Ideas periódicas. Carlos Peña

Ideas periódicas - Carlos Peña


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tampoco importaría.

       Spinoza creía en cambio que la libertad de expresión tenía un valor intrínseco, que valía en sí misma, al margen de lo que con ella se alcanzara. Ello ocurría porque para él, tal como se mencionó, en esa libertad se expresaba una característica inherente a la condición humana, un rasgo constitutivo que estaba distribuido igualmente entre todos los seres humanos, de manera que negarla equivalía a negar la igualdad o la particular índole de lo que somos. La libertad de expresión no tenía por objeto favorecer la búsqueda de la verdad o alcanzar una cierta utilidad específica —aunque esas cosas también se lograban con ella— sino ante todo respetar a los individuos en lo que eran.

       Ese argumento a favor de la libertad de expresión que formuló Spinoza vuelve una y otra vez, en varias versiones, en casi toda la literatura posterior.

       John Stuart Mill, por ejemplo, esgrimió variados argumentos a favor de la libertad de expresión, la mayor parte de los cuales eran meramente instrumentales. La libertad de expresión se justificaba por las consecuencias que producía: la falibilidad humana aconsejaría no hacer oídos sordos a las opiniones ajenas; la verdad siempre se alcanzaría a retazos; el valor de la racionalidad nos obligaría a sostener la verdad, pero también a evitar el prejuicio; nuestras creencias, se harían más vigorosas y fuertes en el encuentro con otras.

       Esas son algunas de las razones que Mill esgrimió, pero la que todavía hoy sigue prevaleciendo es el argumento de la autonomía. A la luz de este argumento la libre expresión posee un valor intrínseco.

       Los seres humanos, dijo Mill, podemos tolerar limitaciones a una serie casi ilimitada de actos siempre que cuenten con la debida justificación utilitarista o instrumental. En otras palabras, él pensaba que si el interés de la mayoría lo justificaba, era razonable imponer restricciones a los actos individuales de toda índole. Sin embargo, no extendió ese mismo argumento hacia la libertad de expresión. ¿Por qué los actos expresivos no admiten el mismo tratamiento que otros tipos de actos? No lo admiten, explica Mill en su escrito sobre utilitarismo, porque ello importaría negar nuestra calidad de persona autónoma. Mill piensa que los límites a la libertad de expresión son indebidos porque serían incompatibles con la autonomía: con la capacidad, que debemos reconocernos mutuamente, de juzgar cada uno por sí mismo la información que tiene a su alcance y en base a ella tomar sus propias decisiones.

       Pero J. S. Mill no es el único que ha argumentado a favor de la libertad de expresión. Hay autores, como Kant, por ejemplo, que fueron víctimas de la censura, y que, quizá por eso mismo, se preocuparon con especial deleite de proveer razones para que ella no pudiera ser justificada. Y su argumento tampoco es muy distinto al de Spinoza.

       La libertad de expresión sugiere Kant, o como él prefiere llamarla, la libertad de pluma o de crítica, es un homenaje a la igualdad entre los seres humanos. Si cada ser humano, si cada hombre o cada mujer, posee la misma capacidad de discernimiento, si ninguno, por decirlo así, tiene línea directa con la realidad o con la providencia, si nadie recibe los secretos de la naturaleza al oído, si todos, a fin de cuentas, poseemos la misma capacidad cognoscitiva, ¿por qué habríamos de aceptar que algunos pudieren hacer callar a otros, pretendiendo que lo que dicen es maligno, estúpido, corruptor o que no vale la pena? Si la capacidad de discernimiento fue distribuida por igual entre todos los seres humanos, si cada hombre o mujer, al margen de su etnia o de sus características físicas o de fortuna, posee la misma posibilidad que cualesquier otro de conocer y de modelar el mundo ¿por qué habríamos de tolerar que quienes ejercen el poder puedan diagnosticar qué puede ser dicho y qué no? Todas estas razones llevaron a Kant a pensar que la libertad para discernir y expresarse era parte consustancial de la república, de ese modo de vida que reconoce a todos los seres humanos una igual condición.

