Cuentos y Narraciones en tiempos de Pandemia. José María Mansilla Ré
a aliviarse. Volvió de a poco a recuperar el sentido a medida que sus bronquios se normalizaban y respiraba mejor. Vio la penumbra del anochecer apenas abrió los ojos y luego un rostro angelical de una joven mujer que lo miraba fijamente, sin pestañear, pero de un modo que se acercaba a la dulzura.
—¿Qué pasó?... ¿dónde estoy? —preguntó. Y la hermosa niña que estaba a cuarenta centímetros de él, con la puerta abierta le contestó con voz fina y acústica.
—En su auto… veo que todavía sigue mareado, pero lo importante es que… ¡está vivo!... —La niña se acercó un poco más y observó que no había heridas cortantes—. No hay sangre, señor, ¡la cabeza quedó sin golpes!... Tuvo mucha suerte, esta curva se ha llevado mucha gente, ¿no la conocía?… es muy peligrosa.
—Sí… la vi de golpe, no me dio tiempo a nada.
Y ella prosiguió:
—También tuvo mucha fortuna que pasaba por aquí y pude aflojarle el cinturón de seguridad, había quedado de tal manera que lo estaba ahorcando… ¡fue un milagro!
—Lo suyo fue el milagro, señorita. Ni que Dios la hubiese mandado en el momento justo y el lugar justo. No exagero en pensar que me ha salvado, ¡me ha prolongado la vida!
Ella giró la cabeza hacia un costado y Alberto observó que bajó la mirada como no aceptando ese reconocimiento.
—Todavía estoy un poco mareado, pero creo que estoy bien —contestó Alberto poniéndose de pie y tocando todos los huesos de su cuerpo. No sé por qué Vialidad no señaliza esa curva —protestó, y luego dirigiéndose a su salvadora—. Gracias a usted puedo contar el cuento… ¿señorita? —preguntó inquiriendo su nombre y ella respondió dándoselo, pero en tono más bajo.
—¿Vive por aquí cerca? —Ella miró hacia las luces más próximas y le dijo que allí, en ese pequeño pueblo llamado Las Hortensias.
—… Tiene tantas personas vivas como muertas en el cementerio… “Seremos” trescientos entre vivos y muertos. Mi casa es la anteúltima de la ruta yendo al norte, la casa de paredes blanca y puerta verde. —Vio mecer sus cabellos cuando giró su rostro.
Alberto la iluminaba con la luz del celular. Era una preciosa criatura, pero muy blanca de cara, sin pintura en los labios ni rubor en las mejillas. Sus ojos no mostraban un color definido y había un sino de tristeza en ellos. Llevaba una camisa blanca con mangas abotonadas en los puños y una prenda también blanca como pantalón o pollera pantalón. Alberto no pudo distinguir bien ese tipo de vestimenta, ya que la luz solo iluminaba el rostro.
—Si no fuera porque el auto quedó inutilizado, la llevaba a su casa, está muy oscuro para ir por el camino, yo me llamo Alberto y soy viajante de comercio.
—No se preocupe, señor. Yo tengo un camino, es un atajo por el que me gusta vagar para llegar a mi casita… gracias —contestó sin gracia. Ahora él la veía diferente al primer momento, cuando con decisión y una fuerza que parecía imposible que pudiera tener, le había quitado el cinturón. La notaba distante, como si hubiera cumplido la misión de salvarlo como un mandato divino. Dentro de su atolondramiento le pareció extraña.
El coche había quedado en la banquina, a un metro del asfalto, no estorbaría el paso de otros vehículos pero siendo de noche le pareció conveniente buscar las balizas de quedó en el primero que más cercano estaba.
Una vez ubicado llamó a su productor de Seguros y le manifestó lo ocurrido y el otro contestó que al mediodía del siguiente día ya iba a estar el remolque para traerlo a Buenos Aires. Cuando se acostó, con algunos dolores por los magullones que se encontró mientras se duchaba, empezó a circular por su cabeza un pensamiento enigmático. ¿La joven que lo socorrió era verdadera o todo había sido una ilusión provocada por el golpe? Si estaba conmigo y de repente desapareció... ¿Realmente fue producto de una confusión por el vuelco?... Lo que sea, pero al fin y al cabo ella deshizo el cinturón que me estaba ahorcando, no fui yo. ¿Y si el chofer del camión tuviera razón?... ¿que el fantasma de la joven que había muerto hacía unos meses se hubiera corporizado para salvarlo? Yo no creo en eso pero…
Al mediodía del siguiente día, que era sábado, y tal como le había expresado el productor, por la ventana del barcito del hotel vio llegar el remolque. Se montó al lado del chofer y cuando habían hecho tres cuadras se acordó de algo y al ver una florería le pidió al conductor que detuviera la marcha.
