Ideas periódicas. Carlos Peña

Ideas periódicas - Carlos Peña


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sea equivalente a los Principia Mathematica de Isaac Newton. Y, en fin, no cabe duda de que el derecho de la infancia en América Latina se haya usado para maltratar a la niñez en vez de para protegerla, pero de ahí no se sigue que cualquier expresión crítica de esta o aquella conducta adolescente, equivalga a un desprecio de quienes comienzan a transitar por la vida.

       Todo eso parece bastante obvio y se reduce a sostener la simpleza que una cosa es el valor que debe asignarse a un discurso o el respeto que merecen quienes lo profieren, y otra cosa distinta la validez, verdad o corrección que posee su contenido. Desgraciadamente esa distinción obvia entre el valor antropológico o cultural de un discurso y la verdad o validez de su contenido es lo que hoy día parece estar en riesgo. Ello ocurre cuando se transforma a las instituciones en las que el discurso humano se despliega —las universidades y la esfera pública— en un baile de máscaras donde las palabras arriesgan permanentemente ofender las identidades de quienes participan de él o son denunciadas como si fueran solo un disfraz en la búsqueda de la dominación o del poder.

       Esa sencilla distinción entre el valor cultural de una identidad, por una parte, y la validez o la verdad de lo que afirman sus miembros, por la otra, es la que está hoy en curso de ser abandonada y el resultado es que aparecen en la esfera pública y lo que es peor universitaria, múltiples prohibiciones que cercan el lenguaje. Opiniones que critican la forma de vida o las creencias de una minoría étnica, o relativas a la identidad de un grupo, o que ponen en duda hechos que integran la memoria de otro, o incluso enunciados que lesionan la autoimagen de una persona o de un colectivo son rápidamente condenados y quienes los sostuvieron pasan a ser réprobos, personas dignas de condena a los que se cancela o se funa mediante pullas e insultos y a las que se impide seguir participando de la conversación. La idea que hay formas de vida mejores que otras es prontamente descalificada como etnocéntrica; la crítica a la conducta adolescente como adultocentrismo; las críticas a opiniones vertidas por mujeres como machismo o espíritu patriarcal; el examen de hechos históricos luctuosos como negacionismo, y así. Proliferan las zonas que se pretende sean cotos vedados al discurso crítico, a la ironía o incluso al humor. Si Sigmund Freud decía que los chistes respecto de las minorías no eran una agresión sino una forma de sublimarla, hoy día se dice que constituyen una indesmentible forma de violencia.

       Nunca como hoy, la comunicación de un discurso o punto de vista había sido más fluida, con menos obstáculos provenientes del poder estatal y alcanzado a más audiencias; pero nunca, tampoco, habían circulado en la esfera pública tantos y tan variados argumentos para controlar el contenido del discurso con límites invisibles o para despojar lo que se escucha o se lee de toda pretensión de verdad o validez transformándolo, en cambio, en un puro signo identitario o en un recurso de poder o en un puñado de prejuicios inconfesados. Pero eso es lo que está ocurriendo hoy en las manos, o en las plumas, de algunas personas, habitualmente profesores, intoxicadas con dos o tres lecturas cuya deficiente comprensión (los venenos favoritos como consecuencia de ingerir dosis inadecuadas y a malas horas son Michel Foucault o Jacques Derrida) acaba cancelando los supuestos del debate racional. Pero no se requiere malentender a esos autores para que ocurra esa pérdida de confianza en la palabra. El mismo fruto se alcanza cuando otros académicos prefieren seguir leyendo sus libros y escribiendo sus textos mientras miran lo que ocurre con la institución que los alberga, esperando, es de suponer que todo esto sea transitorio y no pase a mayores. El resultado de todo eso, es que hoy existen formas de expresión que se rechazan por considerarlas lesivas de la identidad de un grupo y hay otras que se alaban simplemente por el hecho de expresar algún origen particular. Así, ya no se atiende al contenido de lo que se dice, para confirmarlo o refutarlo, sino que en vez de eso se imputan los motivos ocultos, las pretensiones de dominación o de poder, que se tendrían para emitirlo.

       Todo eso es, en suma, como si usted en una conversación no atendiera a lo que su interlocutor le dice, sino que, animado por la sospecha, solo se preocupara de imaginar qué malos motivos tiene para decírselo.

