Ideas periódicas. Carlos Peña
retroceden poco a poco y las personas comienzan a sentir que participan de un ámbito mayor donde su opinión cuenta y donde la ajena interesa. Cuando esto ocurre —la literatura sitúa el acontecimiento por el siglo XVII— aparece algo que acompaña a la sociedad moderna hasta hoy a veces como una presencia y otras como una falta: la esfera pública.
Hablar de esfera pública no equivale, como a veces se cree, a hablar exactamente de estado. Por el contrario, la esfera pública es un ámbito de la sociabilidad y la comunicación humana que está entre el estado y el mercado. Entre el súbdito y el consumidor, entre aquel que está sometido a la ley o interactúa en el mercado, se interpone un sujeto que es capaz de formular razones y de entender las ajenas y que abre el diario y procura entender lo que él contiene y una vez que ello ocurre, reacciona frente a su contenido hasta conformar eso que la literatura denomina opinión pública.
Hoy abundan los estudios de opinión pública, los diarios afirman que ellos contribuyen a formar opinión y los políticos suelen apelar, en apoyo de lo que creen o dicen creer, también a ella. Pero ¿qué es esto de la opinión pública y qué importancia, si es que alguna, posee?
En la literatura, y bajo diversas modalidades, parece haber un gran acuerdo que lo que se llama opinión pública es un poder intangible, una fuerza casi atmosférica que orienta y otras veces limita el quehacer de las personas, especialmente de aquellas que desempeñan funciones estatales o políticas. Como recuerda Max Weber, antes que la prensa se expandiera como fenómeno de masas, los periodistas debían arrodillarse en el Parlamento si cometían alguna indiscreción y traicionaban el privilegio de asistir a los debates; pero a poco andar son los miembros del Parlamento quienes se arrodillan delante de la prensa porque saben que, sin ella, o con ella en contra, la opinión pública no les dará su favor.
Ortega y Gasset —al igual que Krauss creó un periódico propio, lo llamó El espectador— se refiere a la opinión pública como un conjunto de convicciones que subyacen en el subsuelo de lo social, usos y prejuicios que orientan el quehacer de las colectividades y moldean el poder. Opinión pública para Ortega es equivalente al espíritu de una época. Cada tiempo va sedimentando poco a poco un puñado de creencias, razones fosilizadas, en las que la vida humana se instala y se despliega y a la que, sin casi darse cuenta, los individuos recurren a la hora de juzgar la vida propia y la ajena. Ortega pensó que la cultura se alimentaba de ideas y de creencias; pero mientras las primeras se tenían reflexivamente y se podía dar cuenta de ellas, en las segundas simplemente se estaba, a veces inconscientemente. Así concebida, dijo Ortega, la opinión pública es la clave de la vida política, puesto que obtiene la anuencia quien conecta con ella. Sin acompasarse a la opinión pública logrando así la obediencia tranquila, ningún poder es estable porque, agregó, gobernar es mandar y solo manda quien puede instalarse en la versión antigua o moderna de la silla curul, ese lugar que simbolizaba en Roma el poder imperial. La fuerza física o la coacción no bastan. Por eso Tayllerand habría dicho a Napoleón: «Con las ballonetas, sire, se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse sobre ellas».
¿Qué hay en la opinión pública que los diarios contribuyen a formar, para que los representantes del pueblo se arrodillen frente a ella?
Para los escritores del siglo XVII —el siglo en que la prensa está expandiéndose— la opinión pública era producto del hecho que los hombres entregaban al estado, al poder político, el poder de gobernar e imponer reglas mediante la fuerza; pero retenían para sí, observó Locke, la facultad de juzgar lo que está bien o está mal. El estado monopolizaba la fuerza, pero los individuos la opinión. Los hombres, dependiendo de la época, compartirían puntos de vista comunes acerca de lo que es mejor o peor y en base a ellos juzgarían las actuaciones del prójimo y en especial del poder. Y la fuerza de la opinión pública, pensaron estos autores, derivaba del hecho que todos los seres humanos aman «la fama y el deseo de reconocimiento» y por eso procuran adaptarse a ella. La opinión pública sería, pues, una forma de poder no coactivo, carente de fuerza, que apela al anhelo de las personas por ser reconocidas, porque se les asigne por los demás el valor que ellos se asignan a sí mismos cuando se miran, por decirlo así, al espejo. Locke prefería hablar de ley de la moda, para subrayar el hecho que allí donde existía opinión pública se trataba de ajustarse a lo que la mayoría juzgaba adecuado. Henry Louis Mencken, el periodista más influyente de Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX, dijo lo mismo de un modo inmejorable: «El test final de la verdad es el ridículo».