—Voy a comprar unas flores para una persona muy especial, dos minutos nomás. —Volvió al vehículo con un ramo dividido en rosas rojas y jazmines. El chofer miró las flores y luego lo observó esperando que le contara algo al respecto. Como Alberto no decía nada, curioso se atrevió a preguntar.
—¿Para su esposa?... ¿novia?… ¿amante? —Se sonrió el aludido por la pregunta y le dijo que eran para la persona que ayer le había salvado la vida. Y le contó brevemente los pormenores del caso. Entrando por la ruta donde comenzaba Las Hortensias, yendo para buscar el automóvil deteriorado, Alberto vio la casita blanca de puertas verdes tal como lo había señalado la niña el día anterior. Se alegró de que fuese verdad.
—Ahí es donde vive mi “salvadora” —señaló y luego pensó: “Que sea verdadera, no una aparición… por Dios”.
—¿Quiere que lo deje aquí?, levanto el auto y luego lo paso a buscar, dígame dónde está.
.—No, hombre, no, vayamos por el coche… espero que siga allí… bueno, muy lejos no puede ir con una “fractura de pierna derecha”, refiriéndose a la rueda imposibilitada—. A la vuelta le llevo estas flores que es lo menos que le puedo ofrecer a la flaquita.
—Mire, ¿usted me dice que le salvó la vida?... ¡se merece un monumento! —Alberto lo miró y razonó que eso sería lo más justo para alguien que por decisión propia logra salvar una vida. Miró las flores y le pareció absurdo. Pensó que en otra oportunidad le podría llevar algo más consistente… por el momento saludarla y unas lindas flores como tácito reconocimiento a su actitud.
Al regreso, llevando el automóvil de remolque, el chofer se detuvo en la casa de la dama. Frente a la misma ruta por medio vio bajarse a Alberto con su fragante ramo de flores.
—No va a tardar mucho, ¿no, señor? —le preguntó no bien había dado un paso y atisbando a ambos lados de la carretera.
—No, fúmese un cigarrillo que en cinco minutos vuelvo —le respondió y se dirigió a la casita blanca de puertas verdes. En esos ocho o diez pasos del remolque a la vivienda, súbitamente su mente se confundió, si todo había sido verdad o se estaba introduciendo en una dimensión que en un momento del ayer al hoy se hubiera incorporando a su inquietud. No había timbre, pero sí una manito de bronce como llamador. Mientras la accionaba se preguntó cómo era el nombre de la muchacha. “Caray… ¿Me dijo Delia?... ¿Celia?... Delia, creo que sí.
Dentro de la casa escuchó un “Ya voy” y seis segundos más tarde apareció un hombre alto, delgado, de tez cenicienta y cabellos entrecanos. Vestía una camisa a cuadros tipo leñadora y un pantalón oscuro. Llevaba lentes y en su mano izquierda suspendía un periódico. Se quedó mirando al desconocido. Bajó la vista hacia el ramo de flores y serio y desconfiado, le preguntó:
—¿Qué se le ofrece? —Del interior de la vivienda se olía un aroma de comida, de una rica salsa.
—Ayer tuve un percance y la señorita Delia (dijo arriesgando un nombre, creyendo que podría ser el oído de la boca de la muchacha).
—No, aquí no vive ninguna Delia. —En ese momento Alberto sintió que el piso se movía. En milésimas de segundos se atiborraron en el cerebro todas las circunstancias sucedidas de la tarde noche de ayer al siguiente día. La casa existía, no la había soñado…p ero la dama de blanco, muy pálida, delgada, un poco ojerosa y desaparecida en un santiamén... ¿qué era?
En segundos apareció la esposa del señor secándose las manos en un delantal que llevaba suspendido del cuello. Su marido, dirigiéndose a ella, le manifestó que no