El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera Buedo

El fuego de la montaña - Eduardo de la Hera Buedo


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soledad».

      Entre tanto se desahogaba por correspondencia con un amigo del colegio, Gabriel Tourdes, y le decía: «De repente me quitan mi familia, mi casa, mi tranquilidad y esa despreocupación que resulta tan dulce. Todo eso ya nunca lo volveré a encontrar...»[98].

      Pero si, por un lado, experimentaba nostalgia del hogar familiar y de una amistad adolescente, un tanto posesiva, con Gabriel, por el otro lo que Charles ansiosamente buscaba eran nuevas aventuras, ambientes distintos: en definitiva, huir de la monotonía.

      El 1 de octubre de 1878, el joven Foucauld inauguró su segundo año en Saint -Cyr con los galones de subteniente. No permanecería más tiempo allí. Todo estaba a punto para un traslado. Y este llegó el 15 de noviembre de aquel mismo año, fecha en la que ingresó en la Escuela de Caballería de Saumur, en el departamento de Maine y Loira (Oeste de Francia), a orillas del río Loira.

      Ahora le rodeaban alimentos caros y vinos refinados, compartidos con otros compañeros, en repetidas y concurridas cenas. Metido en una situación así, fácil era adivinar que no le faltarían amigos y amigas de ocasión. Copiosamente alimentado, su grueso cuerpo apenas cabía en el bien planchado uniforme. Tenían que hacerle los trajes a la medida: algo que entre los alumnos de la Academia militar no era lo habitual.

      Si, en Saint-Cyr, con frecuencia era arrestado por distraído (habitación descuidada, pantalón sucio, pelo demasiado largo) ahora, en la Escuela de Caballería de Saumur, los problemas le venían del lado de la conducta, no tanto del atuendo externo. En el aspecto externo no había problemas. El joven Charles se esmeraba: alta peluquería, sastres escogidos, lujosos zapatos. Otras eran las dificultades: el desenfreno, el derroche, las amistadas equívocas. Cuando jugaba, apostaba fuerte. Sus propinas entre los camareros eran celebradas y disputadas. Corría el dinero por sus manos...

      Nada tiene de extraño que, encumbrado en este tren de vida, al joven vizconde le pesara, cada vez más, la milicia, la disciplina y monotonía de las marchas. Así que buscó una salida fácil y la encontró en la organización de una fiesta tras otra. En una inspección, llevada a cabo un año después de su llegada a Saumur, en octubre 1879, el comandante segundo de la Escuela anotaba en su cuaderno: «Espíritu poco militar; no tiene en grado suficiente el sentimiento del deber...». Por su parte, el inspector general certificaba: «Tiene distinción; ha sido bien educado. Pero tiene la cabeza ligera, y no piensa más que en divertirse»[99].

      El año 1880 transcurrió para Foucauld en su nuevo destino: el 4º Regimiento de Húsares, cuya guarnición ocupaba ostentosa y triunfalísticamente todo un pueblecito del Marne, llamado Sézane. Foucauld se aburría allí como una ostra. Se refugiaba en sus ya habituales fiestas, pero no entendía del todo lo que le ocurría: seguía vacío, triste, insatisfecho. Buscando cambiar de aire y de paisaje, pidió el traslado y lo enviaron a Pont-à-Mousson. Pero, más de lo mismo: tedio militar y fiesta tras fiesta.

      Una nota de la Inspección general (agosto de 1880) le concedía «carácter y juicio rectos», pero lo tachaba de inmaduro y falto de firmeza. Tal vez con una «buena dirección» se podría conseguir de él mucho más. Uno de sus camaradas, el duque de Fitz-James, decía, por entonces, que poseía un «tacto perfecto» y que deslumbraba a todos por «su vasta inteligencia y su prodigiosa memoria»[100].

      En 1897, once años después de su conversión, Foucauld expresaba así los sentimientos que le embargan después de cada fiesta, cuando se encontraba solo en su habitación. Algo parecido a lo que cuenta san Agustín en sus Confesiones: «vacío doloroso», «tristeza nunca jamás sentida». Él organizaba las fiestas. «Pero, llegado el momento, las pasa en un mutismo, en un hastío, en un aburrimiento infinito...»[101].

      Él pensará, más adelante, que todos estos sentimientos eran una gracia preparatoria para la conversión; pero, entonces, el joven Charles andaba lejos de saberlo. Había perdido toda referencia religiosa y vivía sumergido en el más oscuro de los ateísmos. «Mi vida comenzaba a ser una muerte»[102].