Un punto de vista distinto, pero igualmente influyente, es posible encontrar a fines del siglo XVIII en la obra de Kant. En el famoso escrito para La Paz perpetua Kant formula el principio según el cual toda máxima en materia política que no es susceptible de publicidad es injusta. La publicidad es aquí erigida en un test de justicia. Una forma de verificar cuán justa o no es una determinada medida o propuesta, consistiría en preguntarse si ella sería aceptada por todos bajo condiciones no coactivas y apelando a su mera racionalidad. Kant no menciona el concepto de opinión pública como tal, pero su punto de vista ayudó a configurar la idea de opinión pública como un test de racionalidad de las propuestas políticas. El político debe así preguntarse si esto o aquello que está planeando hacer o decidir fuera conocido por todos, fuera hecho público ¿sería aceptable? Hacer pública una cierta medida no significa, sin embargo, darla a conocer y esperar el veredicto de la gente (en cuyo caso el criterio se confundiría con el anterior) sino que significa someterla al escrutinio de la razón. Este autor pensaba que el individuo humano a veces usaba la razón pensando en lo que era conveniente para él atendidos sus intereses actuales (a esto lo llama uso privado de la razón) y en otras ocasiones empleaba la razón de manera estrictamente imparcial, sin interponer sus intereses (a esto lo llamó uso público de la razón). La opinión pública según este segundo punto de vista equivaldría al uso público de la razón. Los diarios entonces al formar opinión pública lo harían estimulando el ejercicio de esa forma de racionalidad.
Jürgen Habermas, muy influido por ese punto de vista, dedicó una investigación a la historia de la opinión pública.
Habermas sostiene que el capitalismo del siglo XVI no solo contribuyó a cambiar la forma de organizar y distribuir el poder político (nada menos que el surgimiento de lo que hasta hoy día llamamos Estado) sino que además habría dado origen al surgimiento de un especial ámbito de sociabilidad que, hasta ese momento, no había logrado expandirse: la esfera pública. Hasta entonces solo existía, por decirlo así, el ámbito de la autoridad (el conjunto de organismos y procedimientos mediante los que se administra el uso de la fuerza) y el ámbito de las relaciones privadas (que incluía las relaciones íntimas y las relaciones mercantiles). Entre ambas esferas, y a parejas con la aparición del diario, surgió un ámbito de diálogo y de análisis racional en que los sujetos se reunían para discutir la mejor forma de organizar la vida en común. El precipitado de esa práctica social, donde las personas someten a escrutinio la forma en que se organiza la vida en común, la llamó opinión pública. La opinión pública, para este autor no estaba allí esperando que el diario apareciera: fue el diario el que al abrir o revelar un mundo en común mediante las noticias, los rumores o el escándalo que sus páginas relatan, el que constituyó a la opinión pública.
Es probable que lo que hoy se llama «opinión pública» sea un fenómeno en el que, según los momentos de que se trate, predomina una u otra de esas dimensiones.
Por ejemplo, no cabe duda, que hay momentos (hoy son la mayoría) en los que predomina la opinión pública concebida como ley de la moda, esos momentos en que los partícipes de la vida social simplemente buscan el reconocimiento. Y hay otros en los que la vida en común (como es de esperar ocurra en un momento constitucional) se vuelve más reflexiva, como si quisiera estar a la altura del ideal kantiano. Pero fuere como fuere, la verdad es que siempre subyace a la esfera pública eso que observaba Ortega, ese sedimento de creencias que orientan inconscientemente la vida de las personas y que, cuando el político logra adivinarlas y acompasarse a ellas, se gana rápidamente su confianza.
¿Tiene algún valor específico la opinión pública?
Por supuesto que sí, sin ella la democracia no sería posible; aunque hay quienes advierten acerca de sus problemas y rozan el desdén.
Para Martin Heidegger