás hecho mucha plata, con tantas peleas tenés que haberte ganado unos cuantos pesos.
—Muchas peleas. Mucha plata, todo en dólares… también muchas mujeres y un montón de amigos —me contestó con una resignación valerosa—. ¿Sabe? Yo no sé si tenía minas porque era pintón o porque era rico, pero tenía un montón… hasta gente del espectáculo.