La Conquista en el presente. Jorge Comensal
los inicios de la guerra de Independencia se impuso en México un relato público, un mito fundacional que conectó la emancipación de España con el tiempo anterior a la Conquista, pero omitiendo en el proceso a los descendientes de los pueblos indígenas. Como explicó Luis Villoro, los criollos de primeros del siglo xix se contaron que su nueva nación era la continuación directa de las naciones precortesianas, aunque eso no implicó nunca que pensaran que su sociedad conectaba con las de los indios con los que de una u otra forma coexistían en el territorio nacional. No hubo en la construcción de ese relato “una reiteración material de lo indígena”; no fueron “sus contenidos sociales y espirituales los que se pretend[ía] reivindicar”, sino el hecho de que, como el México que los criollos buscaban construir, ese tiempo estaba también libre del yugo peninsular.4
Desde entonces, la construcción de la nueva nación y su desarrollo posterior siguieron adelante sin los pueblos indios, y más bien contra ellos. Tras la Independencia se mantuvieron las guerras contra los pueblos rebeldes, y a mediados del siglo xix se aprobaron normas como la Ley Lerdo, que buscaba abiertamente acabar con la propiedad comunal de la tierra y deslindar los territorios indígenas.5 Inclusive la Revolución de 1910, en la que los pueblos indios jugaron un papel importante, los pasó de largo, aunque abriera la puerta a la restitución de sus tierras y la reconfiguración de sus formas de gobernanza. De hecho, en la Constitución de 1917 ni siquiera se menciona a los indígenas mexicanos.6
Hizo falta un alzamiento armado —el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994— para obligar a México a escuchar la voz de los pueblos indios, y ha hecho falta un cuarto de siglo de movilizaciones posteriores, sea en defensa del agua y del territorio, de la autonomía y autodeterminación o de la biodiversidad y agrobiodiversidad, para que el Estado reconozca al menos en parte su complicidad con el colonialismo. El gesto de López Obrador, sin embargo, no está exento de riesgos y problemas.
Por un lado, cuando se repasan los atropellos sufridos por los pueblos indígenas en estos quinientos años transcurridos desde la captura de Cuauhtémoc lo dicho por el mandatario al pedir disculpas por las atrocidades cometidas contra el pueblo maya parece muy poca cosa. En el mensaje pronunciado en mayo de 2021 en Felipe Carrillo Puerto —la antigua Chan Santa Cruz de los mayas alzados contra el Estado mexicano a mediados del siglo xix y hasta principios del siglo xx— López Obrador puso el énfasis en las guerras, pero dijo poco de los trabajos activos y no por desarmados menos violentos para mexicanizar o desindigenizar a los pueblos indios. El presidente de la República mencionó apenas por encima el hecho de que el Estado posrevolucionario ha sido también un Estado colonialista y, sobre todo, prometió “jamás olvidar” a los pueblos indios,7 pero eso no implica que su acción sea más democrática que lo visto durante la historia de México.
Como se documenta en este volumen, el colonialismo no terminó con la partida de los virreyes, sino que se mantuvo tras la Independencia. Podría decirse incluso que la consolidación del Estado, conseguida por fin en los años posteriores a la Revolución de 1910, recrudeció dicho proceso. Mencionar apenas de pasada la marginación y el abandono al que se sometió intencionalmente a todos los pueblos indios —y no solamente a los yaquis y a los mayas—, las campañas educativas en contra de las lenguas autóctonas, el racismo todavía tan prevalente, es abrir en falso las puertas del relato público sobre la historia nacional.
Por otra parte, si el Estado ha de pedir seriamente perdón por los atropellos cometidos, las disculpas deberían ir acompañadas por un proceso participativo e incluyente de construcción de una memoria colectiva y un relato público nacional —o, más bien, plurinacional—. Para que el proceso sea realmente significativo debe incorporar a los pueblos indios como autores de ese nuevo relato y no contemplarlos solamente como receptores a los que se incluye sin consultarlos.
