El corazón a contraluz. Patricio Manns
la calle Vacaresti era una arteria de cierta amplitud, donde buhoneros y escupefuegos trabajaban frente a las puertas de las librerías, las droguerías, las tabernas, el pórtico de las iglesias o los jardines de una que otra sinagoga. En la calle Vacaresti, por la primavera, había conciertos de pájaros. Algunos cantaban en rumano, otros en ídish, y una docena de entre ellos lo hacía en latín litúrgico. El viejo Neftalí C. Popper, por razones que nunca reveló, llegó a la arteria Vacaresti desde Varsovia. Si bien durante el viaje, accidentado y casi secreto, fue confundido más de una vez con el jefe de una tribu zíngara que vagabundeaba entre el sur del Báltico y la costa norte del Mar Negro, lo cierto es que alcanzó su destino –si es que su destino se llamaba Bucarest–, y puso de inmediato manos a la obra. Lo primero que materializó fue un hijo, al que llamó Iuliu, y que vino a dar con sus cartílagos al mundo el 15 de diciembre de l857. Desde pequeño Iuliu fue sometido a la más estricta educación según la tradición hebrea askenazí. Al tomar partido por el reconocimiento público de su pertenencia a la raza hebrea, el viejo Neftalí decidió en gran parte el destino global de sus hijos, en particular Iuliu y Max: los principados de Moldavia y Valaquia, gobernados a la sazón por Alejandro Juan I, llamado también Alejandro Cuza, habían decretado medidas restrictivas contra los ciudadanos rumanos de origen judío, entre ellas, la imposibilidad de ingresar en institutos y escuelas militares, la administración pública y la diplomacia.
La segunda tarea a la que se abocó Neftalí C. Popper, fue redactar varios manuales en rumano y en hebreo. Nadie conoció nunca el contenido de tales escritos, o al menos, nadie reconoció jamás haber tenido acceso a ellos públicamente. Puede pensarse que se trató de un diario personal, o de evocaciones estrictamente privadas, que no destinó a la curiosidad de sus amigos ni a la más que probable malquerencia de sus enemistades. A causa de tales enemistades, es factible estimar que la gente que conoció esos manuales, no lo admitiera, simplemente para preservar su seguridad o proteger su carrera o sus asuntos de negocios, o su tranquilidad. O tal vez el futuro de sus hijos, cosa que, al parecer, al viejo Popper lo tuvo sin cuidado.
En 1859 dio un paso mayor y fundó Timpul (El tiempo), periódico redactado en rumano-hebreo, según el testimonio de especialistas en problemas atinentes a las cuestiones judías y al desarrollo de sus órganos de prensa. Desde el canto de los pájaros al susurro de la nieve, el vehemente Neftalí C. Popper trabajaba, sea componiendo los artículos para Timpul, sea traduciendo al rumano obras alemanas y hebreas. Esto puede explicar perfectamente el extraordinario conocimiento de las lenguas que mostraron todos los Popper de esta rama de la familia: un exégeta de Iuliu Popper sostuvo que este “poseía todas los idiomas vivos, y no pocos muertos”.
Pero aquello era nada más que el comienzo. Un día, el padre abrió las puertas del primer colegio hebreo de Bucarest, que logró funcionar hasta l867, esto es, año anterior al nacimiento de Max y el comienzo de la semicatatonia de Hannah Popper, –apodada familiarmente Peppi, diminutivo que se traduce como Perla– quien después de parir su cuarto vástago –entre Iuliu y Max nacieron dos mujeres– vivió sentada a una de las tres ventanas que daban sobre la calle Vacaresti, alimentando pájaros con migajas de pan, y susurrando viejas canciones aprendidas en el curso de su lejana infancia polaca. Hannah tenía una voz muy dulce, muy apaciguante, y un modo de mirar que iba siempre más allá del objeto fijado. Recordaba de cuando en cuando el nombre de su hijo Iuliu y de las dos hermanas que lo seguían, pero ignoraba completamente el de Max. Cuando con los años este se acercaba para hablarle o pedirle algo, ella comenzaba invariablemente por preguntar: “—¿Y quién eres tú?—” Es fácil imaginar el profundo impacto que tal pregunta –reiterada– puede tener sobre un niño de pocos años.
