El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera Buedo

El fuego de la montaña - Eduardo de la Hera Buedo


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«Con el agua racionada, él les cedía su parte. Daba siempre ejemplo de entrega, de valor, de inteligencia y de energía»[109]. ¿Era verdaderamente Foucauld aquel generoso y encendido soldado? ¿Era el mismo a quien sus superiores habían reprendido tantas veces?

      El 2 de octubre de 1881 escribía, de nuevo, a su amigo Gabriel Tourdes. Leyendo esta carta, fácil es adivinar dónde tenía puesto su corazón el joven Charles: «Me han vuelto a destinar justamente a África como había solicitado, mas no precisamente en el regimiento que yo quería (...); pero, en fin, no he perdido gran cosa viniendo aquí, pues desde hace tres meses y medio que estoy en el 4º de Cazadores de África, no he dormido dos noches bajo techado (...) Es muy divertido: la vida de campamento me gusta tanto como me disgusta la de cuartel...»[110].

      La expedición que el ejército llevó a cabo en Orán, duró diez meses. Después, el soldado Foucauld fue destinado a Màscara, siempre en el Orensado. Es el mismo Laperrine quien señala que, por entonces, comenzaban ya a cautivarle los árabes, su vida y sus costumbres. Hasta el punto que empezó a estudiar su lengua. África se le abría como un continente fascinante, digno de ser explorado...

      ¿Qué le quedaba a Foucauld del pasado libertino y frívolo? Apenas nada. Un cierto snobismo y una pulcra edición del más famoso de los poetas cómicos de Atenas: Aristófanes. ¿Y Dios? Dios cada vez estaba más cerca del inquieto Foucauld. Él, entonces, no lo sabía. Seguía sin fe. Pero la gracia, el don de Dios, le asediaba por todas partes. Será precisamente en África, en el silencio de sus desiertos y rodeado de la profunda religiosidad de sus gentes, donde Charles, poco a poco, irá tomando en serio la pregunta por Dios, y donde Dios le esperará para adentrarse suavemente en su corazón y transformarlo en criatura nueva.

      1882 fue el año en que se desveló totalmente el Foucauld aventurero. Fue aquel año cuando se planteó explorar desiertos y montañas, tribus y poblados africanos. También aquí se manifestaba en él un deseo de grandeza, tal vez de fama; pero, ante todo, el ansia de ir cada vez más lejos, la profunda insatisfacción que experimentaba en su vida.

      En una larga carta que escribirá, diez años más tarde (21 de febrero de1892), al ya citado Henri Duveyrier, amigo suyo (geógrafo y explorador), le explicaba por qué había decidido entrar en la vida religiosa, y le decía: «Entre 1881 al 1882 pasé siete u ocho meses bajo la lona en el Sahara oranés, lo cual me dejó un gusto muy vivo por los viajes, cuyo atractivo yo siempre había sentido...»[111].

      Así, pues, Foucauld no podía permanecer mucho más tiempo en Màscara, donde la vida se le hacía pequeña y el horizonte se le estrechaba cada vez más. Pidió permiso para hacer un «viaje al Oriente»; pero le fue denegada la solicitud. Entonces, allí mismo, en Màscara, formuló un drástico propósito: decidió darse de baja en el Ejército (28-I-1882). Era como arrojarse al vacío sin paracaídas. El 10 de marzo le aceptaron la dimisión.

      El 18 de febrero explicaba a Gabriel Tourdes por qué se iba de la milicia: «Detesto la vida de cuartel, encuentro que es un oficio que atonta, sobre todo en tiempo de paz, que es el estado habitual (...). Por eso estaba ya resuelto, desde mucho tiempo antes, a dejar cualquier día la carrera militar (...) Prefiero aprovechar mi juventud viajando; de este modo, al menos, me instruiré y no perderé el tiempo»[112].

      ¿Adónde se dirigirá ahora Charles de Foucauld? Inicialmente, a la ciudad de Argel. Pensaba que, sin estudiar el árabe, no podía ir muy lejos. Y, durante un año y medio, se entregó al conocimiento de este idioma y a preparar su viaje expedicionario y aventurero. A la vez entró en contacto con aquellos que le podían informar de lo que se necesitaba, para llevar a cabo un proyecto de exploración.

      Entre tanto, su familia no entendía nada. Y la señora Moitessier, su tía, mucho menos. ¿Qué sentido encontrarle a este nuevo abandono del Ejército? Así que, siempre pensando en el regreso del sobrino pródigo y en corregir sus excesos, la señora Moitessier le impuso, por despilfarrador, un consejo judicial, que aceptó llevar adelante su primo, M. de Latouche. Sus parientes no entendían que aquel cabeza loca estuviera dilapidando la cuantiosa fortuna que le había dejado su buen abuelo.»En menos de cuatro años había derrochado más de ciento diez mil francos-oro de su patrimonio»[113].