Ese proceso debería también ir acompañado de acciones concretas y de un cambio en la forma de actuar del Estado. Hasta ahora, por ejemplo, la única forma en la que se da voz a los pueblos indios en los proyectos y programas de desarrollo es abriendo la posibilidad de que acepten o rechacen las opciones que se les ofrecen desde arriba, poniendo ante ellos una única alternativa: no recibir nada o recibir lo que se construyó sin ellos. Actuar con honestidad y coherencia en contra del colonialismo sería ir mucho más allá y construir esas opciones con ellos y desde abajo. Como ha pedido en otros espacios la autora de uno de los textos de este libro, Yásnaya E. Aguilar Gil, “antes de proceder habría que escuchar” y pensar y diseñar los caminos de desarrollo en los territorios indígenas de la mano con esas poblaciones.8
Tampoco se puede ignorar que poner el énfasis en los atropellos del porfiriato sin dar el lugar que corresponde a los esfuerzos de resistencia es reducir a los pueblos indios a víctimas de la historia, ocultando el protagonismo que tuvieron. En justicia, habría que obrar en sentido contrario y, siguiendo de nuevo a Enzo Traverso, reconocerlos como vencidos antes que pintarlos como víctimas.9
La diferencia entre uno y otro término no es poca cosa. Donde la víctima es objeto de un ataque, el vencido es sujeto de una lucha. Si la víctima padece la acción de otro, el vencido es el sujeto de la acción propia, aunque dicha acción no haya tenido éxito. Los pueblos indios han sido por encima de todo actores y protagonistas de su historia, aunque en el relato nacional se les haya relegado a un segundo plano y a la pasividad de personajes de reparto.
La guerra de Castas y la del Yaqui son apenas dos episodios en una larga historia de resistencias y rebeliones que han atravesado todo el territorio nacional y que lo mismo han tomado la forma de levantamientos armados en la Sierra Gorda de Querétaro que de estrategias soterradas de defensa de las culturas propias y de subversión de las impuestas entre los zapotecos oaxaqueños o los nahuas poblanos. Pasar por alto todo esto en la construcción de la nueva narrativa y poner, como se ha planteado, el énfasis en lo sufrido y no en lo peleado sería faltar a la verdad.
En la coyuntura actual, de agotamiento de la legitimidad del orden reciente y de vacío de alternativas hacia el futuro, se abre la posibilidad de dejar definitivamente atrás el presentismo impuesto por el neoliberalismo y dar al pasado la importancia que tiene. Al hacerlo, a su vez, se abre la oportunidad de construir un relato incluyente, plural y democrático que permita transformar al Estado y la sociedad mexicanos y desterrar de ambos la herencia y la inercia coloniales.
II.
Los textos aquí reunidos buscan abonar a esa tarea de recuperación de la historia y de reconstrucción del relato nacional poniendo en cuestión la imagen que tenemos de la Conquista y la colonia en México, nuestra relación con esos hechos y las ideas que heredamos y que nos hemos formado sobre sus protagonistas. Desde distintas perspectivas, van todos a la raíz de ellos, haciendo preguntas muy elementales y, por lo mismo, muy pertinentes.
El primero de estos textos lo firma la lingüista e intelectual mixe Yásnaya E. Aguilar Gil y plantea una interrogante que pega en los cimientos mismos de nuestra concepción de México y de su historia: ¿quién fue conquistado ayer y quién es hoy quien puede asumirse como heredero de los pueblos sojuzgados en 1521 y los siglos siguientes?
En su respuesta, Aguilar Gil asume la perspectiva del ángel de la historia del que hablaba Walter Benjamin, el Angelus Novus que Paul Klee pintó con los ojos como platos y la boca muy abierta, vuelto el rostro hacia el pasado. “Allí donde nosotros vemos un encadenamiento de hechos”, decía Benjamin, “él ve una única catástrofe que acumula incesantemente una ruina tras otra, arrojándolas a sus pies”.10 Donde la historia oficial mexicana presenta una sucesión de episodios guerreros que asuelan a un pueblo conquistado por los españoles que luego se emancipó de ellos, ella encuentra un único proceso de conquista, colonización y exterminio que afecta a pueblos muy distintos.
El texto pone la mira en la exigencia por parte de López Obrador de que el Estado español pida disculpas por la Conquista, pero ofrece también una nueva clave de lectura de la historia y del presente del país que va mucho más allá. El exterminio de los lacandones en los siglos xvi, xvii y xviii, la terrible injusticia del confinamiento de los rarámuris en lo más agreste de la sierra Madre y su abandono por parte del Estado y los estragos del modelo extractivista que tanto dolor ha causado a campesinos de todas las identidades