Ideas periódicas. Carlos Peña

Ideas periódicas - Carlos Peña


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fue aprobado.

       El 29 de Marzo de 1960, desplegado en la página 25 del The New York Times, apareció el anuncio que llevaba la firma de 64 personalidades entre las cuales estaban Sammy Davis Jr y Eleanor Roosevelt. Llevaba por título Heed Their Rising Voices (Presta atención a sus voces que se elevan) una frase tomada de un editorial del propio periódico del 19 de marzo que el aviso citaba textual en la esquina superior derecha. «Como todo el mundo sabe —comenzaba diciendo la parte central del aviso— miles de estudiantes negros del sur están comprometidos en una amplia protesta no violenta en favor de la dignidad humana garantizada por la Constitución…». Sin embargo, continuaba, han sido recibidos por «una ola de terror sin precedentes». Uno de los párrafos relataba cómo la policía rodeó el campus de la Universidad Estatal de Alabama y encerró a algunos estudiantes en el comedor «para intentar rendirles por hambre». El texto mencionaba a los «sureños que infringían la Constitución». Y sin nombrar a nadie en particular denunciaban que Martin Luther King había sido amedrentado con violencia e intimidación. Incluso, agregaba, han atentado contra su vida y la de su mujer e hija mediante una bomba.

       Fue ese el comienzo de un conflicto que marcó un hito en la libertad de expresión y amenazó de paso la propia existencia de The New York Times.

       La circulación de The New York Times alcanzaba por esos días a 650.000 copias y de ellas apenas unos cientos llegaron a suscriptores de Alabama. Entre ellos se encontraba un periódico local que el día 5 de abril de 1960 describió el aviso y su contenido firmado, decía, por un «grupo de liberales». El periódico local subrayó especialmente la parte donde se decía que los estudiantes habían sido encerrados para rendirlos por hambre.

       Los hechos que el aviso relataba y que el periódico local se encargó de citar, y otros peores, ocurrían, por supuesto, en Alabama por aquellos años inflamados de intolerancia. Pero la información que contenía el aviso del prestigioso The New York Times resultó ser, en este caso, falsa. Sullivan —el comisionado de quien dependía la policía— demandó al diario por difamación, por ensuciarlo indirectamente con mentiras. El gobernador de Alabama John M. Patterson, por su parte, quien cumplía funciones en el Consejo Educativo, hizo lo mismo. El diario se exponía a una demanda por daños que ascendía a tres millones de dólares. La ley que contemplaba la responsabilidad por difamación permitía hubiese una retractación formal. En este caso la hubo respecto del gobernador Patterson. The New York Times dijo que las afirmaciones factuales que el anuncio contenía estaban en una inserción y no habían sido reporteadas por su periodistas y que el diario tampoco había dado a entender, en modo alguno, que las avalara. Agregaba que no había imputaciones personales en el aviso. Y en cualquier caso declaraba que ningún lector de buena fe leería en el aviso una imputación al gobernador a quien daba, además, excusas.

       Sullivan entonces demandó por difamación por medio millón de dólares a los ministros religiosos que aparecían firmando el aviso y al periódico.

       El juicio (a pesar de los alegatos de The New York Times de que no podía ser llevado ante una Corte de un estado que no era el suyo y con el que no tenía vínculos sustantivos) se llevó a cabo y comenzó con la elección del jurado de un panel de 36 candidatos de los cuales apenas dos eran de color. Luego de la presentación del caso y la declaración de los testigos para probar la difamación alegada, el jurado ocupó dos horas y veinte minutos para decidir el caso a favor de los demandantes. Acabó en una condena para el diario. Podemos imaginar a Sullivan satisfecho luego de ese fallo que, sin duda, reparaba en parte su reputación y la de la policía que él debía indirectamente supervisar. La Corte de Alabama confirmó ese fallo, agregando que The New York Times había mostrado «irresponsabilidad» al incluir material que si lo hubiera verificado concienzudamente habría advertido que contenía falsedades. La libertad de expresión, concluyó, no ampara expresiones difamatorias.