       De esa forma el debate abierto —que es la base de la democracia y el sentido de algunas instituciones culturales como la universidad— comienza a ser poco a poco herido de muerte. Después de todo, si hay ciertas formas de expresión que no pueden emplearse y si lo que se dice, no importa qué, carece de valor de verdad y es simplemente un recurso de poder, una forma disfrazada de promover intereses ¿para qué dialogaríamos o discutiríamos o leeríamos intentando comprender las razones que otros dicen tener cuando hablan, discuten o escriben? Si el objetivo de la sala de clases, o del diálogo abierto, no fuera evaluar las razones que yacen en los textos o que se expresan en el discurso, sino descubrir la posición de poder de quien la emite para desenmascarar sus ocultos motivos, entonces ¿de qué valen la sala de clases y la esfera pública? Si interpretar un texto o escuchar con atención un discurso no consistiera en tratar de acercarse a alguna forma de verdad que nos permita saber más y mejor, y en cambio consistiera en constatar de qué forma el poder y la dominación se infiltran por todos los intersticios de lo que decimos o escribimos, ¿No sería mejor ahorrarnos el esfuerzo de hablar, de leer, y de escribir, y sacarnos las máscaras y aceptar que todo es finalmente un campo de batalla afortunadamente por ahora, aunque solo por ahora, incruento? Si las palabras fueran siempre pistolas cargadas de poder y anhelos de someter al otro o engañarlo ¿para qué nos esmeramos en debatir? Pero si eso es así, ¿por qué entonces preocuparse de asegurar la libertad de expresión y de crítica? ¿Acaso hacerlo no es una ingenuidad en medio del campo de batalla que serían la institución universitaria, la esfera pública o los diarios?

       Los signos de este peligroso intento de disciplinar y a la vez desvalorizar el discurso son hoy día múltiples y se les encuentra en la prensa, en la sala de clases e incluso en los libros. Actualmente existen ciertas formas de expresión tácitamente prohibidas (como es el caso de «hombre» para referirse a la clase de los seres humanos) y quien decide ocuparlas debe resignarse a ser considerado un partícipe de alguna forma de opresión patriarcal. Existen contenidos e ideas que, si evalúan críticamente a una etnia o cultura, son considerados un abuso contra las minorías que pertenecen a ella. Quién se proponga examinar con curiosidad historiográfica las violaciones a los derechos humanos o relativice alguna parte del relato comúnmente admitido es, de inmediato (como ocurrió en Francia a Roger Garaudy) acusado de cómplice por quienes han tenido la desgracia de ser o sentirse víctimas. Y lo más alarmante es que el valor educativo de los textos ya no se relaciona con su contenido sino con la identidad o la biografía del que los escribió, de manera que las novelas de William Faulkner no valen la pena por el machismo que atraviesa sus páginas, tampoco la Política de Aristóteles por haber aceptado la esclavitud y menos los poemas de Pablo Neruda, a quien se perdona su alabanza de Stalin pero no la agresión que, avergonzado, confesó en sus memorias. Así, no es raro que a veces se pretenda regular coactivamente la forma de expresarse (imponiendo, por ejemplo, que el habla o la escritura refleje literalmente la totalidad de los géneros o la ausencia de ellos); que el contenido de un discurso se descalifique solo atendiendo a las características de quien lo formula (si es hombre puede ser resultado del machismo, si es una autoridad, mera dominación y así); y que el canon de lo que debe ser leído ya no exista y pretenda ser sustituido por otro que represente las múltiples identidades (como a veces se demanda en las movilizaciones estudiantiles).

       El fenómeno parece tener su origen en lo que se ha llamado la política de la identidad, un término acuñado en la literatura para describir la presencia en la esfera pública de cuestiones en apariencia diversas como el multiculturalismo, el movimiento feminista, el movimiento gay, etcétera, esas diversas pertenencias culturales en torno a los cuales las personas erigen su identidad. La idea subyacente es que los seres humanos en realidad no comparten una misma naturaleza, sino que se forjan al amparo de distintas culturas a las que la cultura dominante habría subvaluado como una forma de someter y dominar a sus miembros. El multiculturalismo es entonces la reivindicación de esas culturas sometidas y devaluadas que ahora reclaman ser tratadas con respeto y con igualdad. Todas esas formas de identidad subrayan algún factor que favorece la dominación —la etnia, el género, la preferencia sexual— a la que se denuncia con el mismo énfasis con que se le reivindica como forma de identidad. Todo esto configura, poco a poco, un extraño fenómeno consistente en que la identidad queda atada a alguna forma de daño que convierte al sujeto en víctima y a la condición de víctima en la fuente de reclamos


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