La muerte súbita de ego. Oscar Muñoz Gomá
pero lo que realmente se valoraba en el ambiente era la calidad de los análisis, las conclusiones, las contribuciones teóricas.
A la indignación, comenzó a acosarlo la angustia. El frío volvió a atormentarlo. La detención del motor significó que también la calefacción desapareció. ¿Por qué no dejó el motor andando? Se sentía muy vulnerable. ¿Cómo diablos se metió en esa situación? No se veía un alma, todo era descampado, una combinación de manchas blancas y oscuras. De la angustia pasó al terror. ¿Sería posible que estuviera cerca de su final? Pensó en su familia, su esposa y dos hijas, sus nietos. ¿Sería posible que les faltara por una torpeza menor? Eran una familia muy unida y se cuidaban entre ellos. Se amaban profundamente. Le aterró la idea de que lo perdieran. La inmovilidad de estar sentado en ese lugar inhóspito le pareció que era lo peor que le había pasado. Debería moverse, caminar, activar su organismo. Se bajó del auto y sintió las ráfagas de viento cortando su rostro como hojas de afeitar. Le dio a su bufanda varias vueltas en torno a la cabeza, tapándola casi por completo.
Comenzó a caminar a paso rápido. En pocos minutos sintió que se le escapaban lágrimas, pero que inmediatamente se convirtieron en hielos duros. Herían sus ojos. También sintió hielos en torno a su boca. Era su aliento que se transformaba también. Todo su cuerpo comenzó a congelarse, especialmente sus pies y sus piernas. Mantuvo el ritmo de sus pasos, sin saber ya adónde se dirigía. Pensó que quizás si encontrara un bosque, podría ser menos helado que la intemperie en que estaba. Divisó la mancha oscura y avanzó hasta llegar a un bosque. Los ojos congelados apenas le permitían alguna visión. Ante los primeros árboles salió del camino y se internó. Efectivamente, el frío disminuyó levemente, pero le pareció que más podía ser fruto de su imaginación. La superficie bajo el bosque no le hizo las cosas menos difíciles. Sintió que se movía con dificultad, sus miembros no le obedecían. Su mente estaba confusa y ya no razonaba bien. Perdió la noción del tiempo que había transcurrido desde que se bajó del auto. De pronto sus pies tropezaron con un tronco. El piso cedió y se desplomó como bulto inerte.
Al día siguiente, la policía no tardó mucho en encontrar el cuerpo de Schmidt. Williams la había alertado, no debía estar muy lejos del lugar donde quedó su automóvil. Comprobado el deceso, hecha la autopsia y una inspección superficial al vehículo, el inspector Davies emitió el informe preliminar indicando muerte accidental, provocada por hipotermia. Unos hechos lamentables se encadenaron para llevar a tan infausto resultado. La comunidad académica estaba anonadada. Incluso los medios internacionales dieron cuenta de ellos, considerando la reputación del profesor Schmidt.
Davies era un hombre corpulento, de gruesos bigotes y barba bien cortada. Debía tener poco más de cincuenta años. Sabía que estaba muy lejos de que todo estuviese aclarado. Es cierto que en los inviernos tan crudos como el que tenían en ese momento, no era infrecuente que algunas personas murieran de hipotermia. La noche los pillaba desprevenidos, o borrachos, a menudo. Pero no era el caso. El profesor quedó solo en el camino, en un coche averiado y el conductor se había ido en busca de ayuda. ¿Qué le molestaba? Las probabilidades de ocurrencia de esos hechos, de algunos condicionantes más bien. El pinchazo del neumático. Posible, pero poco probable. En todo caso pediría requisar el vehículo para examinarlo en detalle. El alejamiento del conductor para pedir ayuda, según dijo. Muy probable. Obvio casi. Pero, ¿por qué no regresó? En su versión, se sintió desfallecer después de algunos minutos de correr y golpeó en la primera casa que encontró. Su desmayo en la misma puerta de la casa y su traslado al hospital más cercano, sin haber podido articular palabras, eran hechos comprobados. La familia que lo ayudó corroboró la versión. Pero, ¿por qué no estaba la gata en el vehículo?
