Ideas periódicas. Carlos Peña

Ideas periódicas - Carlos Peña


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usted siente como suyo y del que al leer lo que de él se dice en esta o esa página, usted se siente partícipe.

       En otras palabras, si leer las ficciones de la literatura consiste en despertar la propia subjetividad, leer el diario es ser empujado fuera de ella y cerciorarse de una realidad compartida.

       Esa experiencia es una de las más típicas de la modernidad, junto a la expansión del mercado y del estado nacional. Algunos datos muestran que surgieron de la mano. En París, cuenta Walter Benjamin en sus textos sobre Baudelaire, los suscriptores pasaron de 47.000 que había en 1824, a 200.000 en 1846 gracias, entre otras cosas, a la expansión del consumo y la aparición de la publicidad. Hacia 1863 Le Petit Journal ya vendía un cuarto de millón de ejemplares diarios. Y en Inglaterra circularon al año millones de ejemplares. La circulación de mercancías y de noticias en torno al mundo en derredor, se expandieron a la vez. Todo lo moderno, desde la idea de un sujeto que se sostiene en sí mismo mediante la razón, a la ciudad como un ámbito de cosas diversas tejidas por un hilo invisible (Londres es como un periódico, dijo Dickens), y las mercancías que prometen satisfacer el deseo, se reflejan simbólicamente en el diario.

       Así una de las imágenes más típicas de la modernidad es la de alguien sentado en un café leyendo el diario desplegado a dos páginas.

       Hoy día, por supuesto, esa imagen ha cambiado pero el significado que ella esconde todavía persiste. Desde las noticias manuscritas que se vendían a comienzos del siglo XV (en esos días en Inglaterra ya se regula a los periodistas calígrafos y en Roma una bula papal los condena) hasta llegar al diario en soporte electrónico, la experiencia es más o menos la misma. Las gacetas manuscritas del siglo XV o el XVI (algunas de las cuales traían imágenes como es el caso de las que Durero encargaba vender a su mujer), el impreso que se expande desde el siglo XVII hasta hoy, y las páginas iluminadas por la pantalla, todas proveen una experiencia similar: escuchar mediante la lectura el ruido de un mundo compartido, un mundo en común, que va más allá de la experiencia sensorial inmediata.

       El diario sumerge al lector en la actualidad y lo integra a una comunidad de lectores invitándole a reflexionar sobre ella. Es quizá la única experiencia de lectura que, a diferencia de lo que ocurre con las obras de ficción o el ensayo, se ejecuta con la conciencia explícita de que otros están haciendo simultáneamente lo mismo. Cuando usted lee una novela o un ensayo, está a solas consigo mismo, con su imaginación y acompañado de las ideas que la lectura le despierta. Cuando lee el diario la experiencia es otra: hay la conciencia de que hay otros miles leyendo y usted dialoga asiente o se irrita con ellos en el acto de leer. Hojear el diario sin la conciencia de que otros en ese mismo instante pasan también las páginas, es algo que basta imaginarlo para sentirlo absurdo. Y es que si leer una novela es una experiencia de soledad, leer el diario es una experiencia compartida. Gracias a los diarios los individuos pudieron tener la impresión de que era posible participar en una comunidad que iba más allá de la familia o del pueblo en el que vivían y dirigirse en cambio a una audiencia compuesta por todos los individuos racionales. Gracias al diario el lector se experimenta a sí mismo como sujeto: un individuo al que las páginas del diario, las columnas, las noticias, la crónica, interpelan, como solicitándole que en el ejercicio mudo de la lectura formule, a su vez, su propia opinión. Gracias al diario se generalizó la certeza de que era posible escribir (como dijo Kant en un texto famoso que apareció por primera vez en las páginas de un diario) para el «gran público de lectores» o al menos se tuvo la certeza que era posible formar parte de él.