       Pero no son solo la autonomía y la igualdad los principios con los cuales la libertad de expresión se encuentra íntimamente enlazada. Joseph Raz, por ejemplo, ha sostenido que la libertad de expresión es una parte consustancial de la diversidad humana. Uno de los rasgos más notorios de las sociedades contemporáneas lo constituye la proliferación de las formas de vida: los hombres y mujeres organizan su destino al amparo de diversas costumbres y de diversos dioses y cada vez más aspiran a salir de las sombras de lo privado para comparecer en la plenitud de lo que son en el espacio de lo público. Desde las minorías indígenas, a las diversas admoniciones religiosas, todas ellas aspiran, por igual, a manifestarse en la esfera de la vida en común. La libertad de expresión sugiere Raz, permite que las más variopintas formas de vida puedan expresarse, salir de la clandestinidad y del enclaustramiento para darse a conocer a los demás. Y cuando ello ocurre, concluye, la vida de todos es la que se enriquece.

       Como se ve, sobran las razones a favor de la libertad de expresión. Sin ella, la autonomía simplemente no existe; la igualdad es maltratada; y la diversidad se oscurece y se sofoca.

       Lo anterior no permite, sin embargo, trazar un vínculo firme y seguro entre la democracia como forma de convivencia y la libertad de expresión. Hoy día sabemos, por supuesto, que la democracia y la libertad de expresión van de la mano y que por eso, cuando caen, lo hacen juntas; pero lo que cabe preguntarse es cuál es precisamente la razón de esa conexión y las consecuencias prácticas que de él se siguen.

       ¿Cuál es el vínculo exacto que permite explicar que la democracia y la libertad de expresión vayan de la mano? El vínculo entre la libertad de expresión y la democracia es doble: es moral y a la vez institucional.

       La libertad de expresión y la democracia comparten el mismo fundamento moral. La regla de la mayoría que caracteriza a la democracia no es el fundamento final de esta última. Si lo fuera, aceptaríamos que la mayoría pudiera decidir cualquier cosa y la consideraríamos correcta desde el punto de vista democrático. Pero hay algo erróneo en considerar democrática una decisión que, aunque adoptada por una amplia mayoría, considere que una etnia o una cultura específica no sean plenamente humanas, como ocurrió con el ascenso del nazismo. Llamar a esa decisión democrática o a Hitler un demócrata por haber obtenido la mayoría a favor de sus ideas tiene algo de torcido. Más bien, creemos que una decisión democrática posee ciertos límites morales, como la dignidad humana por ejemplo, lo que probaría que preferimos la regla de la mayoría porque es la que mejor se adecua a un cierto ideal o imagen moral. ¿Cuál sería esa? Se trataría de la imagen de los seres humanos como iguales, como individuos provistos todos de la misma capacidad de decidir. Los procesos electorales democráticos hacen realidad esa imagen conforme a la cual todos somos iguales en nuestra capacidad de decisión, en la posibilidad de decidir qué curso, entre los varios disponibles, habrá de seguir nuestra vida. Preferimos entonces la democracia porque ella permite que los individuos ejerciten su condición de iguales. Ahora bien, esta fundamentación de la democracia es la misma que, como vimos, esgrime Spinoza y los autores posteriores a favor de la libertad de prensa. Así la libertad de expresión y la democracia van unidas, y cuando se desploman lo hacen juntas, porque poseen el mismo fundamento moral. Decirse demócrata y a la vez creer que hay buenas razones para la censura o el control de la opinión es un oxímoron, una contradicción en sí misma.

       Pero junto a ese vínculo moral, la democracia y la libertad de expresión se reúnen también en un fenómeno institucional que es típicamente moderno.

       Uno de los autores que más lo ha subrayado es Jürgen Habermas, quien sugiere que la democracia reposa sobre el diálogo que, acerca de los asuntos comunes, los individuos llevan adelante bajo condiciones de igualdad. El diálogo y el debate público sobre los asuntos que nos son comunes, sería la base de la democracia. Ahora bien, continúa, en condiciones modernas ese diálogo solo es posible si existe una esfera, distinta del estado, en la que la información circule para ser sometida al raciocinio de los ciudadanos. Esa esfera es la esfera pública, una conquista más o menos reciente de las sociedades occidentales y capitalistas que casi coincide, dijo Habermas, con la aparición de la prensa.

       Habermas sostiene además, que el capitalismo del siglo XVI no solo contribuyó a cambiar la forma de organizar y distribuir el poder político (nada menos que el surgimiento de lo que hasta hoy día llamamos estado) sino que además dio origen al surgimiento de un especial ámbito de sociabilidad que, hasta ese momento, no había logrado expandirse: la esfera pública.


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