       The New York Times entonces parecía no tener salida. Esos montos de indemnización, gigantescos para la época, inhibirían el futuro de la libertad de expresión y al mismo diario. Había sin embargo una alternativa. Ella consistía en lograr que la Suprema Corte revisara el caso. Para ello el diario alegó que la ley de Alabama era contraria a la Primera Enmienda. En el derecho estadounidense la Suprema Corte escoge los casos que considerará. Fue lo que ocurrió en esta ocasión cuando los abogados del periódico citaron casos de fines del siglo XVIII que Jefferson había amnistiado por considerar que eran contrarios a la libertad de expresión. La Corte decidió verificar si la ley de Alabama era o no acorde con el derecho a la libertad de expresión.

       La Suprema Corte consideró que las leyes en las que se basaba el fallo de Alabama violaban la libertad de expresión a la que The New York Times tenía derecho.

       Es un fallo, a primera vista, sorprendente. ¿Acaso el periódico no había mentido salpicando así la honra de Sullivan? ¿Por qué entonces dejarlo exento de toda responsabilidad? En tiempos en los que, en nuestro país, se comienza a descreer de la prensa —y el debate sobre la protección de las identidades puede acabar inhibiéndola— quizá resulte útil analizar algunos de los argumentos que la Corte esgrimió entonces para no condenar a The New York Times. Quizá, así, podamos aprender algo de las relaciones que, en una sociedad abierta, existen entre la prensa y la verdad.

       La prensa, se dijo en este caso, carece de responsabilidad cuando, sin más, difunde o extiende informaciones falsas respecto de funcionarios públicos. Una regla de responsabilidad podía, en esos casos, ser intolerable para la libertad de expresión. «Obligar, dijo la Corte, al crítico de la conducta oficial a garantizar la verdad de todos los hechos que alega —so pena de una condena— lleva a la autocensura». Es cierto que la libertad de buscar y difundir información relativa a funcionarios públicos puede llevar a excesos, como los que tuvo que padecer el ofendido Sullivan (a quien se acusó nada menos de querer rendir por hambre a un puñado de estudiantes); pero, dijo la Corte, «a pesar de la probabilidad de que se cometan excesos y abusos, la libertad de expresión es, a largo plazo, esencial para la opinión esclarecida y la conducta correcta de los ciudadanos de una democracia». Bertrand Russell —al igual que Stuart Mill, un ardiente defensor del principio de libertad— había dicho, al ser condenado por un tribunal de Nueva York a resultas de la educación sexual que impartía, que en una sociedad democrática había que aceptar que los demás pudiesen, a veces, herir nuestros sentimientos. El daño a la autoestima, a la propia imagen y al crédito que los demás han puesto en nosotros, constituye, según lo muestran las palabras de Russell, un costo que debemos aceptar a cambio de contar con libertad. Los jueces Golberg y Douglas concurrieron a la decisión y dijeron además que en su opinión:

      La Constitución otorgan al ciudadano y a la prensa un privilegio absoluto e incondicional para criticar la conducta oficial, a pesar del daño que pueda derivarse de los excesos y abusos. El preciado derecho estadounidense de «decir lo que se piensa» (…) sobre los funcionarios y los asuntos públicos necesita «un espacio de respiración para sobrevivir» (…). El derecho no debe depender de que el jurado indague en la motivación del ciudadano o de la prensa. La teoría de nuestra Constitución es que todo ciudadano puede decir lo que piensa y todo periódico puede expresar su opinión sobre asuntos de interés público, y no se le puede prohibir que hable o publique porque quienes controlan el gobierno piensen que lo que se dice o escribe es imprudente, injusto, falso o malicioso. En una sociedad democrática, quien asume actuar para los ciudadanos en una capacidad ejecutiva, legislativa o judicial debe esperar que sus actos oficiales sean comentados y criticados. En mi opinión, esta crítica no puede ser amordazada o disuadida por los tribunales a instancia de los funcionarios públicos bajo la etiqueta de difamación.

       ¿Significaba esto que la prensa era irresponsable a todo evento por la difusión de informaciones falsas relativas a quienes ejercen cargos públicos? En ningún caso, dijo la Corte, pero la cautela a que la prensa está obligada cuando se trata de funcionarios públicos es menor que la que pesa sobre ella en otras ocasiones. The New York Times —el periódico donde se habían imputado barbaridades a Sullivan— debía responder si y solo si difundió información falsa con «real malicia» o con «indiferencia temeraria» respecto de la verdad. El mero descuido no generaba responsabilidad alguna para la prensa. Esta es, sugirió la Corte, la única forma en que la información puede circular libremente y hacer el escrutinio de


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