Ideas periódicas. Carlos Peña
a la prensa el deber de decir la verdad y de hacerla responsable cuando no lo hace. Las exigencias éticas —que son lo que he llamado el primer pretexto para moderar la libertad de expresión— pueden ser, como lo muestra este caso, un lobo disfrazado con piel de oveja, un simple canto de sirena que puede hacer naufragar a la libertad.
Pero no solo se erigen razones de carácter ético, como la que acabamos de revisar, para moderar a la prensa: todavía se esgrimen razones de carácter político para desconfiar de ella.
La más popular de estas razones es la que sugiere que el mercado de los medios suele ser poco plural y que ellos, por razones de industria, se concentran en unas pocas manos que silencian las voces de las mayorías.
Este es una objeción que requiere ser examinada con cuidado. Ella sostiene que la concentración de medios produce un doble efecto: por una parte, silenciaría muchas voces y, por la otra, concedería gran poder al punto de vista de los propietarios de los medios. Así entonces, continúa el argumento, el estado debe intervenir a fin de evitar la concentración de medios y favorecer que la mayor cantidad de voces sean escuchadas.
A pesar de su popularidad, el precedente punto de vista (una de las objeciones más populares al mercado de los medios) es fácticamente erróneo.
Desde luego, lo que muestra la experiencia es que en un sistema de mercado la economía mueve a los medios a ser cada vez más fieles a las audiencias y cada vez más infieles a los intereses estrictos o a la ideología de los propietarios.
De otra parte, hoy día los medios de comunicación masiva, como han sugerido John Thompson o Russell Neumann (dos expertos en la sociología de medios) han transitado hacia formas de vinculación con lo público que el mercado estimula y favorece. Los medios han cambiado el carácter de la esfera pública y han marchado a otras formas de publicidad que no se relacionan con la concentración de los medios y que, sin embargo, son también fundamentales para la democracia. No hay que olvidar, al analizar este tema, que la dimensión de industria de los medios unida al mercado acicatea el surgimiento de temas vinculados a los intereses de las audiencias que en un sistema de medios más deliberativo, por decirlo así, no habrían tenido cabida. Un mercado desconcentrado y deliberativo, versus uno concentrado y de mercado, puede ser la diferencia entre una esfera pública de élites y otra de audiencias masivas. Muchos medios al alcance de pocos lectores e inspirados solo por el anhelo de deliberar, pueden conducir a una esfera pública extremadamente restringida. Uno de audiencias masivas, en cambio, puede ser menos elitario y acoger mayor diversidad de intereses.
En otras palabras, quizá no sea sensato pedirle a los medios de comunicación que hagan esfuerzos por remedar la esfera pública a la Habermas (es decir, la esfera pública concebida a la manera de un diálogo racional en el que todos participan). Este modelo arriesga el peligro de erigir un sistema de medios centrados en las élites, en los pequeños grupos ilustrados, pero vueltos de espaldas a las audiencias masivas, con el resultado que, poco a poco, y salvo que se les subsidie, tenderían a desaparecer. Un mercado de medios competitivo y orientado a las audiencias masivas, y no solo a las élites, puede alejarse del modelo del diálogo, pero igualmente puede contribuir a la democracia por la vía de poner nuevos temas en la agenda, hacer visible el poder y ayudar a los ciudadanos a vigilar a las autoridades.
Pero, como dije, no solo hay pretextos éticos y políticos para moderar a la prensa y quejarse de ella, también hay pretextos legales como el que erige a la privacidad como un valor rival de la libertad de expresión, un valor que la limita.
Es cierto, desde luego, que la privacidad es un bien importante en una sociedad democrática y es verdad que, cuando se lo amenaza de manera desmedida, puede suprimir toda espontaneidad en las relaciones sociales y es evidente también que una vida absolutamente transparente podría ser para la mayoría de los seres humanos simplemente intolerable. Pero de ahí no se sigue que la privacidad deba ser protegida —como a veces se pretende— de igual forma para todos. Decidir qué nivel de intimidad debe ser protegida, desde el punto de vista civil, exige distinguir entre las diversas calidades que puede poseer la persona cuya intimidad fue, aparentemente, sobrepasada.
