Ideas periódicas. Carlos Peña

Ideas periódicas - Carlos Peña


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pero una cosa es identificarlos de esa manera y otra erigirlos en fuentes de la propia identidad y reclamar para que se los proteja contra el discurso ajeno. Allí donde el lenguaje habitual de una democracia liberal veía a ciudadanos discriminados en virtud de factores adscritos como la etnia, el género, la preferencia sexual y luchaba contra ellos, la nueva política prefiere ver a múltiples identidades sometidas por el poder y cuyo sometimiento se eternizaría gracias al lenguaje.

       Así, la lucha política se traduce en una lucha por la admisión de las diferencias en el espacio público y por un trato igualitario hacia ellas. Si en el ideario liberal existía la lucha por la privacidad, en la política de la identidad es al revés: la publicidad, el derecho a comparecer en la esfera pública exhibiendo la propia forma de vida y los propios valores poniéndolos a salvo de toda crítica, es el objetivo. El problema es que como el lenguaje es la institución social por excelencia, él es entonces el primero que debe ser corregido sustituyendo las expresiones que se juzgan desdorosas por otras neutras, o aquellas que ocultaban algún rasgo identitario por otras que lo exhiban.

       Es este un rasgo que al parecer se acentúa en las sociedades contemporáneas.

       En las sociedades modernas se produce lo que se ha llamado una fuerte individuación y un florecimiento de las fuentes de identidad personal. En las sociedades que se modernizan el individuo desapega o desancla su biografía y comienza a imaginarse como fruto de sí mismo. Pero como nadie puede sostener su existencia en andas, en sus propios brazos, el sujeto que se concibe como el simple fruto de su yo, muy pronto se ve en la necesidad de reclamar para sí una identidad que lo excede. Se adscribe entonces a un colectivo o grupo que se elige más o menos reflexivamente a la vista de los valores, la narrativa o la memoria que lo cohesiona. Y entonces a partir de allí los valores, la memoria, la narrativa en torno a la cual el grupo se define a sí mismo, pasa a formar parte de la identidad personal de quien decidió adscribir a él. Luego cualquier punto de vista que lesione o desmedre los valores del grupo, es percibido y presentado como una lesión o desmedro del individuo que lo eligió, quien entonces argumentando su propia dignidad personal exige que el discurso ajeno tenga límites.

       Se trata, como se ve, de una paradoja. En las sociedades más tradicionales donde el sujeto vive su identidad como una cosa natural, recibida o heredada o amalgamada consigo mismo, ese fenómeno no se plantea porque el sujeto no vive reflexivamente su identidad, es decir, no la sostiene mediante la afirmación explícita de los valores que la conforman, simplemente los vive. Pero allí donde la identidad es construida o elegida reflexivamente, como se invita a hacerlo al individuo contemporáneo, cualquier mención que se juzgue desdorosa, o perjudicial o que se crea desmedra los valores o la memoria o la narrativa de esa identidad elegida, se percibe como un ataque a la dignidad inviolable de la propia personalidad.

       El resultado es que los derechos humanos experimentan una extraña transformación. Originalmente inventados o descubiertos (ese es un dilema que podemos por ahora dejar en paréntesis) para proteger al individuo y en contra de las tesis que hoy se identifican con el multiculturalismo, comienzan ahora a expandirse hacia los distintos grupos cada uno de los cuales, por mediación de los individuos que los integran, comienzan a esgrimirlos en defensa del grupo y sus particularidades. De esta forma la sociedad abierta compuesta de ciudadanos es, poco a poco, transformada en un conglomerado de identidades diversas que arriesga establecer fronteras invisibles al lenguaje y a desplazar la tradicional noción de ciudadanía como una condición de pertenencia a una comunidad política con prescindencia de la etnia, el género, la preferencia sexual, los gustos alimenticios, etcétera. Antes que ciudadano se principia a ser miembro de una minoría cuyas características se defienden ante todo en el plano simbólico que es, por excelencia, el lenguaje.

       ¿A qué puede deberse esa extraña paradoja consistente en que, en una época donde la comunicación se expande, el contenido del discurso parece enfrentar límites invisibles como si se le intentara domesticar?

       Como casi siempre ocurre con las cosas humanas, se trata de factores intelectuales o, mejor aún, de malentendidos intelectuales que se han expandido en la cultura y en sus instituciones.