      Después de una entrevista con Foucauld en el viejo hogar de Nancy, M. de Latouche consiguió, al menos, que el derrochador, el hijo pródigo, se pusiera a trabajar, llevando una vida de estudiante pobre, «no gastando mensualmente más de trescientos cincuenta francos y pagándose de esta suma sus lecciones de árabe»[114].

      ¿Cómo acogió Foucauld lo del «consejo judicial»? Evidentemente, no con agrado; pero tampoco, con soberbia ni rebeldía insensata. Comprendía hasta cierto punto el que su familia estuviera disgustada y no entendiera sus decisiones. Al fin y al cabo, todo se lo debía a ellos. ¿Con qué derecho podía reprocharles algo? Viajó al entrañable hogar de Nancy, y allí dialogó con los suyos. Lo hizo con humildad. Les aseguró que, en adelante, no les defraudaría. Sabrían de lo que era capaz el «nuevo Charles», al orientar todas sus energías hacia el descubrimiento de personas y lugares nuevos, desconocidos para el mundo civilizado.

      Bien puede pensarse que había mucho del romanticismo y del espíritu de la época en estos afanes aventureros de Charles de Foucauld. Al fin y al cabo, el siglo XIX y los comienzos del XX fueron momentos estelares en los grandes descubrimientos geográficos, en las excavaciones arqueológicas, en las exploraciones de lugares remotos, en los hallazgos de tesoros escondidos...

      Y aquí tenemos, por vez primera, al joven e indómito Charles sometido de buen grado a la autoridad del explorador y conservador del Museo de Argel, MacCarthy, que le impuso una exigente disciplina, para llevar a cabo los proyectos que ilusionaban al ex-oficial del Ejército. En sus planes entraba, al menos inicialmente, explorar toda el África del Norte, Arabia Saudí y, tal vez, Jerusalén. No queriendo viajar como un turista despreocupado, su amigo, Gabriel Tourdes, le proporcionó los libros que necesitaba para las exploraciones. Foucauld se lo pidió por favor en una carta, el 18 de febrero de 1882, en la que también le informaba de sus planes[115].

      Al final, centró su expedición en el Marruecos profundo y menos conocido. Marruecos, entonces, era considerado como un país peligroso y un tanto enigmático. En él se adentró el arriesgado joven, Charles de Foucauld. Tenía veinticinco años. Partió de Argel el 30 de junio de 1883, y transcurrió un año medio perdido en el país de sus sueños.

      En agosto, Charles escribió una carta a su preocupada hermana, Marie de Foucauld (Madame de Blic). Le prometía que iba a cumplir su itinerario hasta el fin, porque «cuando uno se marcha diciendo que va a hacer una cosa, no hay que volverse atrás sin haberla hecho»[116]. La divisa de la familia Foucauld era precisamente esta: «Nunca hacia atrás».

      Cuando regresó de su expedición, transcurrido un año, le dijo a su amigo, el duque de Fitz-James: «La cosa ha sido dura, pero muy interesante, y he triunfado»[117].

      Ahora era el triunfo, el éxito en las empresas lo que verdaderamente le importaba. Se le comunicó, también, que recibiría la primera medalla de oro de la Sociedad de Geografía. Su amigo, el gran explorador Duveyrier, que acababa de publicar un libro sobre los tuaregs, le presentaba así: «No se sabe qué admirar más, si estos resultados tan bellos y útiles, o el fervor, valor y abnegación ascéticos, gracias a los cuales los ha obtenido»[118].

      Efectivamente, el joven Charles había llevado a cabo aquel viaje sin ayuda del gobierno, a costa suya. Disfrazado de judío, había convivido entre gentes que tenían prejuicios sobre los hebreos. Y todo, sin tienda y sin lecho. Más aún, casi sin equipaje. Foucauld había trabajado durante once meses, afrontando el riesgo de ser descubierto y de morir asesinado. Toda una arriesgada aventura.

      Con su medalla de oro, admirado internacionalmente, en este momento al vizconde de Foucauld se le abría un prometedor futuro. Y, sin embargo, todos estos triunfos no le ayudaban a progresar moralmente. Volvió a echarse en brazos de la vida fácil. Regresó un pasado que pensaba haber superado. De nuevo, esclavitudes, oscuridades e insatisfacciones. «Al volver de Marruecos, yo no valía más que unos años antes...»[119].

      1.4. En el umbral de la fe


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