La muerte súbita de ego. Oscar Muñoz Gomá

La muerte súbita de ego - Oscar Muñoz Gomá


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De pronto oyó algunas risas estentóreas a la distancia. Se detuvo a escuchar mejor. Eran voces, hablaban fuerte, con carcajadas destempladas, risas de borrachos. Continuó la marcha. De pronto el silencio se convirtió en un estruendo. Una guitarra eléctrica resonó con fuerza y luego siguió un tronar de baterías. ¡Heavy rock!, pensó y una tonelada de pesadumbre cayó sobre sus espaldas. Desvió su ruta y se encaminó hacia el sitio donde se originaba lo que consideró una violación de la naturaleza. Cuando escuchó el sonido más cerca, se detuvo a observar. Buscó con la mirilla de su fusil, oculto tras algunos árboles. Vio tres figuras humanas y dos carpas en un claro, cerca del borde de la laguna. Eran una pareja de jóvenes y un hombre de su misma edad. Habían hecho una fogata y tenían un receptor de radio, de gran tamaño, que emitía esas estridencias. Vio una media docena de botellas vacías en el suelo. El rock seguía golpeando el silencio del bosque sin misericordia. Una de las figuras hacía amagos de moverse al son del ritmo. Parecían ebrios. Como un volcán en erupción emergió su rabia, incontenible. Apuntó lentamente con su fusil, primero a los rostros de cada uno, luego al receptor de radio, a las carpas. Mantuvo su observación durante varios minutos, recorriendo los rostros, escrutando el entorno. Sacó algunas balas de una caja en su mochila y cargó el fusil. Apuntó con cuidado e hizo un disparo. Entonces todo quedó en silencio.

      LA VISITA

      Dos horas antes descansaba en la sala, escuchando un cuarteto de Haydn. El día se me había hecho largo en la oficina. Varias reuniones de rutina con los equipos de trabajo que debo supervisar, nada sustantivo, me habían aletargado. El pesimismo general del ambiente económico no auguraba proyectos interesantes. Las ventas seguían mal. Decidí regresar temprano a casa, relajarme, sumirme en la música. Dejar de lado los aburridos números, los rostros angustiados de los vendedores que debían darme cuenta.

       Arlette regresó más tarde.

       -¡Llegué, Enrique!- fue un anuncio a la distancia más que un saludo-. Vengo con trabajo que terminar.

      Me entregué a una semi-inconsciencia. Las notas juguetonas de Haydn masajeaban mis neuronas. Los cambios de movimientos me traían de vez en cuando de vuelta a la realidad. Empecé a sentir frío.

      Me incorporé para preparar algo de comer. Supuse que Arlette seguía corrigiendo pruebas de sus alumnos. No soy buen cocinero, pero sé lo que hay en el refrigerador y puedo escoger y combinar algunas cosas preparadas, sin demasiadas exigencias. Saqué unos fiambres, preparé una ensalada con abundante aceite de oliva, calenté el pan.

      Escuché el timbre. Alguien tocaba con insistencia. Me extrañó, porque no esperábamos a nadie y aunque no era tan tarde, ya era de noche. Abrí la puerta.

       -¡Ricardo!- exclamé-. Hice un amago de sonrisa de bienvenida, pero no me causaba ningún placer verlo.

      Guardé silencio, en el umbral de entrada, esperando alguna explicación. Hacía años que no sabía nada de él, por lo que a la incomodidad de tenerlo en la puerta de mi casa, se añadía la sorpresa de su visita.

       -¡Hola, Enrique!- me dijo-. Perdona la impertinencia de tocar a esta hora. ¿Me permites entrar?

       -Por supuesto, adelante- lo dejé pasar-. ¡Vaya sorpresa! ¡Qué años que no te veía! ¿Qué te trae por estos lados?

       -Pasaba por aquí y pensé que era una buena oportunidad de saber de ustedes. Es cierto, ha pasado tiempo sin vernos.

       -Así es. Mira, voy a llamar a Arlette. Todavía trabaja. Tú sabes, la época de las pruebas en los colegios. Siéntate, ya vengo.

       Subí al cuarto de Arlette.

       -Adivina quién está- la desafié con un dejo de ironía.