Si usted es, por decirlo así, una persona enteramente privada, y sus acciones no comprometen derechos de terceros, nada tiene de malo que sea usted, y nadie más, quien decida qué aspectos de su vida han de mantenerse en secreto. Por supuesto una protección a ultranza ni siquiera en este caso parece sensata o posible; pero parece razonable, sin embargo, que, como lo enseña una larga tradición del derecho privado, usted tenga derecho a ser protegido de las intromisiones que lesionarían a una persona de sensibilidad ordinaria.
Pero si, al revés del caso anterior, usted ha hecho de su vida y de su imagen una mercancía de la que obtiene rentas (usted es un miembro del star system local) o usted es un personaje público (usted pretende guiar a otros exhibiendo su ejemplo o su discurso) entonces parece obvio que el umbral de protección de su privacidad se ha rebajado. Su vida y sus actos, en este caso, se ofrecen al examen y la inevitable curiosidad de los demás. No hay aquí imposición alguna: es el conjunto de sus propios actos el que ha hecho más débil la protección general a la que usted tiene, como vimos, derecho.
Si usted, en fin, ejerce una función pública que demanda la confianza de los otros, entonces usted no tiene derecho a que su privacidad sea protegida de la misma forma y con igual intensidad que los casos anteriores. Cuando usted desempeña un cargo público, sus actos comprometen derechos de terceros, quienes deben, entonces, estar facultados para saber si su discurso y sus acciones son consistentes con el rostro que usted mostraba amablemente cuando solicitaba la confianza de los demás. La ciudadanía tiene derecho a saber qué tan íntegros o capaces son aquellos que pretenden guiarla y a quienes se ha confiado el manejo del estado. Es esta la única manera, como se comprende, de evitar tráficos ilícitos, ineptitudes graves o que, por ejemplo, el proceso político sea capturado por grupos de interés. Por supuesto, en estos casos la privacidad como derecho persiste; sin embargo el umbral de protección ha, inevitablemente, disminuido para dar primacía al interés público. Es cierto que este criterio permite que a veces se salpique injustamente el honor y la honra de la gente; pero ese es el costo inevitable de vivir en una sociedad abierta al escrutinio y al control del poder.
La libertad de expresión cuenta con firmes fundamentos a su favor y con claros vínculos hacia la democracia. Y justo por eso —porque muchas cosas dependen de esa libertad— es necesario tomar tantas cautelas a la hora de relacionarse con ella y de regularla. Después de todo tenemos libertad de expresión para dar a conocer nuestros puntos de vista, pero también para oír a los otros y entablar así un diálogo racional del que, si no brota la verdad, al menos nos permite relacionarnos como iguales.
LAS NUEVAS AMENAZAS AL DIÁLOGO RACIONAL
Uno de los rasgos que se pueden apreciar hoy en el debate público es la aparición de un conjunto de criterios para disciplinar el discurso. Se castiga el uso de ciertos términos que se juzgan odiosos, ofensivos o desdorosos y se reclama protección para la identidad del grupo al que se pertenece, cuyos valores o creencias debieran ser aceptados sin más. Todo esto acaba dañando el debate público y a las instituciones que cultivan el diálogo racional.
No se necesita haber leído ningún complicado texto de semiótica sino apenas recordar la Balada de la cárcel de Reading de Oscar Wilde, para saber que las palabras pueden herir o matar, y que en consecuencia es debido cuidarse de dañar a los demás con injurias o calumnias o expresiones desdorosas; pero de ahí no se sigue que emplear la palabra «hombre» para designar a todo integrante de la especie humana sea una forma de agresión machista o patriarcal que merezca una condena y deba entonces ser sustituida por individues. Y tampoco se requiere haber leído el proceso de Núremberg o el Informe de la Comisión Rettig para saber que en el mundo han existido inaceptables violaciones a los derechos humanos; pero de ahí no se deriva que todo aquel que se proponga echar una gota de duda o examinar los datos que allí se contienen, sea un negacionista del valor de esos derechos o de la existencia de esas violaciones o un vil cómplice de nazis y de dictadores. No se requiere, haber formado parte de la Comisión de verdad histórica y nuevo trato de los pueblos indígenas, para saber cuánto se les ha explotado y maltratado y la necesidad que existe,