       La experiencia de tener asuntos en común con otros a quienes no se conoce, pero se adivina mediante la lectura, expresa a la vez importantes características de las sociedades modernas: la reproductibilidad del discurso, que descansa en la idea que él posee fundamentos independientes del momento en que se le profiere (de otra forma ¿para qué se le reproduciría poniéndolo al alcance de lectores desconocidos?); la necesidad del individuo moderno de aliviar con la palabra los males que lo aquejan, la soledad, la impotencia frente al poder, la desorientación en medio de un mundo demasiado complejo (es como si el diario llevara adelante el consejo de Baruch Spinoza según el cual comprender la necesidad era una forma de liberarse de ella); y la fugacidad, la rápida obsolescencia de sus páginas (la avidez de lo nuevo, lo siempre distinto). En otras palabras, la experiencia del diario resume a la vez la confianza en que hay razones que podemos compartir; la necesidad de hacerlo para escapar de lo que a veces se vive como aislamiento; y la experiencia de que esa es una necesidad que en vez de satisfacerse se renueva. Quien lee el diario siente que comparte razones con otros o que al menos existe algo que le permite entenderlos y hacerse entender (así no más sea para comprobar las diferencias que los separan) y siente, a la vez, siquiera durante el tiempo breve de la lectura, que es parte de una comunidad que lo excede sin ahogar el individuo que es. Es como si el diario fuera una plazuela imaginaria —Ortega la llama «plazuela intelectual»— un lugar donde la gente que va de paso se detiene un momento para oír o formular una opinión o enterarse de algo que le concierne y luego continuar su camino.

       La prensa entonces crea un mundo en común que sin ella no existiría.

       Porque para tener un mundo en común no basta que haya cosas en derredor que cualquiera pueda ver o experimentar, es necesario que exista una circunstancia que se integre a la trayectoria vital de todos, de manera que cada uno se sienta llamado a reaccionar frente a ella. Esa circunstancia, en condiciones modernas, existe gracias a la prensa y a los medios.

       Los medios, por supuesto, no reflejan la totalidad de lo que ocurre, sino que recortan en la totalidad del acontecer algunos hechos, dejando otros como una sombra o trasfondo. Este no es un defecto de la prensa, sino un rasgo de toda comunicación que advirtió tempranamente Platón.

       La escritura, observó Platón, aparece como una técnica de fijación de lo que ocurre, como un artificio que impide el olvido. Sin embargo, la escritura, en vez de impedir el olvido, lo haría posible porque la escritura, en lugar de reproducir la realidad como un espejo fiel que simplemente la refleja, la rebajaría o la disminuiría. En otras palabras, el recuerdo, que sería la genuina forma de conocimiento según Platón, resultaría estropeado por la escritura. La realidad siempre tendría un excedente, un plus de significado, que la escritura dejaría fuera. La escritura entonces sería un dispositivo para olvidar y no, en cambio, para recordar. En palabras de Platón la escritura, pero lo mismo podríamos decir de la prensa, es una simple imagen de un recuerdo vivo que siempre la excede.

       Niklas Luhmann —quizá el sociólogo más relevante de la segunda mitad del siglo XX— subrayó que la comunicación era siempre selectiva. Si al observar el mundo no recortáramos una parte de él dejando el resto como fondo, no veríamos nada. Mirar, ver, comunicar, exige paradójicamente una ceguera, trazar un límite entre lo que puede ser comunicado y lo que no, entre lo que sale a escena y lo que dibuja apenas el telón de fondo.

       Los medios de masas, entre ellos la prensa, se ocupan de la actualidad; aunque esta última es, al mismo tiempo, lo que los medios definen como tal. Mediante los diarios se hace contacto con la realidad a través de la celosía de las palabras. Los seres humanos pueden hablar entre sí de muchas cosas a condición de callar otras tantas. Los medios operan con múltiples selectores que abrevian la realidad y desde este punto de vista generan el acontecimiento que más tarde relatan o comentan. Y esos selectores son ampliamente compartidos incluso por medios cultural e ideológicamente distantes. Este no es un defecto de la prensa —observó Luhmann— sino la única posibilidad de cualquier comunicación. Si se examina el problema de cerca se advertirá fácilmente que los medios pueden discrepar acerca de los hechos que informan porque comparten los mismos selectores. Si así no fuera, habría entre ellos un diálogo de sordos y cada uno hablaría de algo distinto. Este rasgo transforma a los medios, entre ellos a los diarios, en un sistema autorreferido como subraya el mismo Luhmann; pero también les confiere la capacidad de crear un mundo que sin ellos no existiría.

       Por eso una vez que el diario apareció, de pronto toda una forma de sociabilidad se comenzó a tejer en torno a él. El mundo de significados compartidos abrió, por decirlo así, un espacio.

       Surgieron los cafés, los lugares de encuentro en los que los individuos se reunían para comentar algo que hasta entonces estaba más bien restringido al estrecho círculo de la familia


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