      Entre tanto, seguía viviendo a lo grande, sin proyecto alguno, sin freno ni brújula. No entraba en sus cálculos el matrimonio, y, en aras de la libertad o, más bien, del libertinaje, estaba dispuesto a pagar el precio de la soledad, que combatía, como podía, con juergas y excesos.

      Escribía, por estas fechas, a Gabriel Tourdes: «No sé muy bien lo que haré dentro de diez años. Probablemente ya no estaré en el ejército: empezaré mi vida de solterón solo, en alguna casita de campo; es bueno estar libre y tranquilo, pero es duro estar solo; y, sin embargo, es a eso a lo que estoy condenado por necesidad»[103].

      ¿Aburrimiento? ¿Insatisfacción? ¿Decepciones? Algo de esto empezaba a percibirse en las asiduas cartas que se cruzaba con su amigo Gabriel, una de las pocas personas con quien hablaba desde el corazón y la sinceridad. Luego estaba su tía, la señora Inés Moitessier, que intentaba, como podía, corregirle; pero Charles la rehuía. Hasta llegó, en ocasiones, a enfrentarse duramente con ella, aunque nunca le negó reconocimiento y gratitud[104].

      A finales de 1880 su Regimiento de húsares fue destinado a África: exactamente a Sétif, una de las ciudades de Argelia, en el departamento de Constantina. Foucauld cumplía, por entonces, 22 años.

      Una mujer, una tal Mimí (de la que se sabe muy poco), le acompañaba de un sitio para otro. Sus superiores le recriminaban. Pero él no hacía ningún caso. Ello le acarreaba serios avisos y sanciones ininterrumpidas. «De noviembre de 1880 a enero de 1881 pasó la mayoría del tiempo en el calabozo»[105]. Cuando cumplía sus arrestos y salía del encierro, le seguía acompañando siempre su amante. Llegó a hacer pública, en una fiesta, su unión con la joven Mimí.

      Finalmente, cansados ya sus superiores de la indisciplina de Charles, le dieron oficialmente la orden de separarse de esta mujer; pero él protestó, diciendo que su vida privada nada tenía que ver con su servicio en el Ejército.

      En marzo de 1881 le llegó una notificación: «Queda usted apartado del servicio militar por indisciplina, acompañada de notoria mala conducta»[106]. Deseoso de libertad e independencia, abominando de la disciplina del Ejército, regresó a Francia, y se llevó con él a su querida Mimí. Se instalaron en la hermosa villa de Évian-les-Bains, en la orilla sur del lado de Ginebra. Un verdadero paraíso para turistas adinerados.

      ¿Huyó del Ejército por amor a Mimí? Todos sus biógrafos coinciden en que Charles, más que amor hacia aquella mujer, lo que buscaba eran ensoñaciones y huidas. La realidad se le hacía dura, y siempre estaba buscando vías de evasión, fugas hacia paraísos que sólo existían en su florida imaginación.

      1.3. Y también pensaba en la fama

      En mayo de 1881 tuvo lugar la insurrección de Bou Amama, en el sur de Orán. Informado del lance, al joven Foucauld le ardía por dentro el sentimiento de aventura. Por fin, ocurría algo excitante, más allá de lo ordinario y tedioso de la vida diaria. Sus antiguos compañeros luchaban con bravura. ¿Qué hacía él en Évian, lejos de toda responsabilidad?

      Sin pensarlo demasiado, abandonó a su muchacha, llegó a París, se dirigió al ministerio de la guerra y, decidido, solicitó ser readmitido de nuevo en el Ejército de Caballería. No le importaban las condiciones. Entraría, si era necesario, como soldado raso.

      El 3 de junio de 1881 fue la fecha en la que regresó al Ejército. Partió inmediatamente hacia Orán. De nuevo, la huida hacia adelante. Tal vez, el deseo de grandeza, la estima propia, la necesidad de rehabilitarse ante familiares y amigos. Y lo mismo que anteriormente se había entregado al disfrute y a los placeres de la vida, ahora se lanzaba a la conquista de la fama y del buen nombre. Dice Jean François Six que Foucauld se arrojó a la campaña del Orensado con la misma intensidad que anteriormente se había lanzado a los placeres. Con la misma embriaguez[107].

      Su amigo Laperrine, que le conocía bien, escribía: «En medio de los peligros y privaciones de las columnas expedicionarias, este erudito jaranero se revela un soldado y un jefe. Soportando alegremente las más duras pruebas, exponiendo constantemente su persona, preocupándose con abnegación de sus hombres, era la admiración (...) del regimiento y de


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