       Un primer factor es, desde luego, lo que pudiera llamarse (tomándolo del título de un famoso ensayo de Georg Lukács) el asalto a la razón. Lo que todavía se llama razón (no sabemos por cuánto tiempo más) se ha entendido tradicionalmente como una facultad que permite establecer hechos y convenir decisiones, saber cómo es el mundo y de qué forma debemos comportarnos en él. Los antiguos siempre creyeron que la razón humana tenía esas dos tareas. Una era la de fijar de qué estaba compuesto el mundo y cómo funcionaba. A eso lo llamaron razón teórica. La otra era decidir cómo debíamos vivir o cómo debíamos comportarnos y a eso lo llamaron razón práctica. La primera se ejercitaba mediante el método empírico y matemático; la segunda a través de un diálogo abierto, sin coacción y sin restricciones.

       Hoy día sin embargo se ha expandido la idea que la razón así concebida no es tal.

       Suele afirmarse que lo que llamamos razón es simplemente una facultad interpretativa, una forma de ver la realidad entre otras muchas posibles de manera que tanto vale (ya no como expresión cultural sino como saber) la ciencia o la tecnología moderna, como la cosmovisión de un pueblo originario. Poco importa que la primera favorezca el dominio del campo a que se refiere y haya permitido una mayor capacidad adaptativa de los seres humanos y la segunda no. Por detrás de la razón, ocultándose en ella, habría otras cosas: intereses de clase o de género, o etnocentrismo inconfesado, que se disfraza de una racionalidad aparentemente incontestable. Esta visión de la racionalidad entendida no como una facultad que permite dirimir nuestras diferencias, sino como un artificio que permite la dominación, es tal vez la dimensión principal del fenómeno que venimos examinando. Después de todo, si detrás de la racionalidad se ocultan intereses de clase, de género y diversos propósitos o estrategias de dominación, entonces parece sensato negarse a aceptar que alguien tenga la razón porque la razón no existiría. El espacio público sería un gigantesco ajedrez de engaños y estrategias donde cada grupo intenta hegemonizar el lenguaje, infectarlo con su punto de vista e imponerlo a los demás.

       Lo defectuoso de ese planteamiento salta a la vista porque la misma afirmación de que tras la razón existen intereses inconfesados que no sería posible desbrozar (de manera que todo discurso estaría infectado por ellos) sería también uno de esos casos. Y solo cabría preguntar entonces qué interés (fuera de su desprecio por la razón o la incapacidad de ejercerla) es el que lleva a esas personas a sostener que la razón no existe. No cabe duda de que la razón está muchas veces permeada por intereses ajenos a ella misma (y el punto de vista que estamos examinando es un muy buen ejemplo de eso) pero el ideal de la racionalidad siempre ha sostenido que la razón puede estar consciente de ello, sacudir esos intereses de sí y poco a poco alcanzar un punto en el que todos puedan reconocerse que es algo en lo que estuvieron de acuerdo desde Marx a Habermas pasando por todos los liberales.

       Pero no. Hoy suele creerse que la razón no existe y que somos un amasijo de intereses y de identidades que defendemos con astucia y no con la agudeza de una buena argumentación.

       Una derivación de lo anterior es lo que podría llamarse la defensa del multiculturalismo de iure y no de facto. En el mundo de hoy (y en el de siempre, aunque durante mucho tiempo se le mantuvo enterrado) no cabe duda de que coexisten diversas culturas, algunas de ellas originarias y otras derivadas de múltiples procesos de inmigración que, poco a poco, fructifican en culturas nuevas. Y no es raro que las culturas originarias den paso a culturas mestizas que, después, intenta reverdecer sus raíces. Tampoco cabe duda de que cada una de esas culturas a veces (aunque no siempre) son portadoras de una cierta visión del bien o de una determinada idea del ser humano, eso que suele llamarse una cosmovisión, o de algún principio para determinar lo que es correcto de lo que no lo es. A eso lo podemos llamar multiculturalismo de facto o, de hecho. Y como saben lo antropólogos, en esas culturas de facto los contenidos son extremadamente variados. Algunos son muy valiosos y otros no. Hay culturas que maltratan a las mujeres, por ejemplo, otras que castigan la disidencia, etcétera. Ahora bien, en el debate contemporáneo a ese multiculturalismo de facto, se le transforma rápida e irreflexivamente en multiculturalismo de iure, es decir, se considera que el contenido de cada una de esas culturas es,


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