Al poner término a sus labores de periodista y profesor, Neftalí dio paso a sus tareas de librero. Su casa era vasta, de un piso, con tres puertas y tres ventanas a la calle. La tercera puerta en el extremo sur de la fachada, daba acceso a la antesala de la librería, la cual se prolongaba en un subsuelo bastante amplio, al que se llegaba por una escalerilla de hierro en espiral. Era una librería que los adictos a la lectura religiosa frecuentaban más bien al caer la noche. Notoriamente, muchos de ellos, antes de entrar, cruzaban dos o tres veces frente al dintel, provisto de escaso alumbrado. Era el clima característico de ciertas ciudades europeas en la segunda mitad del siglo XIX la gente parecía estar siempre temiendo o conspirando. En el subsuelo había café y pastelillos que el propio Neftalí servía obsequiosamente, con una sonrisa que borraba en parte su luenga barba roja. Algunos visitantes asiduos rehusaban quitarse los sombreros, y el patrón de los lugares hacía lo propio. Desde su estatura imponente saludaba a la clientela con una voz bronca de cantor de salmos o de rabino talmúdico. Entre barbados lectores que pasaban al peine fino los escaparates, y vocingleros bebedores de café –se hallaban en el subsuelo–, transcurrió la infancia de Iuliu Popper, a quien su padre permitía corrientemente quedarse hasta más allá de las ocho de la noche. En aquella cueva de Alí Babá comenzaron sus lecturas, allí se originaron sus sueños, allí fue forjándose su personalidad, pues abandonó la librería y la casa paterna solo en 1872, cuando contaba quince años y aparentaba veinte, en razón de su estatura elevada, su ancha frente y su ceño fruncido.
En aquel momento –la partida–, Iuliu Popper era capaz de hablar y de escribir en al menos media docena de lenguas. Quizás soñaba también en esas lenguas, y en los países que había tras ellas, en sus historias, en sus filosofías, sus culturas, sus razas, sus guerras.
Se narra todo esto porque, tras los múltiples misterios que oculta el caleidoscopio Popper, más de uno ha establecido en forma irrefutable que jamás, a lo largo de toda su vida, reconoció públicamente su origen hebreo. Aún más: se empecinó en ocultarlo con una secreta y complicada obstinación, contrariamente a su hermano Max, que se hizo miembro de la Congregación Israelita de Buenos Aires no bien pisó las calles porteñas, el año que conoció a Marién Andwanter Haverbeck. En apariencia, Iuliu consideró la actitud de su hermano como una forma de traición, o al menos, una actitud irreflexiva que podía contrariar enormemente sus proyectos. Esto produjo entre ambos una trifulca de tales proporciones, que por un instante, Iuliu Popper estuvo a punto de apretar el gatillo apuntando a la sien del otro de su sangre.
II
Caballero solo
La flecha voló desde el otoño hacia el otoño y se clavó vibrando entre los dos ojos del caballo. Este fue negro. Tuvo en la frente una estrella blanca y peluda, que además, era una estrella fácil: podía vérsela de lejos, incluso cuando la penumbra ocupaba el espacio que separaba al observador de aquel luminoso punto de referencia. Detrás se hallaba a todas horas el caballo, amarrado a ese vago tatuaje de cinco puntas improbables. El animal sintió primero que venía el zumbido. La flecha se incrustó ahí con exactitud y con violencia y un lento golpe de sangre borró la estrella metódicamente. Los cascos habían saltado hacia arriba y chapotearon en el aire. El jinete aulló apenas un instante después, reteniendo las bridas. El flechazo había perforado también la sombra movediza de sus cavilaciones.
Maniobrando con cuidado en el interior de un crepúsculo redondo, untado por el tenue rocío del sol agónico, que entraba ya al océano chirriando detrás de las montañas, alargó el brazo hasta que su mano se posó en el cuello trémulo, un cuello que palpitaba empapado de sudor y de miedo. Los dedos trajinaron primero dulces, compasivos, apaciguadores. Pero al cabo de un momento tropezaron con la cruel dureza de la flecha hundida en la piel, a medias incrustada en el hueso de la frente, entre las dos pupilas negras que relucían embargadas por un expresivo terror. Era ya una mano con vida propia, porque los ojos del jinete buscaban al mismo tiempo, muy alertas, el punto desde el cual la ráfaga de madera y su pequeño espolón de piedra rústica –en verdad de sílex– habían saltado en pos de su pecho. El brazo se encogió y arrancó sin impulso el cuerpo extraño, que por un momento había convertido al azabache en unicornio. Este brincó retrocediendo y arañó de nuevo el viento con los cascos delanteros. Ahogado de dolor, dilataba las fosas nasales relinchando su pregunta, su esfuerzo por comprender la razón de una tortura repetida, auspiciada esta vez por su propio jinete.
El caballero espoleó volviendo riendas y galopó para alejarse de un montículo recién descubierto, que se erguía a su derecha. Una sombra ancha avanzaba