      Me miró con expresión de cansancio. Los ojos hundidos, el cabello revuelto, ya no era la joven belleza de hacía cinco años, pero estaba muy bien. Sentí un orgullo que fuera mi mujer. Sobre su mesa, rumas de páginas escritas la esperaban. La lámpara de mesa brillaba fuerte en la penumbra de la habitación.

       -Adivina- le insistí.

       -Quique- su voz fue un ruego-. Mira, estoy en otra. Tengo que terminar con estas pruebas. No estoy para adivinanzas, ni menos para visitas.

       -Tu ex.

       -¿Mi ex? ¿Qué quieres decir?-. Sus ojos se abrieron.

       -Tal cual. Ricardo está abajo.

      Suspiró profundo. Dejó el lápiz rojo y los papeles, pero permaneció sentada.

       -No lo puedo creer. ¿Qué hace aquí?-. No expresaba molestia, sino más bien cierta ansiedad.

       -No sé. Dijo que pasaba por acá y decidió saludarnos. Es raro, ¿no?

       -Ahora bajo. Ya voy.

      Me dirigí a la sala. Ricardo estaba de pie mirando una pequeña escultura que yo había comprado hacía poco. Le ofrecí un trago.

       -Una cerveza estará bien.

       -¿Cómo estás? ¿Qué ha sido de tu vida?- le pregunté, más por romper el silencio que por verdadero interés en su respuesta. Aunque me llamó la atención verlo bastante bien, físicamente. Buena pinta, buena postura. Se veía más atractivo que el recuerdo que tenía de él.

       -La vida sigue su curso- una respuesta sin compromiso, pensé-. He viajado, he hecho de todo un poco. No me quejo. Ahora último las cosas están más complicadas.

      Para ganar tiempo fui a la cocina a buscar algo para picar. ¿Por qué no bajaba Arlette? Ricardo era su problema, no el mío.

      Escuché sus pasos en la escalera. Decidí demorarme más en la cocina, haciendo esto y aquello. No podía evitar escuchar su conversación en la sala.

       -Ricardo, ¿qué haces aquí, por el amor de Dios?-. Noté cierta excitación en Arlette. No me pareció un saludo entre quienes no se han visto en mucho tiempo.

       -Mira, disculpa la intromisión-. Ricardo bajó la voz y siguió una conversación que eran murmullos. No logré oír bien.

      Me sentí molesto. Saqué un cigarrillo y lo encendí. No quería regresar a la sala. Casi podía ser yo el intruso ahora.

      Volví con una bandeja de almendras y queso, la cerveza para Ricardo, una botella de vino y los tres vasos. Quedé casi estupefacto cuando vi a Arlette. Hacía unos minutos estaba deslavada, ojerosa y con expresión de agotamiento. Esta Arlette era otra. Se había pintado, arreglado su pelo y cambiado la blusa. Estaba magnífica, aunque con cierta preocupación en sus ojos.

       -Quique, Ricardo está en apuros- me dijo, con voz inquieta-. Necesita ayuda.

      Me sobresalté, porque esto sugería problemas también para nosotros. Era lo último que necesitaba. Puse cara de pregunta.

       -Perdona Enrique- intervino Ricardo-. No habría venido a molestarlos si no tuviera urgencia. Pero la verdad es que la policía anda detrás de mí. Me buscan. Hasta ahora he logrado evitarlos, yendo de lado a lado. Ya no tengo muchas alternativas.

       -A ver, explícate. ¿Qué pasa? ¿Por qué te buscan?-. Esto ya comenzaba a molestarme mucho más.

       -Mira, no es fácil de explicar, pero te aseguro que soy inocente. La cuestión es que en la empresa donde trabajo pusieron una denuncia en mi contra por fraude. Soy el contador de la empresa. Pero es una trampa. Estoy seguro. De hecho, yo sospechaba del gerente y comencé a hacer una pequeña investigación, por mi cuenta. Pero las cosas se precipitaron. Es probable que descubriera mis sospechas y se anticipó a denunciarme, con una acusación de facturas falsas. Son varios miles de millones los que están en juego. Si me detienen no voy a poder demostrar mi inocencia.

       -Y ¿qué quieres que hagamos?

       -Sólo necesito que me dejen pasar la noche aquí. No puedo volver a mi casa. Nadie sospechará que estoy con ustedes. En la mañana, temprano, un amigo me sacará de la ciudad, lo que me dará más tiempo para reivindicarme.

       -Ricardo,


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