Mujeres que tocan el corazón de Dios. María C. Domezi

Mujeres que tocan el corazón de Dios - María C. Domezi


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Francisco, Evangelii Gaudium 205).

      ¡Oh Dios todopoderoso, eres fortaleza

      de los débiles y los vulnerables que se unen

      en una alianza de paz y fraternidad!

      Perdóname si me acobardo

      en los momentos críticos

      que vive la sociedad de la que formo parte.

      Quiero practicar la caridad

      en la noble forma que representa

      el ejercicio de la política.

      Quiero amar a mis semejantes,

      haciendo política por el bien común.

      Con tu gracia seré una mujer activa

      en todo lugar, al servicio del pueblo

      que busca condiciones humanas de vida.

      Ampara a las mujeres que sufren difamación

      y persecución, porque hacen política

      con ética y principios cristianos.

      Amén.

      Ana:

      Murmullo sin palabras

      Como señala el relato bíblico del primer libro de Samuel (1,1-2,10), Ana es una mujer que se regocija en el Dios de

      la vida. Su nombre significa agraciada, pues se convirtió en madre por la gracia de Yahvé, que la libró de la esterilidad.

      Elcaná, su esposo, tenía otra mujer, Penena, con la cual había procreado; sin embargo, amaba más a Ana. Penena provocaba a Ana y la insultaba por su esterilidad. De hecho, se aprovechaba de su propia fertilidad para humillarla. En su dolor, Ana lloraba, dejaba de comer y se aislaba, pidiendo a Dios que revirtiera su condición, que le diera un hijo. Al darse cuenta de su tristeza, Elcaná le dijo: “Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué estás triste y no comes? ¿Acaso no valgo para ti más que diez hijos?”.

      Pero Ana quería que las cosas cambiaran. Por eso suplicaba a Yahvé que la quitara de padecer aquella humillación. Era una mujer osada y generosa. A pesar de que en aquel tiempo las mujeres no podían tener acceso a lo divino por sí mismas, Ana tomó la iniciativa de presentarse directamente ante Dios y pedirle un hijo. Además, le hizo el juramento de que el niño se dedicaría por completo al servicio religioso. Actuó sola, sin consultar a Elcaná, que era un israelita practicante de la ley. De esta manera, Ana ignoró la norma de que una mujer solo podía hacer un juramento si estaba avalada por un hombre: el padre si era soltera, y el marido si había contraído matrimonio.

      Ana siguió orando mientras Helí, un sacerdote, la observaba. Sus labios se movían en un murmullo tan bajo, que era imposible escuchar sus palabras. Derramaba su corazón delante del Creador. Helí, pensando que estaba borracha, la reprendió. Sin embargo, ella se justificó: no había bebido; en su tristeza y aflicción, lo que hacía era desahogarse ante Yahvé. El sacerdote le dijo entonces: “Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que has pedido”. Llena de esperanza, Ana se fue, y comió. Dios atendió su súplica, convirtiéndola en madre de Samuel.

      Tan pronto como dejó de amamantar al niño, Ana cumplió su promesa. Y mientras Samuel crecía a la sombra del santuario, Dios les concedió a ella y a Elcaná tres hijos más y dos hijas. Samuel se convirtió en sacerdote, profeta y juez del antiguo Pueblo de Dios.

      Justo después de relatar lo anterior, la Biblia nos presenta la Oración de Ana (1 Samuel 2,1-10), que dice: “¡En Dios me siento llena de fuerza!” Esta oración influyó en la literatura cristiana: el Cántico de María (Magnificat), incluido en el evangelio de Lucas (1,40-55), tiene muchas similitudes con el Cántico de Ana.

      Proclama mi alma la grandeza del Señor,

      y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador,

      porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora

      todas las generaciones me dirán feliz.

      l Poderoso ha hecho grandes cosas por mí…

      (Lucas 1,46-49).

      ¡Oh, Dios, mi fuerza y mi todo,

      derramo en ti mi corazón!

      Tú ves el vacío que hay en mi alma

      y el nudo en mi garganta!

      Conoces el peso de las discriminaciones

      que me mantienen postrada

      y percibes tu imagen

      en lo más profundo de mi ser.

      Busco tu mano, que me levanta

      de las situaciones sin sentido

      y me hace florecer en todo mi ser femenino.

      Hazme fértil, fuerte, digna y hermosa;

      enséñame a ser madre

      con tus entrañas de compasión.

      Amén.

      La Sunamita:

      El camino del amor

      En la Biblia, el libro del Cantar de los Cantares incluye una colección de canciones populares sobre el amor. Este libro fue escrito poco después del exilio de los judíos en Babilonia. Su tierra estaba devastada; Jerusalén y el templo habían sido destruidos. El reinicio de la existencia del pueblo dependía del amor en pareja, puesto que es una chispa de la vida del mismo Dios.

      Entre tanto, el sustento de la gran familia y de la identidad judía era responsabilidad de la madre. Es a partir de la casa materna y en torno a ella donde se desarrolla el camino del amor de una campesina de piel morena, la Sunamita, novia de un pastor de ovejas. Pero ella es conducida a la corte del rey Salomón, y de pronto se ve en su palacio y entre sus mujeres. El rey insiste en seducirla, pero la Sunamita se resiste, fiel a su amado. Al resto de las jóvenes, las hijas de Jerusalén, les dice que sus hermanos se volvieron en su contra, porque le ordenaron cuidar los viñedos, y de esa manera no puede vigilar sus propios sembrados.

      Un día, la Sunamita escucha los pasos de su amado y, a través del enrejado del jardín del palacio, logra conversar un momento con él: entona para el hombre un canto campesino, y luego, atemorizada de que el rey lo encuentre y los castigue, le pide que se vaya. Cierta noche, despierta llena de angustia y sale a recorrer la ciudad, buscándolo. Y cuenta: “… encontré al amado de mi alma. Lo abracé y no lo soltaré más hasta que lo haya hecho entrar en la casa de mi madre” (Canto 3,4).

      Sin embargo, los apasionados encuentros de los novios se ven interrumpidos por las tentativas de seducción del rey.

      En una ocasión, mientras duerme en palacio, la Sunamita oye la voz del novio y percibe que manipula la cerradura de la puerta. Su corazón se estremece. Entonces se levanta para abrir, pero el amado ya huye de los guardias. Ella sale preocupada por él, y lo llama; los guardias la persiguen, la hieren y le arrancan el velo que cubre su rostro. La Sunamita vuelve a su aposento y suplica a las hijas de Jerusalén: “… si encuentran a mi amado… ¿Qué le dirán? Que estoy enferma de amor” (Canto 5,8).

      La campesina crea un poema para su amado y le dedica sus danzas. El rey termina dando la orden de liberarla. La Sunamita va entonces detrás de su novio, mientras el coro canta: “¿Quién es esa que sube del desierto apoyada en su amado?” (Canto 8,5).

      Con todo, la revolución del amor no está completa. El novio todavía tiene que huir. Y ella va siempre en pos de él, tal como la gente siempre tiene que vivir buscando permanentemente a su Dios amado.

      La Sunamita es la mujer-paz, que en su ser más profundo incorpora la vida del Pueblo de Dios. Es,


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