Tendría que conversar más largo con él. Antes decidió hacer algunas averiguaciones y entrevistas. Primero fue a conversar con el anfitrión de la cena en honor al profesor Schmidt y director del departamento de ciencias políticas para recabar los antecedentes académicos de Williams y el tipo de trabajo que estaba realizando. Al salir, habló con la secretaria, quien resultó ser una persona locuaz y amiga de la chismografía. Tendría que separar los hechos de sus opiniones muy personalísimas, que no eran favorables a Williams. Regresó a su despacho para examinar sus notas y ordenarlas. Llamó a su ayudante y le encargó dos gestiones muy concretas: pedir un informe a la universidad de Princeton sobre el rendimiento académico de Williams y, en particular, averiguar si tuvo alguna relación con el profesor Schmidt, de cualquier carácter que pudiera ser. El segundo encargo fue obtener un informe detallado del estado mecánico del automóvil de Williams y del tipo de gata que correspondía.
Dos días después Davies ya tenía toda esta información y algunas ideas comenzaron a tomar cuerpo en su mente. Decidió que era tiempo de ir a hablar con el propio Williams a su domicilio. Le habían dado tres días de licencia para recuperarse de la hipotermia. Se hizo acompañar de dos policías de uniforme. Williams vivía solo y se sorprendió cuando vio al inspector Davies.
-¿Todavía haciendo indagaciones? ¿No quedó claro que la muerte del profesor fue un accidente?- le preguntó una vez que el inspector le explicó el motivo de su visita.
-Bueno, aparentemente así fue, pero aún tenemos que aclarar algunos detalles de las circunstancias que rodearon su muerte. Como comprenderá, es muy importante que yo tenga su relato. Así es que, por favor, ¿por qué no me cuenta cómo ocurrió todo?
Williams comenzó a hablar con mucha seguridad. Repasó los hechos. Le explicó al inspector que una vez comprobado que no podía cambiar la rueda, corrió a toda prisa para regresar a la casa del director del departamento. Él era un experto corredor. Lo hacía desde joven, de modo que no tuvo dudas al respecto, a pesar del frío que hacía.
-¿Por qué en vez de ir a la casa del director del departamento, usted cambió la ruta y fue a pedir ayuda en un lugar que no conocía?
-Para ser franco, inspector, el frío era tan grande, mayor de lo que me imaginé, y sentí que no lograría llegar. Entonces vi una casa con luz encendida y me fui directo a ella. Me costaba mucho respirar. Alcancé a golpear la puerta y me desmayé. No recuerdo más.
-La gente de esa casa afirmó que usted dijo algunas palabras, aunque inconexas. ¿No recuerda nada en absoluto?
-Lo siento, nada. No sé qué pueda haber dicho.
-Mmmm- musitó el inspector-. Volvamos un poco atrás. Lo más grave del asunto es que su vehículo no tuviera la gata. ¿Cómo explica eso?
-La única explicación es que me la sacaron. Hace una semana les presté el coche a unos amigos del extranjero que andaban por aquí. Me lo devolvieron, pero no me advirtieron que faltara algo. No me preocupé de revisar.
-Tendremos que comprobar eso. Pero, ¿sabe señor Williams? Hay algo mucho más grave que tiene que explicar. En el lugar de la panna encontramos algunos clavos retorcidos. Medio ocultos por la nieve, pero suficientemente descubiertos como para pinchar un neumático.
-¡Qué extraño! ¿Quién podría haber hecho eso?
-Es la misma pregunta que nos hacemos, aunque tenemos algunas hipótesis. Pero ahora quiero hacer un registro de su casa, si me lo permite.
Williams se sobresaltó.
-¿Por qué? ¿Qué busca? ¿Y tiene alguna orden judicial?- preguntó con cierta agresividad.
-La tengo, aquí esta.
-Adelante, no tengo nada que ocultar- contestó con cierta sorna.
Davies les ordenó a los dos policías iniciar el registro. Efectivamente, en la casa no hubo nada de interés para la investigación. Entonces le pidió ir al garaje.
-¿Y para qué?- insistió Williams-. No hay más que trastos viejos.
-Permítame decidir a mí.
Fueron al garaje y Davies revisó cuidadosamente el cachureo que había. Vio una pequeña alacena, bloqueada por un biombo. Lo retiró, abrió las puertecillas y ahí estaba, la gata inexistente.
-Señor Williams, queda usted arrestado por provocar un accidente doloso con resultado de muerte.